«La democracia se encuentra, principalmente, en las casas donde no hay amo (pues en ellas todos son iguales), y en aquellas en que el que manda es débil y cada uno tiene la posibilidad de hacer lo que le place.»
Política – Aristóteles

Cuántas veces habrás oído eso de «si no votas no puedes opinar», o «no puedes protestar», o simplemente «no puedes quejarte», sobre todo dirigido a alguien que, de mal humor, opina, protesta o se queja de los políticos con los que le ha tocado en suerte compartir desvelos, pero no vota a ninguno. Este es un momento fértil para esas discusiones armadas de ingenuidad y falta de reflexión, ahora que en España amenazan elecciones municipales y autonómicas, habida cuenta de que todo el mundo es sabio en filosofía política y conoce al dedillo los engranajes del sistema electoral español. Es la fiesta de la democracia, con toda su pompa. Sin embargo, resulta sospechoso que todos los políticos, sin excepción, realzados con la panoplia de sus medios afines, defiendan el sistema y nos inviten encarecidamente a participar en él. Conociendo la falta de alma y de ética de todos ellos, algo sucio debe haber detrás para que estén de acuerdo.
La democracia, lo democrático, es uno de esos casos que gozan de una opinión pública impecable, una de esas palabras asociadas inequívocamente con la bondad, cualquier otra que se le ponga al lado invita a pensar en falta de libertad, en dictadura, en autoritarismo. Sin embargo, y no deja de asombrarme, es un caso insólito de evolución semántica que, partiendo de un significado negativo y perverso, se ha convertido en algo bueno. Aristóteles, en Política, definía la democracia como aquella desviación corrupta de la timocracia, de la misma suerte que la tiranía es una desviación corrupta de la realeza. Su opinión cuenta, ya no solo por su autoridad, sino porque fue en su tiempo cuando se pusieron las primeras piedras del gobierno de las ciudades. La timocracia, según él, es un sistema de gobierno basado en la propiedad, en el que los ciudadanos, de acuerdo con su patrimonio, deciden sobre las cuestiones políticas. Se conocía también como república. La corrupción de ese sistema deviene en democracia, cuando todos se consideran iguales y gobierna la multitud. Baste decir que para Aristóteles la timocracia era el peor de los sistemas «buenos» de gobierno, por lo que la democracia es la forma desviada del peor de ellos. Ahora dime tú, que siempre prestas atención, cómo de aquellos mimbres hemos llegado a ensalzar la democracia, con qué clase de inteligencia.
El caso es que cuesta entender a qué nos referimos en la actualidad con democracia. El diccionario dice que es aquel sistema de gobierno en el que la soberanía reside en el pueblo, es decir, la última autoridad es el pueblo. Muchos podrán pensar, por tanto, que no vivimos en una auténtica democracia. La definición de Aristóteles, por otra parte, no es mala del todo: gobierno de la multitud. Sea como fuere, esta autoridad suprema solo se puede ejercer democráticamente en ámbitos muy pequeños, como un hogar o un grupo de amigos, en el que todos se consideran pares y tienen intereses de convivencia comunes. En comunidades grandes como es España, en cambio, el ejercicio de esa soberanía ha de ser por fuerza mediante la elección de representantes, es decir votando. Y aquí viene cuando muchos dicen, sin pensar, que si no votas no estás ejerciendo tu parte de poder y por tanto no puedes protestar. Supongo que, en el mejor de los casos, tales personas asocian el voto con una manifestación de tu punto de vista acerca de cómo debería organizarse la convivencia, convalidando el programa electoral de tal partido y rechazando las propuestas del resto. Y así, a través de la elección de quien prefieres que te represente, ejerces tu parte de soberanía. Me pregunto entonces si esas personas consideran que depositar una papeleta cada cuatro años es una manifestación más valiosa y elaborada de tu punto de vista que escribir periódicamente lo que piensas al respecto en este papel, o hacer vídeos todas las semanas en Youtube, o escribir ensayos políticos, o artículos de prensa. Me pregunto si esa conversación en la que, de mal humor, uno expone motivos y se queja de tal o cual político, o de todos ellos, no es una manifestación lo bastante vehemente para dejar claro cómo prefiere que se gobierne la cosa ciudadana. Porque el arte de la política, no lo olvidemos, no es otra cosa que al arte de la convivencia en sociedad, de cómo regir los asuntos públicos y comunes, por más que la palabra también haya ido perdiendo su sentido original y casi nadie lo recuerde. El voto es, probablemente, una simplificación sumarísima de la opinión de cada uno y es el único mecanismo para elegir a los representantes en el gobierno. No me parece que sea la única forma de opinar, de protestar o de quejarse, sino más bien la más burda, inopinada y automática de todas. Podríamos decir, con mejor criterio, «si solo votas, no tienes derecho a quejarte».
En cualquier caso, la democracia es criticable en dos sentidos principalmente, el sistema de voto y de elección de representantes y la legitimidad ética. Lo primero depende casi por completo del sistema electoral: según cómo agregues los votos gobiernan unos u otros y se reparte el poder. Para no ser prolijo, baste algún ejemplo. En las últimas elecciones españolas de 2019: Bildu 258.840 votos, cuatro escaños; Pacma 326.045 votos, cero escaños. No es casualidad, lo mismo en 2016: PNV 286.215 votos, cinco escaños; Pacma, 284.848 votos, cero escaños. Como puedes ver, la opinión de los votantes no está bien representada. Otro ejemplo estúpido: en las elecciones presidenciales chilenas de 2019, Boric consiguió en primera vuelta el 25% de los votos, del 47% de participación, lo cual resulta en que hoy es presidente de Chile con el apoyo de un 12% de la población. De nuevo, gobierna alguien que no representa la opinión de casi nadie. Lo segundo, la legitimidad ética, con independencia del sistema electoral elegido, vendría a cuestionar si la multitud tiene legitimidad para decidir sobre el gobierno de los asuntos públicos o, como decía Borges, es un abuso de la estadística. Para dirigir los aspectos de la convivencia que atañen a los ciudadanos, en qué se invierten los impuestos, cómo se garantiza la seguridad civil, cómo se protege el cumplimiento de los acuerdos, cómo se ordena la recogida de basuras… no queda claro que sea bueno que la multitud tenga la última autoridad, siempre que la multitud no está bien formada para tomar tales decisiones ni responde, en tanto que multitud, a un interés común en paridad.
Estas críticas son razonables a la democracia como sistema, si el gobierno que tenemos fuera tal cosa, que no lo es. En la práctica, la soberanía recae en una oligarquía de políticos profesionalizados en el arte de crear redes clientelares para capturar votos, un cártel que trafica con las armas de la influencia y la droga de la subvención. Una vez en el poder, no representan la opinión de la ciudadanía. Qué duda cabe de que si por los ciudadanos fuese no habrían elegido a Pedro Sánchez para dirigir el gobierno, ni siquiera los votantes de su partido lo quieren. Pregúntale a cualquiera del PSOE: ¿sabes de alguien que haría mejor el trabajo que Sánchez? La respuesta sería rotunda, más allá de que solo le votó el 22% de las personas, de una lista en la que no podían elegir a otro candidato.
Por todo esto muchos nos quejamos sin votar. Algunos, como yo, incluso expresamos razonadamente nuestra opinión para que los conciudadanos la tengan en cuenta si quieren saber cómo preferimos que se gobiernen los asuntos de la polis. No creo que nuestro punto de vista sea menos valioso por no votar, ni que nuestro esfuerzo por participar en la vida pública sea menor que el de depositar una papeleta. De cualquier modo, yo me quejo de que la democracia, un sistema de gobierno ya corrupto desde su raíz ateniense, ha degenerado en algo perverso que no trata de la convivencia ciudadana. Ya sea a través de la soberanía del pueblo, de la oligarquía política o de ese ente que llamamos Estado, se gobierna sobre asuntos individuales y personales que jamás deberían ser objeto de juicio de nadie. Sin ánimo de ser exhaustivo, ¿tiene legitimidad el Estado, Pedro Sánchez, o la opinión de la mayoría, para decidir sobre la educación de mis hijos? ¿Quién es nadie para prohibirme, o para autorizarme, a contraer matrimonio con quien yo quiera? ¿A quién le importa que yo me llame Juana o Juan y me dé permiso para hacerlo o me lo quite, o me obligue a exponer mi sexo en un documento? ¿Por qué no puedo libremente legar mis pertenencias a mis seres queridos? Hasta para morirse voluntariamente tiene uno que pedir permiso y está mal visto. ¿A quién incumben esos asuntos, sino a uno mismo? Es aberrante que un tirano se entrometa en tales cuestiones personales, es aberrante que lo haga una oligarquía política, y también lo es que lo haga la multitud. Con mi voto, al menos con mi voto, no voy a legitimar nunca esos abusos, en defensa de mi intimidad, y de la tuya.
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