«La Naturaleza es un templo de vivientes pilares
que dejan salir a veces confusas palabras;
el hombre lo recorre a través de bosques de símbolos
que le observan con miradas familiares.«
Baudelaire, Las flores del mal -1857

La realidad se distingue de la ficción en el grado de detalle. La verdad es, simplemente, un desvelo de la realidad, la disolución del velo de Isis a nuestro tacto. La mentira, en cambio, es corta en su descripción, breve, puerilmente escueta, carente de matiz, simplificadora y facilona. Por eso la mentira agrada a la mayoría, porque ayuda a no esforzarse por entender, evita la dificultad del aprendizaje, permite la relajación, la pereza, la abulia, la molicie, el abandono. La mentira es el triunfo del instinto animal frente a la naturaleza, la victoria de la ficción, del no querer saber. La verdad, por contra, es el de la voluntad sobre el instinto, la preferencia por la realidad, por el detalle minúsculo, infinitesimal e infinito, aunque duela, o precisamente porque duele. La belleza, en un sentido amplio, la persecución de la belleza, no inventa en la ficción, como muchos creen, sino que cultiva en la realidad, cosecha en los pequeños y abundantísimos detalles que pasan inadvertidos al común, y encuentra poesía allí donde otros solo ven rutina.
Sirva de ejemplo el siguiente, una avispa, concretamente esta: una Chrysis ignita. En realidad, con este nombre se describe un grupo de especies difícil de clasificar, pero no me lo tengas en cuenta. Sea como fuere, el solo hecho de que tenga tal nombre es síntoma de un gran desvelo, de un imperio de la voluntad por comprender la naturaleza, describirla y, al final, dominarla, una voluntad aparentemente inútil, desde una perspectiva pragmática, pero necesaria desde un punto de vista poético, realista, bello. Cualquiera diría que una avispa es un bicho que acude sin invitación a molestar en las paellas, que pica y que se debe aplastar a la menor oportunidad con un matamoscas, siquiera sin darle muerte con un utensilio que lleve su nombre, con el desprecio propio del asco y el miedo, sin prestarle atención a los detalles. Sin embargo, el poeta desvelará, a medida que descienda a la realidad, la belleza de sus colores enjoyados, la luz de su armadura metálica, y le pondrá el nombre de avispa esmeralda, con su abdomen esmaltado de oro y rubí, sus miles de diminutos ojos en los ojos y su manto suave de sensibilidad, capaz de percibir tan efímeros cambios de presión que esquivarán con facilidad la ira del matamoscas apenas hagamos ademán de cargar el brazo.

Con mayor atención, el que busca la verdad descubrirá, a medida que se sumerge en lo pequeño, que ese cuerpecito dorado tiene solamente tres segmentos, a diferencia de las demás avispas, característica singular de las hembras de Chrysis ignita. Eso nos da pie para seguir desvelando y reconocer su inquietante fertilidad: allí donde esconde sus vergüenzas tiene el aguijón, que no es simplemente un arma defensiva, sino su ovipositor, es decir, el órgano por el cual pone los huevos, preñado a rebosar, ya ves, de futuros descendientes. En este punto uno empieza a entender que la verdad es mucho más compleja que la ficción que tenía imaginada, pues ese aguijón, además, no es ningún arma, no está preparado para picar, sino evolucionado en forma de tubo para poner los huevos de forma perspicaz. De hecho, subyace una belleza perversa en su carácter: los huevos los deposita en el nido de un huésped, las más de las veces en nidos de Sphecidae, una familia hermana de avispas a las que parecen despreciar por ser negras, flacuchas y endemoniadas, las cuales se asimilan en ocasiones al grupo parafilético Crabronidae, malignas, como su propio nombre indica, que engloba a todas aquellas que son de esa guisa, no por lo que son en esencia, sino por lo malsanas en general. Nuestra ignita, ladrona sin escrúpulos, princesa del cleptoparasitismo, inserta los huevos en el nido ajeno, para que sus pequeñas larvas al nacer puedan comerse los huevos de las otras, y después, cuando crezcan, arrasen con sus reservas almacenadas de alimento. Con esa belleza malvada e inspiradora de la metamorfosis, pasarán así de huevo a larva, luego a pupa, y finalmente a imago, alado y mefistotélico, adornado de todos los detalles para encandilar a los poetas, plateado de acero, tachonado con piedras preciosas, con la armadura enrollada sobre sí misma para defenderse de los enemigos, con una habilidad exclusiva.
Si tomamos perspectiva, podremos observar un enorme nivel de concreción y de detalle en el ejercicio descriptivo de nuestra hermosa y taimada avispa, un esfuerzo en apariencia desproporcionado por catalogar a unos seres tan insignificantes. Pertenece a la tribu Chrysidini, una de las cuatro que forman la subfamilia Chrysidinae, que a su vez es una de las cuatro ramas que conforman la familia completa de los crisídidos, que apenas tiene unas tresmil especies descritas, y a todas ellas las llamamos avispas esmeralda porque son bonitas, sin discriminación, como a nuestra ignita. El hombre común, abrumado por tamaño escrutinio de la realidad, habría abandonado esta empresa mucho antes de interesarse por la superfamilia Chrysidoidea de la que forman parte, donde otras nueve familias están emparentadas con las crisídidas, unas abundantísimas y otras muy raras e infrecuentes, como si se tratase de un nuevo universo de planetas, galaxias, cúmulos y supercúmulos donde uno se siente reducido a la ignorancia ensordecedora de la realidad. Y más allá, encajan en el suborden de los apócritos, donde comparten genes con abejas y hormigas, tan dulces unas, otras tan hacendosas, numerosas entre todas como para enterrar a la humanidad entera con sus cadáveres. Las apócritas, no con fundir con apócrifas, como hacen los correctores, ni con hipócritas, como hacen los idiotas, son las más avanzadas de las especies de himenópteros, cuyo nombre, no en vano, invita a pensar en las diosas de sexo con alas. Tales insectos, el orden de los himenópteros, tienen cientocincuentaitresmil especies como argumentos para arruinar al hombre que disfruta con la mentira y la simplicidad. Por si fuera poco, cuentan con la alianza de sus parientes más cercanos para formar el inmenso ejército de los endopterigotos, un superorden de ying y yang, tan próximo al amor como al odio humano, en el que tenemos seres tan poco atractivos como los mosquitos y las pulgas, y otros tan hermosos e inofensivos que hasta los niños los persiguen, como las mariposas. Estos, a su vez, se engloban en los pterigotos, la subclase de los insectos alados, que son solamente una parte de la clase Insecta, la gran clase, tan asombrosa y variada que resultaría inalcanzable para la imaginación del más atrevido mentiroso. Los insectos son esos bichitos que comparten dos antenas, tres pares de patas y dos de alas, por más a algunos les falten, que la cosa está en poder, no en tener, como bien saben los entomólogos. Los entomólogos, si me permites el desliz, son una subespecie muy rara de seres humanos, que gustan, como los poetas, de buscar la belleza en pequeños rincones de la naturaleza que son inútiles para la vida cotidiana, pero imprescindibles para elevar el espíritu al rango de superhombre. Porque ya me dirás tú, si a la gente de hoy le importa un bledo aprender latín, lo que puede importarle estudiar una especie extinguida de avispas. Los hay tan extravagantes, entomólogos, como los especializados en crisídidos, como lo oyes, que saben de esto más que nadie, y a poco que te asomes a su trabajo verás razones para asombrarte de las montañas de desconocimiento que atesoramos los hombres vulgares.
Ya ves cuánto detalle tiene la realidad, y aún más que no quiero desvelar para no ser prolijo, para no hablar de los hexápodos en los que se engloban los insectos, y estos a su vez en el majestuoso filo de la naturaleza, el de los artrópodos, donde comparten genes con arácnidos, miriápodos y crustáceos, con un sinfín de especies innumerable. Por no ascender a los panartrópodos, y luego a los protóstomos, y luego a los bilaterales, y luego a los eumetazoos, donde ya, por fin, nos reconocemos nosotros, por ser animales con tejidos propiamente dichos. Y, cuando uno esperaba no encontrar nada más, porque no se le ocurre a nadie que pueda haber animales sin tejidos, aparecen los parazoos, que no puede estar el uno sin el otro, por oposición, los que tienen tejidos y los que no, es decir, que carecen de órganos diferenciados, sin músculos, ni nervios y casi sin ganas de vivir, los cuales se parecen a una cosa en lugar de a un animal. Las esponjas son esos seres tan simples, sin atisbo ninguno de interés por la realidad, por el detalle, por la verdad, por la belleza, sin músculos ni voluntad para moverse, ni para hacer nada, el vestigio más antiguo de nuestros antepasados, de los cuales nos separamos hace unos 635 millones de años, año arriba, año abajo, y evolucionamos hasta este punto en que las usamos, las esponjas, simplemente para limpiarnos las miserias. Tú me entiendes.
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