Economía básica, de Thomas Sowell

«Cada votante y cada político electo pueden tener un efecto sobre las políticas económicas que nos afectan, por lo que no podemos simplemente decidir no participar de los temas y decisiones económicas. Nuestras únicas opciones son las de estar informado, desinformado o mal informado.»

T. Sowell – Basics Economics, 2000

No se trata de un libro aburrido sobre economía, al contrario: es muy divertido descubrir cómo algunas decisiones económicas sobre asuntos cotidianos —alquileres, salarios, impuestos, subvenciones— producen efectos totalmente opuestos a los deseados, además de muy útil. Coincido con George. J. Stigler: “Sea uno conservador o radical, proteccionista o librecambista, cosmopolita o nacionalista, hombre de iglesia o pagano, es útil conocer las causas y consecuencias de los fenómenos económicos.” Y a eso vamos.

Economía básica es un libro grueso, de unas setecientas páginas, y no precisamente en edición de bolsillo, de esos que asustan y uno nunca se atreve a empezar. Pero es que el tema es jugoso y da para escribir mucho. Thomas Sowell es un economista estadounidense de mucho prestigio y de raza negra. Lo remarco porque tiene noventaitrés años, nació en Carolina del Norte en 1930, y su forma de pensar y razonar contrasta poderosamente con la moda actual, y eso que ha debido vivir cosas que hoy nos resultarían inconcebibles. Tú me entiendes. Como escritor podríamos decir que se dedica a difundir un pensamiento humanístico acerca de temas muy cercanos a todos: riqueza y pobreza, justicia social, falacias económicas, discriminación positiva, impuestos a los ricos, razas, esclavitud, educación, o la influencia cultural en el destino de las sociedades. Su estilo literario es ameno de verdad, y en el mejor de los sentidos, ágil y muy accesible para cualquiera, con independencia de la formación previa que uno tenga en estos temas, pero con el encanto de hacer visible el rigor técnico de la exposición, y con destellos de humor. Economía básica es una de sus obras más leídas y su título no engaña sobre el contenido: es lo que todo el mundo debería conocer para interpretar correctamente el entorno en el que vive y tomar mejores decisiones para su prosperidad, apelando, simplemente, al sentido común, lo cual no es muy común. Valga el subtítulo de la edición en inglés como resumen: una guía de sentido común para la economía. Precios, oferta y demanda, libre empresa, salarios, políticos, propiedad privada, riqueza y desigualdad, explotación laboral, especulación, dinero, bancos, impuestos… son algunos de los asuntos que trata con detalle en el libro. Como ves, son cosas que nos afectan a diario, y su desconocimiento nos perjudica. Me pregunto por qué no enseñan esto en el colegio. Y creo que conozco la respuesta.

Thomas Sowell

Habríamos de definir, antes de entrar en el ruedo, qué significa economía. Thomas Sowell se apoya en la definición clásica de Lionel Robbins, que dice así: “La economía es el estudio del empleo de aquellos recursos escasos que tienen usos alternativos.” Desgranemos la definición. Es un estudio, es decir, una ciencia, desde el punto de vista filosófico de conjunto de conocimientos. Concretamente la ciencia que versa sobre un empleo, un uso, es decir, sobre cómo utilizar algo. El qué: los recursos, no cualquier cosa, sino solamente aquellas que sirven para resolver necesidades. Y qué tipo de recursos: no cualesquiera, solamente los escasos, porque si algo, aun siendo útil para resolver una necesidad, tiene una abundancia suficiente como para satisfacerla por completo, deja de ser objeto de la economía, como por ejemplo podría ser el aire o la luz del sol. Y por último, y lo más importante: han de ser recursos escasos que tienen usos alternativos, es decir, que se pueden utilizar para resolver varias necesidades, esto es, que no será en vano el estudio de cómo emplear esos recursos, porque son escasos y no alcanzarán para resolver todas las necesidades. “Nunca ha habido lo suficiente como para satisfacer a todos por completo.” Hacerlo de manera óptima es el objetivo de la economía. La RAE recoge también esa idea en su definición, además de otras acepciones que asignamos a esa palabra relacionadas con el ahorro, la administración y la distribución adecuada de recursos. Dice: “ciencia que estudia los métodos más eficaces para satisfacer las necesidades humanas materiales, mediante el empleo de bienes escasos.” Cabría matizar, para encajar una definición con la otra, qué se entiende por materiales, por bienes, etc., pero creo que es obvio que están en armonía. De hecho, el origen griego de la palabra nos da una idea intuitiva bastante clara: oîkos, que significa casa, y némein, que significa administrar. Administrar la casa. Como te decía, un conocimiento que nos resultará muy útil a todos, si no imprescindible. Y he empezado por aquí, por el origen y significado de la palabra, porque, como destaca Sowell en la introducción del libro, “las cosas son relativamente simples, pero las palabras a menudo son engañosas y escurridizas.” Y tú sabes que siempre pongo empeño y rigor en la precisión lingüística. La economía, en definitiva, no es un tema sobre el que expresar opiniones o sentir emociones, alineadas con el sistema ideológico de cada uno para hacer encajar nuestros deseos y nuestros prejuicios, no: la economía es un estudio sistemático de qué sucede cuando se toman decisiones concretas, una herramienta para analizar, acumular conocimiento y deducir principios que permitan asignar los recursos de la mejor manera, porque la sábana es más pequeña que la cama. Podemos decir, por tanto, que no hay ideas económicas de izquierda o de derecha, socialistas o liberales, conservadoras o progresistas: hay, simplemente, decisiones económicas que asignan los recursos mejor que otras. Habrá quienes digan que sí, pero que eso de “mejor” no significa lo mismo para todos. No obstante, yo creo que no hay duda: que no haya pobres, que los menos ricos tengan lo suficiente para satisfacer todas sus necesidades, que la calidad de vida sea lo más elevada posible, y que la vida sea lo más longeva imaginable, o al menos que la escasez de recursos no limite su duración. Habrá quien le pida más cosas a un sistema económico, pero no creo que se pueda discrepar en esos mínimos fundamentales sin abrigarse de estupidez. Por ejemplo, habrá quienes consideren un objetivo necesario que las mujeres y los hombres, de forma agregada —y todos y cada uno individualmente— dispongan de los mismos recursos, es decir, tengan una igualdad material completa, por ser iguales, y también habrá quienes piensen que los judíos han de tener menos que los arios, por ser inferiores. Pero eso no es objeto de la economía, sino de la ideología, y conviene separar los deseos y las intenciones de los hechos y las opciones, so pena de no conseguir lo fundamental: satisfacer las necesidades de forma óptima. Sowell nos recuerda que “la vida no nos pregunta qué es lo que queremos, sino que nos presenta opciones, y la economía nos ayuda a conseguir lo máximo posible de esas opciones.” Ahora bien, la economía no está aislada de las instituciones sociales: por desgracia, hay un enlace no trivial entre economía, ley y política. Así, al decir del autor, será importante observar “qué tipo de sistema económico, que opera sobre qué tipo de sistema jurídico, y que está controlado por qué tipo de sistema político,” estamos analizando.

Sin ánimo de ser exhaustivo, y con la intención de no privarte del placer de leerlo tú, y también por no ser más prolijo de lo prudente, voy a destacar y comentar solamente uno de los temas más interesantes que Sowell desarrolla en su libro, que sospecho será suficiente para dejar constancia del estilo y del valor de su obra y abrir el apetito, amén de botón de conocimiento. Me refiero a los precios, que “son el núcleo de los incentivos en una economía de mercado,” y quizá uno de los aspectos peor entendidos de esta ciencia. Cuando yo era pequeño aborrecía los precios, odiaba que las cosas tuvieran que costar algo y, en consecuencia, tener que estar persiguiendo el dinero toda la vida para conseguir satisfacer mis necesidades. Pensaba, ingenuamente, que hay otras maneras de distribuir los recursos más justas y humanas que de acuerdo con los billetes que uno tenga en el bolsillo. Sin embargo, si recordamos que se trata de recursos escasos que se pueden utilizar para resolver diversas necesidades, el sentido común nos lleva a concluir con Sowell que “en ausencia de precios, con una población y una cantidad de casas de playa determinadas, el racionamiento se tendría que dar por decreto burocrático, favoritismo político o por azar, pero de cualquier manera habría racionamiento.” Y es aquí donde los precios resultan de gran interés, porque ayudan a elegir el mejor uso posible para esos recursos escasos: “Los precios no son simplemente un medio para transferir dinero, sino que su función principal es brindar incentivos que afectan al comportamiento en el uso de los recursos, y de los productos que resultan de estos. Los precios no solamente orientan a los consumidores, sino también a los productores.” Cuesta entender, pero “a pesar de que los productores están interesados tan sólo en sí mismos y en sus empresas, la sociedad en su conjunto termina usando sus recursos escasos de manera más eficiente porque sus decisiones están siendo orientadas por los precios.” “Lo que se debe entender es cómo las millones de decisiones económicas individuales son coordinadas por los precios, de tal manera que logran asignar recursos escasos con usos alternativos.” En un mercado de libre competencia, los precios están en constante fluctuación, de acuerdo con el oleaje que produce la oferta y la demanda y los costes productivos, de tal suerte que los precios son un indicativo precioso para orientar las decisiones económicas de consumidores e inversores. Por un lado, a los consumidores les señala aquellos bienes o servicios que interesa comprar, porque su precio es menor que el valor que les proporciona, y descarta los demás. En paralelo, a los productores les indica dónde deben destinar más recursos de inversión, porque el beneficio es más generoso, y dónde menos. Así, cuando el precio es muy barato el consumidor va y el inversor huye, devolviendo el precio a un lugar más elevado; y viceversa, donde el precio es muy caro el inversor va y el consumidor huye, devolviendo el precio a un punto de equilibrio más bajo, de acuerdo a las preferencias de la sociedad. Y este último punto es crucial: de acuerdo a las preferencias de la sociedad, a las personas y sus intereses, no a las decisiones burocráticas, el favoritismo político o el azar. Quienes critican los precios y este sistema de equilibrio están en desacuerdo con que sean las personas quienes elijan sus propios intereses, prefieren en cambio que sean burócratas, políticos o dioses quienes decidan cuánto ha de costar cada cosa. El problema de esto, más allá de que sea éticamente injusto y reprobable, es que no es un mecanismo óptimo para asignar recursos escasos que tienen usos alternativos: los recursos se desaprovechan y las personas viven peor de lo que podrían. Sowell lo sintetiza en una frase que tiene un eco de metáfora natural, como el agua de los ríos, que se mueve por gravedad: “los recursos tienden a fluir hacia sus usos más valiosos cuando se produce una competencia de precios en el mercado.”

Para explicar de forma sencilla cuál es la utilidad de los precios y cómo funciona un sistema sin ellos, en lugar de aludir a tecnicismos, me invento un ejemplo de uso de recursos en un entorno que no esté regido por el mercado y los precios: un herrero que fabrica cucharas en un estado socialista. No importa en realidad que sea socialista, es simplemente por aludir a una imagen que todos tenemos en la memoria, pero sería válida cualquier otra. En tal régimen, el herrero no estará informado por los precios para decidir de qué manera producir cucharas, y, en el mejor de los casos, procurará hacerlas tan buenas como sea posible. Supongamos esto, que es honesto y sus directrices son hacer cucharas de la mejor calidad. Puesto que sus insumos tampoco tienen precios, utilizará sus contactos burocráticos y políticos para conseguir los mejores materiales. No me refiero a hacer trampas, solamente a utilizar los cauces existentes para conseguirlos, o bien las normas burocráticas o bien las instancias políticas. Supongamos que los tiene y consigue platino suficiente para fabricar cucharas. Sin duda, sus cucharas serán las mejores, eternas, hermosas e inertes. Nadie le podrá reprochar nunca que ha hecho bien su trabajo. En este régimen con ausencia de precios, y supuesto un gobierno honesto e ideal, que es mucho suponer, se asignarán las cucharas proporcionalmente a todos los ciudadanos, pues todos querrían esas cucharas, o con cualquier otro criterio político o burocrático que queramos imaginar. Como el platino es muy escaso, no tardará en acabarse, y habrá racionamiento de esas súper cucharas. Y es en este punto donde emerge el gran problema que se pasa por alto al olvidar que lo mejor, desde un punto de vista económico, es asignar los recursos escasos, el platino, a sus usos más valiosos a través de los precios y el mercado libre: no habrá platino para los cicatrizantes, los elastómeros o los tratamientos contra el cáncer a base de platino, no habrá joyas, no habrá conexiones electrónicas de altísima precisión, ni baterías de hidrógeno de alta eficiencia, ni catalizadores para que los coches y las petroleras no contaminen, no habrá fertilizantes ni tratamientos contra plagas, ni supercomputadores, semiconductores ni electrónica de última generación. Entiendo que a nadie con sentido común se le escapa que desperdiciar el platino para hacer cucharas para todos es una estupidez, una tragedia que nos priva de otros bienes muchísimo más valiosos, que nos conduce a tener peor calidad de vida. Pero, si bien es un ejemplo exagerado, por lo obvio, lo mismo pasa con todos los recursos en ausencia de precios y libre competencia, y eso ya no es tan obvio. El trigo, el conocimiento, el agua, el tiempo, la fuerza, el dinero, son recursos escasos, qué duda cabe, que tienen usos alternativos, claro, y asignarlos de forma eficiente y óptima a los usos más valiosos para las personas es el objeto de la economía. Los precios libres nos informan para tomar esas decisiones de la mejor manera. Volviendo al ejemplo, uno podría pensar que los burócratas y políticos sabrían poner normas y leyes que racionaran o prohibieran el uso de platino para hacer cucharas, porque no son tontos, pero… el caso es que nadie es capaz de coordinar toda la infinidad de bienes y servicios de una economía de forma óptima, por muy honesto, voluntarioso e inteligente que sea. En cambio, en un mercado libre, los precios de las cucharas de platino serían tan altos que casi nadie las compraría y el fabricante tendría que cerrar la empresa, dejando platino disponible para esos usos alternativos en los que el precio final sí justifica su utilidad para las personas. Tan fácil como eso, sin recurrir a leyes, prohibiciones ni racionamientos del platino. Aunque el ejemplo es anecdótico, será fácil darse cuenta de lo complejo que llegaría a ser asignar todos y cada uno de los recursos escasos a todos y cada uno de los usos posibles sin tener en cuenta los precios. Los precios hacen el trabajo por nosotros poco a poco y tienden al punto de equilibrio en cada circunstancia, cambiantes por otra parte, por eso fluctúan. En economías que no son de mercado, por ejemplo en una feudal o socialista, los errores de asignación de recursos escasos que tienen usos alternativos pueden mantenerse indefinidamente si generan los incentivos suficientes entre quienes dirigen, lo cual deviene simplemente en estándares de vida más pobres para el conjunto de la población. No se trata de si se utilizan con mejor justicia o de acuerdo a una ética más elevada, la cuestión es que produce más pobreza, entendida en un sentido amplio. En toda sociedad, “el coste real de algo continúa siendo su valor en usos alternativos.” Por eso la máxima empresarial de que uno debe producir bienes o servicios por encima de sus costes y obtener así beneficio es un camino maravilloso para asignar correctamente recursos escasos que pueden destinarse a usos diferentes: si el precio es más alto de lo que la gente está dispuesta a pagar es que no lo necesitan tanto, prefieren destinar sus recursos a otra cosa, así que será mejor destinar el esfuerzo a producir esa otra cosa que sea más útil para la sociedad. El equilibrio se alcanza por sí solo.

La idea de los precios enlaza con otro de los aspectos más relevantes del libro de Sowell, los conceptos de oferta y demanda, cómo se relacionan con los precios y cómo afectan al bienestar de la población. Hay un principio económico muy básico que a nadie pasa desapercibido: en general, se compra más a precios más bajos. Habrá quien lo discuta, pero bueno, hay gente para todo. Por ejemplo, si el precio de los coches baja a 100€ se comprarán más. Igual con los tomates, la carne, la peluquería o las acciones. Aunque haya quienes digan que no, así pasa. Otro muy básico es el recíproco: en general, se produce más a precios más altos. Por ejemplo, si el pan se pagase a 10€ cada unidad habría más panaderos. Es difícil discutirlo sin parecer estúpido. Conozco un caso concreto muy elocuente: con los precios actuales del aceite de oliva, ¿qué dirás que está pasando en Andalucía? Habrá quien piense que los agricultores se están forrando, o los distribuidores, o los vendedores, o cualquier cosa por el estilo. Pero no, lo que está pasando es que se están plantando más olivos. Pues, aun siendo dos principios muy básicos, se tienden a obviar con frecuencia y se generan multitud de falacias y malas interpretaciones, y, en consecuencia, daño económico y malestar social. Estos dos principios coordinados nos llevan a lo que conocemos como oferta y demanda. En un mercado libre y competitivo, a diferencia de un monopolio, un cartel, un sistema socialista, etc., oferta y demanda son fluctuantes y tienden a equilibrarse, cristalizando en el precio que la mayoría está dispuesta a pagar por determinados bienes o servicios. Cuando ocurre alguna crisis en la cadena de producción, en la oferta de bienes o en las preferencias de consumo, los precios suelen alterarse con fuerza, pero solo por un tiempo, hasta volver a su punto de equilibrio. Sobra decir que el punto de equilibrio no tiene por qué satisfacernos a nosotros individualmente, pero sí se ajusta a las preferencias del conjunto de la sociedad, en promedio. Por eso con frecuencia se confunde ese precio con la avaricia del vendedor, cuando somos compradores y los precios nos parecen demasiado altos, o con cierta tiranía de una parte de la cadena de distribución, cuando somos vendedores y los precios nos parecen demasiado bajos. Estos errores de percepción llevan muchas veces a soliviantar los ánimos de los agentes políticos y a tomar medidas de precios máximos y mínimos que se consideran más justos, destruyendo la asignación de recursos escasos que tienen usos alternativos, esto es, perdiendo eficiencia, es decir, perjudicando al conjunto de la población. A menudo, esos precios “justos” se asocian a lo que se entiende por “valor real”. Pero nada hay más absurdo que el valor real de las cosas: ¿cuál es el valor real de un vaso de agua? ¿Alguien se atreve a ponerlo? ¿Vale lo mismo un vaso de agua en tu casa en Mirambel que en medio del desierto? Como decía, cuando se intervienen los precios se hace daño, sin embargo, si no se interviene, el precio termina por equilibrarse mediante estos dos principios coordinados, la oferta y la demanda. Por ejemplo, supongamos que un producto considerado necesario es demasiado caro para que todo el mundo pueda comprarlo, digamos carne de ternera, por los motivos que fuera. En libre competencia, poco tardaría el mercado en destinar recursos a ese sector, proliferando los ganaderos de vacuno al olor de las ganancias. Esto traería consigo mayor oferta, mayor competencia y, obviamente, descenso de los precios, con el consiguiente acceso de todo el mundo. Así de sencillo funciona sin necesidad de intervenir el precio de la carne. El caso inverso es igual de lógico: si el precio es demasiado bajo, los productores no ganan suficiente para subsistir; en tal caso destinarán recursos en otros sectores, disminuirá la oferta, subirá el precio y los que queden podrán vivir dignamente vendiendo carne. Obviamente, será un mal trago para el ganadero que tenga que dedicarse a otra cosa, pero será beneficioso para todos los demás que destine su esfuerzo a otra cosa. Se puede argumentar que no debería ser así, que todo el mundo debería poder comer carne a un precio justo y todos los ganaderos vivir dignamente, pero esa no es la cuestión: nuestros deseos voluntaristas no tienen por qué encajar con el mundo real, de hecho no suelen hacerlo, la cuestión es cómo asignar recursos escasos que tienen usos alternativos a la solución más eficiente para el conjunto de la población. Asociado a esta confusión está la de que si alguien vende algo ganando dinero, el que compra sale perdiendo, y que la transacción debería ser “justa”, que nadie gane ni pierda. No se me ocurre nada más estúpido: ¿si nadie sale ganando, para qué hacer la transacción? La realidad es simplemente la contraria: cuando se intercambia en libertad algo, ambas partes salen beneficiadas, tanto el vendedor como el comprador, pues uno adquiere algo que necesita y aprecia más que lo que cuesta y el otro recibe un dinero que estima en mayor valor que lo que vende. Depende, simplemente, del valor subjetivo que asignamos a las cosas, el cual depende a su vez de un sinfín de factores imposibles de computar.

Y ya que me sacas el tema, Sowell trata in extenso el control de precios. Seguro que te suena eso de garantizar unos precios mínimos y dignos para los agricultores, limitar el precio máximo de las mascarillas… El caso es que, obviando los dos principios básicos que se coordinan en oferta y demanda y cristalizan en los precios, la tentación de los políticos ha sido siempre limitar los precios, animados por los grupos de presión que pueden favorecer su continuidad en el cargo, ya sea un presidente democrático, un dictador golpista o un rey absoluto, todos tienen celo de su silla. La intención puede revestirse de bondad, y quizá lo sea, pero las consecuencias son siempre dañinas, pues evitan la asignación de recursos escasos de la forma más eficiente posible para el conjunto de la población, y causan, por tanto, un dolor innecesario. La insensatez más común es la de limitar el precio máximo de ciertos bienes, lo cual conduce inexorablemente a un problema de escasez. En esto rige el principio básico de que se produce más a precios más altos. De tan sencillo de entender avergüenza explicarlo, pero como no se termina de aprender, pondremos un ejemplo. Supongamos que en un determinado contexto el coste de hacer un pan y ponerlo en un mostrador a la venta es de 2€. —Hoy el pan se vende entre 50 cts y 1€, aproximadamente.— Puede parecer mucho, pero puede depender de mil cosas: una guerra en el lugar de origen del trigo, encarecimiento de los transportes, costes más elevados de la energía que consumen los hornos, escasez de mano de obra cualificada, subida de impuestos… No importa, podemos imaginar muchas causas lógicas, supongamos que ese es el coste. Digamos que el vendedor lo pone a la venta con un margen del 15% de beneficio, es decir a 2,30€, lo cual parece razonable. Pues bien, a ese precio no tardaríamos en ver una rebelión mediática contra el precio abusivo del pan, y a los políticos tentados a limitar el precio máximo a su “valor justo” o algo así, porque es «abusivo» que «los más necesitados» no puedan acceder a un producto tan básico como el pan. Supongamos que se establece el “precio justo” en 0,80€, ¿qué pasaría? Resulta obvio, ¿verdad? Los panaderos dejarían de producir, pues por cada pan que vendieran perderían 1,20€. De un día para otro veríamos escasez, todas las panaderías tendrían que cerrar. Es demasiado fácil de entender, sin embargo, no deja de suceder que los políticos limitan los precios máximos, con las mejores intenciones —quién sabe,— y mucha gente lo acepta de buen grado. El caso más trillado es el del control de alquileres de viviendas. La demagogia dice que es “injusto” que el precio de un alquiler supere un cierto valor, pues deja a mucha gente sin posibilidad de tener una vivienda “digna” o sin recursos para vivir “dignamente”. Sowell documenta un sinfín de ejemplos elocuentes que demuestran que el control de alquileres produce precisamente escasez de viviendas. Lo más obvio es que la oferta se reduce, por el principio de que se produce más a precios más altos, y viceversa. Mucha gente no estará dispuesta a alquilar su inmueble por menos de un cierto valor, o a construir viviendas para perder dinero, sin más. También obvio es que la calidad de los inmuebles mermará, los propietarios no gastarán tanto en mantener el edificio en buen estado si no pueden rentabilizar esa inversión. Sirve de ejemplo elocuente y gracioso, amén de cruel, el comentario de aquel socialista sueco que decía que el control de alquileres “parece ser la técnica más eficiente actualmente conocida para destruir una ciudad, después de bombardearla.” Sabía de lo que hablaba. En suma, habrá menos inmuebles en alquiler y peor conservados. De otra parte, la demanda aumentará, pues con precios lo bastante asequibles algunas personas que podrían compartir vivienda preferirán estar solas, o emanciparse antes, o tener una segunda vivienda en otra zona, o lo que fuere. Aquí rige de nuevo el principio de que se compra más a precios más bajos. El efecto coordinado de estas dos circunstancias, menor oferta y mayor demanda, producirá escasez sin remedio. En tal entorno de escasez, al cabo de poco tiempo será muy difícil encontrar una vivienda, y mucho más en buenas condiciones, dañando así al conjunto de la población. La intención era buena, conseguir que todo el mundo tuviera una vivienda digna, pero la consecuencia es desastrosa: casi nadie tiene una vivienda digna. El voluntarismo vuelve a estamparse contra la pared de la realidad como un idiota. Hay que asignar de forma eficiente los recursos escasos que tienen usos alternativos. Pero por más que se diga no se quiere aceptar la tozuda realidad. Por si fuera poco mal, hay un tercer efecto del control de alquileres, o cualquier otro bien: la aparición de mercados negros. Lo que significa el control gubernamental de precios es que se ilegaliza que dos personas realicen una transacción voluntaria de mutuo acuerdo. No es otra cosa, se prohíbe que dos personas lleguen a un pacto en libertad. Conviene no dejarse confundir por quienes imponen esas limitaciones diciendo que lo hacen en favor de quienes más lo necesitan: prohibido que llegues a un acuerdo libre y voluntario. Cuando esto sucede, ante la necesidad imperiosa, aparece el mercado negro para resolverla de forma ilegal. Más allá de los problemas obvios que esto puede generar, los precios en el mercado negro son muchísimo más altos, pues además de todos los costes sabidos hay que añadir los riesgos legales. En eso se ve envuelto quien necesita una vivienda y no la encuentra bajo el control de alquileres, a negociar a oscuras y sin garantías legales un precio altísimo por un inmueble que podría haber conseguido en mejores condiciones si no se hubieran impuesto restricciones legales. ¿O acaso pensamos, en el ejemplo anterior, que dejaría de haber pan? No, habría pan, muy por encima de los 2,30€, pero en un mercado negro, y sin garantías sanitarias. Y habría problemas y sanciones y conflictos sociales por traficar con pan fuera de la ley. Ya sé que parece una exageración, pero ha pasado con muchos productos básicos en economías fuertemente intervenidas por los gobiernos. “Aquellos que crean incentivos para la deshonestidad generalizada al promover leyes que hacen del comportamiento honesto algo financieramente imposible están, en muchos casos, entre los más indignados ante la deshonestidad, y son los últimos en considerarse responsables de ella en cualquier forma. Los incentivos provocados intencionadamente, son solo una de las formas de deshonestidad promovidas por las leyes de control de alquileres.” Sowell da cuenta de ello con suficientes ejemplos que no voy a citar para no resultar prolijo, tú me entiendes.

El otro problema grave es el de fijar precios mínimos, precios que alguien considera “justos” para los productores, sobre todo en bienes básicos y necesarios. Te sonará muy habitual en la agricultura y la ganadería. Con qué fortaleza moral y empatía se defienden tales políticas, ¿verdad? Como ya sabes, según el principio de que se compra menos a precios más altos, esta estrategia de precios mínimos garantizados conlleva excedente de producción, sin remedio, lo contrario de antes. En consecuencia, tales excedentes tampoco permiten que los productores reciban el dinero que esperan, porque no venden tanto como desean, y a su vez los consumidores pagan más de lo que pagarían con precios libres. Además, se consume menos de tales productos que se consideran básicos y necesarios, llegando a la conclusión de que o bien no eran tan necesarios o bien la política ha conseguido que la población pueda vivir con menos, sin beneficiar a los productores. A menudo se subvenciona desde el gobierno la producción de estos bienes para que los productores reciban “beneficios justos” y “dignos” por su trabajo. Esto no es ni más ni menos que obligar a los consumidores a pagar indirectamente, mediante los impuestos, un coste mucho más alto por aquello que no están dispuestos a consumir a tales precios, en beneficio solamente de los productores. Más allá de que es una agresión robar a unos para darles a otros, con ello se están asignando recursos escasos a fines que no son eficientes y empobrecen a la población en general. Tú quieres el gas a 10, pero cuesta 30, el gobierno pone los otros 20 para que a ti te cueste 10 y estés contento, pero te lo cobra luego en impuestos. El otro camino es que el gobierno compre el excedente, que también lo pagas tú indirectamente. Esto es así porque no se permite que el mercado regule la oferta y la demanda de bienes a través del precio, que no es más que el indicio de dónde son más apreciados y eficientes los recursos disponibles para el conjunto de los ciudadanos. A mayores, este despropósito de los precios mínimos garantizados por el gobierno puede llegar a extremos absurdos. Sowell documenta, por citar solo un par de ejemplos, el exterminio de seis millones de cerdos en USA en 1933 para mantener los precios mínimos de la carne, mientras la desnutrición era un problema fundamental durante la década de los 30. O el caso de la India, en el que The New York Times titulaba: “los pobres se mueren de hambre mientras el excedente de trigo se pudre.” El gobierno compraba y almacenaba los excedentes de trigo durante años para mantener los precios mínimos fijados por ellos mismos. Duele hasta las lágrimas la información de 2002: “el gobierno estaba gastando más en el almacenamiento de su producción excedente que en agricultura, desarrollo rural, irrigación y control de inundaciones juntos.” Y mientras, el hambre. En USA en 2001 los consumidores pagaron 1900 millones de dólares por sobreprecios inflados en productos azucarados mientras el gobierno gastó 17 millones en almacenar excedentes de azúcar. Esto no mata de hambre, pero es una asignación de recursos escasos muy ineficiente, o más bien un despilfarro, que reduce el bienestar de la población. Salieron beneficiados los productores de azúcar y los burócratas relacionados con las medidas de precios mínimos garantizados. El resto no. Conviene no dejarse engañar por el voluntarismo de los “precios justos” para los productores. La economía y el bienestar nada tienen que ver con la demagogia pintada de buenas intenciones: “cada vaca de la UE recibe más subvenciones diarias de lo que necesitan para alimentarse la gran mayoría de los habitantes del África subsahariana.” Y si con estos datos no se le cae a nadie la cara de vergüenza, no seamos tú y yo quienes miremos para otro lado como si no pasara nada.

Como ves, estos desastres económicos se pueden evitar observando solamente los dos principios básicos mencionados antes: se compra más a precios más bajos y se produce más a precios más altos. Con la coordinación de ambos en un mercado libre surgen los precios, como indicio de dónde se deben asignar los recursos escasos que tienen usos alternativos. Olvidarse de algo tan sencillo trae consecuencias penosas para el conjunto, dolor, pérdida de bienestar, hambre… Pero no aprendemos, preferimos acudir a nuestros deseos de lo que debería ser, de lo justo y lo digno, y refugiarnos en la ideología de la bondad, aislados del mundo real. Sowell lo recuerda con una cita muy simple: “A pesar de que los principios básicos de economía no son muy complicados, la facilidad con la que pueden ser aprendidos también los hace sujetos a ser menospreciados como ‘simplistas’ por aquellos que no quieren aceptar análisis que contradigan sus más arraigadas creencias.” 

Te dejo ya con tus cosas, que un poquito de economía puede estar bien, pero tampoco hay que pasarse, y me despido con una cita del autor, una que enlaza la economía libre con la ausencia de guerras:

«Uno de los beneficios incidentales de la competencia y repartición a través de los precios, es que las personas no tienden a verse como rivales, ni desarrollan el tipo de hostilidad que la rivalidad puede traer consigo.»

Escohotado no se cansaba de recordar que en las sociedades de libre comercio las costumbres son amables. Y cuánta razón tenía.

Thomas Sowell

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