«Pero él dejó el consejo que los ancianos le habían dado, y pidió consejo de los jóvenes.»
Primer libro de los reyes, 12-8.
¿Por qué el discurso anticapitalista cala tanto entre los jóvenes? ¿Será que en su inocencia advierten con facilidad el problema? ¿Será al revés, que su ingenuidad les impide reconocer las bondades del capitalismo? ¿Serán razones de otra índole, ajenas a la idea en sí, de raíz psicológica, que les haga propensos a rechazarlo? ¿Habrá escondida alguna razón antropológica tal vez? Y la biología humana… ¿es anticapitalista? No será en vano reflexionar unos minutos sobre ello, sin olvidar que no hemos probado la premisa inicial.
En respuesta a un vídeo de réplica que publiqué en Youtube, a raíz de los comentarios sobre el breve ensayo titulado “Economía básica, de Thomas Sowell”, Nazareth Peña, una de las seguidoras del canal, me preguntó precisamente eso: ¿por qué crees que el discurso anticapitalista cala tanto entre los jóvenes? Me tentó la pluma a escribirle tres razones de peso en un suspiro, pero me di cuenta de que si analizaba la pregunta con rigor formal no iba a saber darle ninguna respuesta que mereciese tal nombre. Y aquí estamos un mes después, ensayando conjeturas con la reflexión suficiente para descubrir, sino una luz, al menos una duda. Porque la duda, para el escéptico, es la sementera del conocimiento. Y aléjenos la suerte de aquellos que tienen bien claras las cosas más complejas.
Echando el ancla al fondo de la cuestión, cabe preguntarse cómo interviene la biología en los jóvenes. Estaremos de acuerdo en que por lo común, sin entrar en sutilezas técnicas, son más rebeldes e inconformistas. Supongo que la naturaleza, en nuestros primeros pasos, nos dota de mayor voluntad y energía para modificarla, y es por tanto en la juventud cuando más se tiende a confrontar con el orden de cosas establecido, cuando se tiene una ilusión más viva por alterar el entorno a nuestra conveniencia y, en definitiva, por cambiar la sociedad para hacerla como nos parece mejor. Lo cual no es óbice para que este fenómeno se dé en personas de cualquier edad, y en muchos casos con mayor intensidad, simplemente señalo un hecho que, a mi juicio, es general. Para avanzar en la cuestión, debemos aceptar esto como axioma, aunque cabría aportar alguna justificación lógica que lo confirme, más allá de mi intuición y la tuya. Para no ser demasiado prolijo, podemos decir que la tendencia se confirma en el extremo: un anciano en sus últimos años de vida no suele tener la misma ilusión por cambiar las cosas que cuando era joven, tanto menos cuanto más cerca esté de la muerte. Dando por bueno el axioma, podemos aludir a un aspecto antropológico de la cuestión, de índole social y política: la ideología clásica de izquierda es la que más se posiciona a favor del progreso, en su sentido literal de avance, al contrario que la ideología de derecha, que tiende a conservar los principios establecidos, el orden tradicional de las cosas, y es reacia a los cambios y a la innovación. Utilizo los términos de izquierda y derecha en un sentido laxo y amplio, muy generales, con los que podemos estar todos cómodos, sin acercarnos a los matices. En el seno de esta dicotomía clásica podemos enmarcar ese sentimiento de rebeldía contra el orden establecido dentro de la ideología de izquierda, o al menos podemos conceder que es esa ideología, y no la conservadora, la que mejor puede acoger la ilusión por los cambios. Sé que puede parecer simplista e impreciso hablar de izquierda y derecha, en tanto que son términos obsoletos en la actualidad y están tan manoseados que han perdido casi todo su significado, pero en este caso creo que son muy pertinentes, entendidos con el sentido arquetípico y amplio al que hacía referencia más arriba, por más que nadie se identifique con ellos por completo. Por otra parte, y ahora sí entrando en lo práctico de las cosas, las posiciones políticas actuales que de algún modo se inspiran en la ideología clásica de izquierda, beben de un criterio antagonista para con el dinero, y por extensión con el capital, toda vez que tienen como fuente de conocimiento los principios marxistas, o los de sus predecesores, o los de sus epígonos. No quiero decir con esto que hayan de ser marxistas por antonomasia, pues el movimiento woke estadounidense, por poner un ejemplo reconocible, no sería del agrado de Marx si levantara la cabeza. Lo que sugiero, simplemente, es que todas esas corrientes que de algún modo son cercanas a esa fuente ideológica tienden a compartir el rechazo al capitalismo en cierto grado. Así pues, si no erramos en nuestra percepción de las cosas, los jóvenes, que por lo común son más proclives a los cambios, por lo general se encontrarán más cómodos en entornos ideológicos de pensamiento clásico de izquierda, y en cierto modo tenderán a aceptar mejor posturas contrarias al capitalismo. Esta reflexión no nos lleva a concluir que los jóvenes son anticapitalistas, en absoluto, sino solamente a que podamos atisbar una tendencia desfavorable al capitalismo en la que intervienen factores biológicos y antropológicos que podemos observar en nuestras sociedades occidentales. Esto no da respuesta a la pregunta de Nazareth, por qué cala tanto en ellos el discurso anticapitalista, pero puede ayudar a entender una parte.
Ahí, en el fondo del océano, podemos rastrear también los factores psicológicos y cognitivos que puedan intervenir en la cuestión. A mi juicio, y tengo la certeza en ello, existen razones de esta índole que facilitan el rechazo al capitalismo, o al menos por oposición al comunismo, entendido este en un sentido laxo y genérico nuevamente, sin entrar en detalles. Me explico. El capitalismo no es un sistema económico intuitivo, al contrario, requiere de un cierto esfuerzo de abstracción y análisis lógico para ser comprendido, del mismo modo que sucede con la relatividad, la rotación de la tierra o el álgebra tensorial. El comunismo, en cambio, es fácilmente entendible desde el sentido común. Todos somos comunistas en nuestro círculo más íntimo, en nuestra casa compartimos el baño y la nevera con la familia y los invitados, sin contratos, sin ahorros, sin inversiones de capital para hacer una paella. Los niños crecen en un seno donde los bienes de consumo se comparten de forma solidaria y generosa y los medios de producción se usan por toda la familia para el bien común, sin derechos de propiedad. De ahí que sea cómodo, desde un punto de vista cognitivo, extender ese modo de proceder en el seno familiar al círculo inmediato de las amistades, y luego al de las personas cercanas con las que uno se relaciona, al vecindario después, al pueblo, y así alcanzar al cabo a toda la sociedad. Y es deseable conseguir una fraternidad tal en la humanidad entera como la que tenemos en casa, y no son pocos los que con un corazón tierno y amable se esfuerzan por cambiar la sociedad y convertirla en algo así. Pero se olvida una premisa que siempre hace fracasar el plan, si me permites la digresión: esa especie de comunismo familiar se fundamenta en una relación de amor mutuo, que todo lo puede; sin embargo, en un círculo más amplio donde no existen tales relaciones de afecto las bondades del comunismo se difuminan y se resquebrajan ante la fuerza del interés particular. Sea como fuere, y aunque se pueda discutir esta interpretación personal tan innecesaria para lo que nos ocupa, el caso es que el concepto de comunismo está a nuestro alcance de forma inmediata e intuitiva desde la infancia, mientras que el concepto de capitalismo requiere, como decíamos, de un proceso de aprendizaje. Si esto es así, será más fácil que los jóvenes tiendan a preferir las ideas comunistas sobre las capitalistas, entendidas, insisto, en un sentido amplio y relajado, toda vez que son jóvenes y no todos habrán transitado todavía el arduo camino de la abstracción y el razonamiento lógico en materia económica. Habrá quienes digan que esto no es así porque el capitalismo es tan sencillo e intuitivo de entender como el comunismo, y más adelante expondré por qué se equivocan, cuando lleguemos a la superficie de la esencia ideológica, que aún estamos en el fondo del mar. En todo caso, lo dicho ahora tampoco resuelve la pregunta de Nazareth, pero ayuda a comprender un poquito más la posible tendencia.
Siguiendo nuestra línea antropológica de reflexión, no debemos soslayar la importancia de la religión, ni en este ni en ningún otro caso en el que intervenga el comportamiento humano. Me refiero a la influencia que ha podido tener en nuestras sociedades occidentales el cristianismo. Que nadie se incomode porque no abarco la cuestión en toda su amplitud: intento dar respuesta solamente a la pregunta de Nazareth, que, obviamente, se refería a los jóvenes de nuestra sociedad, y no a los de Corea del Norte ni a los de la Enana Elíptica de Sagitario. La idea de la fraternidad universal, en la que todos somos hermanos, hijos de Dios, supone de algún modo que todos tenemos intereses comunes que han de ir de la mano, donde la solidaridad, la compasión, el auxilio al prójimo, la bondad, son virtudes que debemos compartir. Ante la perspectiva del cielo, este mundo material no ha de confundirnos con sus golosinas terrenales, y el desprecio a los placeres carnales, a los bienes tangibles, a la riqueza, es un buen camino para la salvación. Así, la pobreza se eleva hasta la idea de virtud, se dignifica a los últimos, porque serán los primeros en el reino de Dios, se santifica al que nada tiene y todo lo comparte, se censura el lucro, se castiga moralmente el beneficio económico. Si todos somos hermanos, en esta familia universal no cabe otra cosa que compartir generosamente todo lo que tenemos, ponerlo en común y sin apegos, unidos por nuestros lazos de amor mutuo. «El alma generosa será prosperada», se lee en Proverbios 11, 25, a colación de que «hay quienes retienen más de lo que es justo, pero vienen a pobreza,» condenando al que gusta del dinero más allá de lo que la Escritura considera bueno, de manera proverbial. Siendo así que vivimos en sociedades construidas a partir de la moral cristiana, por más que la mayoría reniegue ahora de sus dogmas, y aunque muchos puedan pensar que ese cielo es una patraña inventada y sin sentido, lo cierto es que no podemos pasar por alto la influencia que ese pensamiento ha ejercido en la perspectiva que se toma respecto del dinero, de la economía en general, donde no solo es que el capitalismo no encuentra buena aceptación, sino que el mero hecho de interesarse por los asuntos económicos está mal visto, toda vez que son asuntos terrenales de la menor trascendencia. Por más que algunos quieran negar nuestras raíces morales, ahí están, y del mismo modo que en nuestra sociedad no goza de buena reputación un hombre que tenga varias mujeres, o viceversa, no está bien visto que alguien se interese por los bienes materiales, por el dinero en especial, ni por la economía en general. Sin servir este punto de vista para zanjar la cuestión, ayuda un poco a entender por qué los jóvenes pueden sentir cierta tendencia a rechazar el capitalismo, igual que, por cierto, cualquier otra persona, aunque quizá más en tanto que jóvenes son, como dije antes, al no haber tenido tanto tiempo de someter esos prejuicios a análisis crítico.
Hasta aquí hemos puesto en la mesa factores del fondo del mar, profundos e internos, que podrían explicar esa querencia de los jóvenes por aceptar de buen grado el discurso anticapitalista. Sin embargo, uno de los aspectos fundamentales es externo a ellos: el sistema educativo que les ha tocado en desgracia sufrir. Sin ánimo de hacer sangre aquí, que sabes de mis discrepancias con la institución de la enseñanza, el hecho indiscutible es que no se enseña economía en las escuelas, al menos no como ciencia social. Los jóvenes no conocen los fundamentos del capitalismo en su estricto sentido económico, tampoco los del comunismo ni los de ningún otro sistema. No estudian la base teórica, tampoco la historia ni los ejemplos prácticos y sus consecuencias probadas. Sin entrar en el debate de si esto es así por mala fe de los políticos o por dejadez e ineptitud, el hecho es que los jóvenes amanecen huérfanos de conocimiento científico, y, como dijimos más arriba, el capitalismo no es intuitivo, requiere esfuerzo de análisis, estudio crítico, aprendizaje, para ser entendido. No es difícil, en absoluto, pero no basta con lo obvio del sentido común. Pongamos un ejemplo para ilustrar la idea. Supongamos que en un determinado entorno los precios de la leche suben tanto que los más pobres tienen un acceso difícil a ella. El sentido común nos dice que si se limita el precio máximo de la leche para que todos puedan comprarla conseguiremos que a los más necesitados no les falte. Sin embargo, cuando se limita el precio máximo se producen dos fenómenos inexorables: escasez y mercados negros encarecidos. En tal coyuntura, los más pobres no pueden tomar leche salvo quizá la dosis racionada por decreto gubernamental. Este fenómeno no es intuitivo, requiere de un esfuerzo intelectual, no muy grande, pero que hay que tomarse el tiempo de hacer. Las ideologías políticas, obviamente, ofrecerán caminos diversos para afrontar los problemas, pero el estudio científico de los fenómenos económicos es imprescindible para poder elegir con mejor criterio entre las opciones posibles. Con un sistema educativo que olvida este conocimiento, los jóvenes tendrán que rellenar el hueco de su ignorancia mediante su propia curiosidad, y, siendo jóvenes, una vez más, no todos habrán tenido tiempo de formarse una opinión certera sobre la ciencia económica, y serán más propensos a aceptar ideas intuitivas sobre economía antes que acoger otras como las del capitalismo que en ocasiones parecen contradecir el sentido común.
Así pues, dando rodeos y levantando el ancla llegamos al hueso de cereza del asunto: los jóvenes no saben qué es el capitalismo, por cuestiones diversas que abundan en el desconocimiento científico. Y nos quedamos cortos si pensamos solo en los jóvenes, pues tampoco es virtud humana la del sacrificio intelectual, la de cultivar la mente a fuerza de lectura y reflexión crítica. Es un drama que no se cura con la edad, más bien al contrario: a partir de cierta estructura de principios, que se cimienta en la juventud y se consolida en la madurez, resulta casi imposible aprender algo nuevo que ponga en tela de juicio la perspectiva que uno tiene del mundo. Hay que tener una mente muy abierta, muy escéptica y muy inteligente para no cerrar las puertas de lo ideológico a partir de cierto momento de la vida. Por más evidencias que le pongas delante, no conseguirás que en la vejez un sacerdote cristiano se convierta al judaísmo, ni un rabino al islam, ni un imán deponga a Alá del trono. Sería para ellos un terremoto mental insufrible, tanto como para enloquecer. Volviendo al hueso del pruno, lo que no se conoce no se puede apreciar. Y, en paralelo, es fácil dejarse persuadir por ideas que simplifican y etiquetan con doblez el concepto de capitalismo, para evitar el esfuerzo de estudiarlo, para mantener nuestra creencia previa a salvo, apoyados por el sesgo de confirmación. Y no descubrimos nada si advertimos que los políticos pueden estar muy interesados en hacerlo, políticos de toda índole, desde un extremo al otro, pues un sistema económico capitalista reduce al mínimo su poder, y eso es algo que va en contra de su esencia. No debe asombrarnos que se esfuercen por hacer del capitalismo algo desconocido, que les va la vida en ello.
En conclusión, podemos afirmar que por diversos caminos los jóvenes tienen obstáculos para conocer el capitalismo y razones suficientes para desconocerlo. Así sucede que con el término capitalismo se confunden ideas que nada tienen que ver con él. El consumismo, por ejemplo, que es justo lo contrario; el mercantilismo, frontalmente opuesto al capitalismo, en tanto que se apoya en el abuso económico del Estado; el ansia desmedida por el dinero y por enriquecerse, que son defectos propios del ser humano y ajenos al capitalismo; la ley de la selva en lo económico, descuidada de lo social, si bien el capitalismo se sustenta en la firmeza de los acuerdos, de los contratos y del respeto a la igualdad jurídica; el individualismo, que está en las antípodas del capitalismo, en tanto en cuanto este se sustenta en la cooperación social… En resumen, que se le asocia al capitalismo ideas negativas que nada tienen que ver con él, con evidente mala fe de sus detractores, pues ya sería casualidad que todas las versiones equivocadas del capitalismo coincidan en su maldad y ninguna le atribuya nada bueno. Eso nos llevaría a estudiar por qué, pero escaparía de la ambición de este pequeño ensayo. Podemos quedarnos con lo que buscábamos: el principal enemigo del capitalismo es el desconocimiento. En cualquier caso, no dudo que se pueda estar en contra del capitalismo desde una postura razonada, lógica y coherente, ni mucho menos. Es más, no estoy haciendo una defensa del capitalismo en modo alguno. Solo digo que el desconocimiento es su principal enemigo, que la mayoría de sus detractores lo son por ignorancia, y que el discurso anticapitalista quizá cale tanto en los jóvenes por los motivos que venimos mencionando, relacionados con la falta de instrucción.
Ahora bien, y volviendo al principio para cerrar la trama de esta historia al gusto de Aristóteles, con un giro de los acontecimientos del que ya te dejé las migas en el primer párrafo: hemos dado por buena una premisa que no está probada. Nazareth nos preguntaba por qué cala tanto el discurso, y hemos asumido que es así, que cala bien. Pero carecemos de confirmación de ese hecho. Si recuerdas, los jóvenes son rebeldes y quieren cambiar el statu quo, por naturaleza biológica. El entorno en el que viven, desde hace demasiado tiempo, no es capitalista en un sentido limpio: es una socialdemocracia donde las virtudes de una economía capitalista brillan por su ausencia, donde la intervención estatal presiona con un esfuerzo fiscal que alcanza el 70%, donde la socialización de todos esos recursos, extraídos por la fuerza a los ciudadanos, es una máxima para todos los políticos, desde Vox hasta Sumar, que asfixia de tal manera a los trabajadores que hace imposible prosperar, progresar, mantener viva la ilusión de mejorar en la vida. Y ante tal coyuntura inclinada al socialismo económico y contraria al capitalismo, consensuada por todos los partidos políticos desde hace tanto tiempo, los jóvenes puede ser que se rebelen y descubramos, de forma inesperada, que son menos anticapitalistas de lo que pensamos. Hoy, el liberalismo es lo progresista, lo transgresor. Y el capitalismo, no lo olvidemos, es el sistema económico que se sostiene, precisamente, en las ideas de la libertad.
*
Puedes encontrar el libro de Sowell aquí, en varios formatos de papel y electrónicos.
*
Si quieres estar al tanto de mis publicaciones solo tienes que dejar tu correo y te llegará una notificación con cada texto nuevo:
*
Si te gusta mi trabajo y eres tan amable de apoyarlo te estaré siempre agradecido. Así me ayudarás a seguir creando textos de calidad con independencia. Te lo recompensaré.
Puedes suscribirte por 2 € al mes. A cambio tendrás acceso a todo el contenido exclusivo para suscriptores y te librarás de la publicidad en la página. También recibirás antes que nadie y sin ningún coste adicional cualquier obra literaria que publique en papel. Puedes abandonar la suscripción cuando quieras, no te guardaré ningún rencor.

