“Proteger a los productores menos eficientes no tiene sentido ni a nivel doméstico ni a nivel internacional.”
T. Sowell – Basics Economics, 2000

¿Salvar un empleo significa salvar la economía? Es frecuente que los políticos tomen medidas para conservar determinados empleos. Pero, ¿realmente lo consiguen? ¿O es al revés, perjudican gravemente a la población en su conjunto? Hoy revisamos la falacia de la composición que subyace a ese pensamiento emotivo y de buena voluntad de la mano de Thomas Sowell en un nuevo episodio de esta serie sobre su obra Economía básica.
A menudo se piensa que las condiciones económicas de un individuo son aplicables al resto, o, de forma más general, que el entorno que resulta beneficioso para una parte de la economía se puede extrapolar a otros sectores o incluso a todo el conjunto. Es decir, en esencia, se tiende a pensar que lo que beneficia a una parte no perjudica a otras, y por tanto el conjunto resulta beneficiado. Sin embargo, ese razonamiento no es lógico, en tanto que las condiciones que benefician a una parte de la economía no son inocuas para el resto. A este argumento ilógico Sowell lo denomina falacia de la composición.
Con demasiada frecuencia, las decisiones políticas se apoyan en esa idea para imponer medidas correctoras de la economía que satisfagan a una parte de sus posibles electores, aun a costa de perjudicar al resto. O, más bien, conscientes de que la mayoría aceptará las medidas si la falacia de la composición se difunde de manera convincente.
Las falacias más comunes orbitan alrededor de la protección de los empleos y de los salarios de los trabajadores. Mediante una adecuada propaganda que apele a las emociones de los votantes no es difícil conseguir que la mayoría acepte de buen grado una medida que rescate a una empresa, sobre todo si es estatal, o que proteja mediante aranceles a un sector, o que imponga unas condiciones legales ventajosas a quien las necesita, o que disponga de ayudas económicas de algún tipo. Siempre que el discurso justifique que la medida salvará los empleos de la empresa en quiebra será bien recibida. Si los aranceles son para “proteger a nuestros agricultores” es difícil oponerse a ellos. Cuando las nuevas leyes se promulgan para ayudar a un sector en dificultades y mantener unos salarios dignos son bienvenidas. Si las ayudas son para fomentar un sector en desarrollo, fenomenal. O lo contrario, ayudas para sostener un sector en decadencia, cuyos empleos podrían desaparecer sin ese apoyo. En definitiva, es difícil que la mayoría de votantes no se conmueva ante el sufrimiento de trabajadores que ven peligrar su empleo o sus condiciones laborales. Es difícil que los políticos no se plieguen a sus reivindicaciones si ejercen la suficiente presión mediática, máxime cuando los posibles votantes avalan con sus sentimientos ese deseo de salvación.
Sin embargo, tal deseo está inspirado en un argumento falaz que puede acarrear funestas consecuencias para el conjunto de la economía, las cuales se desconocen o no se quieren mencionar. Como decíamos antes, el error del razonamiento consiste en pensar que esas medidas son inocuas, pero nunca lo son. Repasando los cuatro ejemplos anteriores, si se rescata a una empresa, aun con el argumento de salvar los empleos, se hace con los impuestos recaudados del resto del tejido productivo, y el dinero que recibe una no lo reciben las demás. Si se ponen aranceles en un sector, todos los consumidores estarán pagando precios más altos por sus productos, lo cual no es, obviamente, inocuo. Cuando se firman leyes que benefician a una parte se perjudica al resto, que preferiría disfrutar de unas condiciones legales igual de ventajosas. Si se ayuda a un sector se hace también con el dinero recaudado de los demás, y la elección no es imparcial, todos quieren recibir ese privilegio.
Hasta aquí supongo que todos podremos estar de acuerdo de que tales medidas que benefician a unos no son inocuas para los demás, con independencia de que resulten en una mejora del conjunto de la economía o en un empeoramiento. Y esa es la clave para entender la falacia de la composición a la que alude Sowell, un razonamiento ilógico que no asocia las consecuencias que puede tener una medida aplicada en una parte sobre el resto de la economía. La tarea del político debería ser conocer, analizar y sopesar esas consecuencias para evaluar el impacto de la medida, utilizando la razón en lugar del corazón. Si fueran útiles y honestos, expondrían esas conclusiones al conjunto de la población, en lugar de ocultarlas o, simplemente, no tenerlas en cuenta. De ese modo, con independencia de que la decisión tenga una tonalidad política u otra, los votantes podrían enjuiciar las medidas de acuerdo con sus propios criterios y creencias y encauzar de ese modo su voto futuro. Es decir, podrían estar informados y obrar en consecuencia, dejándose llevar por sus sentimientos si así lo quieren, pero a conciencia.
Ahora es el momento de abordar la naturaleza desastrosa de las medidas que pretenden corregir el mercado inspiradas en la falacia de la composición. Sowell alude, en su obra Economía básica, a un ejemplo simbólico muy interesante: el de una gran empresa en quiebra con miles de empleos que el Gobierno se plantea rescatar. Obviamente, el dinero destinado a ese rescate, cuyo origen no es otro que el de los impuestos del resto, podría destinarse a muchos otros fines útiles y nobles. La elección política consiste en destinar esos recursos escasos a un fin concreto, rescatar a la empresa, aun teniendo usos alternativos. Si recordamos la definición de Robbins, ese escenario es precisamente el que estudia la economía. Cuando la decisión se toma por criterios emotivos, para que no se destruyan esos miles de empleos, tras los cuales hay familias, vidas y sentimientos, no se están utilizando criterios de ciencia económica que resulten beneficiosos para el conjunto de la población, sino argumentos falaces que no destinan los recursos escasos a su uso óptimo. Lo deseable para el conjunto sería, sin duda, que el dinero se destine al uso más beneficioso para el conjunto. De tan obvio molesta pronunciarlo.
Pero más allá de esa obviedad acerca del destino del dinero, hay algo que resulta más dañino aún para el conjunto de la economía: se piensa de forma falaz que esos empleos que se salvan con el rescate son una ganancia neta, es decir, se salvaguardan en lugar de perderse para siempre. Pero en realidad eso es un disparate conceptual. Los empleos de la empresa en quiebra son recursos escasos, es el tiempo y el conocimiento de los trabajadores, que se van a seguir malgastando en una empresa ruinosa en lugar de utilizarse en otro lugar más eficiente para el conjunto de la población. Y todo ello a costa de extraer dinero del resto del tejido productivo para mantener esa ineficiencia.
Obviamente, no podemos desconocer que detrás de un empleo hay una persona con sus condiciones vitales, y que someterse a la pérdida de un empleo no es trago de buen gusto para nadie. Y es en ese sentimiento de compasión donde anida la falacia de la composición. Si se mira con una perspectiva amplia y fría, que una persona cambie de empleo y destine sus esfuerzos en una empresa productiva será mucho mejor para todos, incluido él mismo, en lugar de seguir enterrando su trabajo en una empresa ruinosa. Porque no olvidemos que una empresa con pérdidas económicas evidencia que sus costes de producción son mayores que el beneficio que aporta a la sociedad. Los números rojos no son otra cosa que un indicativo luminoso de dónde no hay que invertir. Y no de forma caprichosa, sino simplemente porque la población, en ejercicio de su libertad, no está dispuesta a pagar por sus productos o sus servicios tanto como cuestan. En otras palabras, valoran lo que la empresa produce en menos de lo que cuesta producirlo.
Así pues, es claro que el problema no radica aquí, en trabajar en otra empresa más útil, sino en la facilidad que pueda tener la persona para encontrar otro empleo. Eso es lo que mueve nuestras emociones. Sin embargo, ese concepto enlaza con otras cuestiones que escapan de este breve ensayo. Sowell las aborda en otros epígrafes de su libro. Te remito a la serie de vídeos “Economía básica” de este canal, en especial a los episodios sobre Los salarios y La explotación laboral, para más información sobre ello, aunque volveremos sobre este asunto en episodios futuros. En definitiva, para poder continuar, Sowell explica a este respecto que esa dificultad para encontrar otro empleo también es causa de regulaciones laborales, por más que estén revestidas de buenas intenciones.
Sowell nos ofrece un ejemplo concreto de las consecuencias desastrosas de las medidas proteccionistas, no ya en una empresa en quiebra, sino en el sector del acero en USA. El caso es paradigmático del daño que puede producir el proteccionismo del producto local. Como sabes, es muy habitual que los políticos hinchen el pecho prometiendo regulaciones y medidas que protejan a los productos autóctonos frente a los competidores extranjeros, aludiendo a criterios de lo más peregrino: competencia desleal, explotación laboral, estándares de calidad deficientes, etc. Si fuera tan evidente bastaría con dejar que los consumidores decidieran no comprarlos, no haría falta dar tantas explicaciones. Además, apelar a la emotividad patriótica suele resultar efectivo para ganar votos. Sin embargo, saben y temen que sin protección gubernamental los productos locales de algunos sectores no pueden competir con los de fuera, y dichos sectores pueden ejercer mucha presión mediática para obtener privilegios regulatorios. Se olvida, como dijimos antes, que la protección acarrea que todos los consumidores, todos, paguen más por lo mismo.
El caso del acero que ofrece Sowell ya lo ves venir: una industria potente en USA, en decadencia por falta de competitividad con el exterior. Quizá no en calidad, pero sí en eficiencia de costes. Sin entrar aquí en fechas y detalles que Sowell sí refleja en su libro, el Gobierno decidió proteger a las empresas del sector con aranceles sobre el acero extranjero. La medida pretendía salvar unos 5000 empleos. Con el paso del tiempo sucedió lo que se esperaba, se conservaron esos 5000 empleos en empresas ineficientes y se ingresaron 240 M$ por aranceles.
De acuerdo con las buenas intenciones de la medida, inspirada en la falacia de la composición, se podría pensar que el conjunto de la economía estadounidense salió ganando. Sin embargo esa no fue la realidad, las consecuencias fueron dramáticas. Como ya hemos explicado, una de ellas fue que los trabajadores siguieron dilapidando su esfuerzo en empresas ineficientes, en lugar de destinar su talento a otro uso más beneficioso para la sociedad y para ellos mismos, aunque estuviesen destinadas a la quiebra. Como puedes sospechar, el precio del acero se mantuvo inflado porque la mercancía extranjera no podía entrar a competir a causa del sobrecoste del arancel. En este caso, la población en general no consume directamente el acero, y ese dolor no se nota en los bolsillos domésticos. Sin embargo, se dejó ver con mayor claridad en las industrias manufactureras estadounidenses que dependían del acero: perdieron 600 M$ y 26000 empleos por el incremento de los costes. El balance para el conjunto de la economía fue calamitoso, una pérdida neta del doble de lo que se pretendía ingresar y la destrucción de cinco veces más de empleos de los que pretendían conservar. Eso sin tener en cuenta otros efectos encadenados todavía más perjudiciales, aquellos que sufrieron las empresas y consumidores que dependían a su vez de las empresas manufactureras que soportaron la catástrofe.
Este caso de los aranceles, en apariencia inocuo, ilustra la idea de Sowell. En definitiva, podría alcanzarse la misma conclusión si analizamos el efecto de las ayudas económicas, los rescates financieros o las regulaciones privilegiadas, pero estoy seguro de que sabes hacerlo sin necesidad de aportar más ejemplos. En conclusión, los fondos estatales y los empleos son recursos escasos que tienen usos alternativos. Decidir su uso óptimo no es tarea del político, porque ese conocimiento es imposible de centralizar. Hacerlo, aun con la mejor de las intenciones, es perjudicial para la población en su conjunto, pero aún más si se hace armado con argumentos falaces inspirados en las emociones y la demagogia.
Para terminar, recojamos una reflexión de Sowell al respecto.
“Proteger a los productores menos eficientes no tiene sentido ni a nivel doméstico ni a nivel internacional. Independientemente de cuántos trabajos se puedan salvar, estos de ninguna manera representan trabajos netos que han sido salvados en la economía en su conjunto, sino que simplemente representan la protección de algunos trabajos a costa de otros, al mismo tiempo que se sacrifica a los consumidores. Cuando algunos empleos o empresas en particular sucumben ante una competencia más eficiente, ya sea doméstica o internacional, los recursos que tienen usos alternativos pueden ser destinados a aquellos usos alternativos, y de esta manera incrementan la producción nacional. De igual manera, prevenir este tipo de intercambio salva relativamente muy pocos empleos a costes muy altos por empleo, como en el caso de los países de la UE, o salva empleos en una industria pero hace que se pierdan otros tantos en otras industrias, como es el caso de los aranceles sobre el acero en USA.”
En una sociedad demasiado regulada por el Estado, donde el Gobierno tiene poder para establecer leyes en ámbitos en los que no debería intervenir, donde tiene presupuesto suficiente para satisfacer voluntades y alimentar votos, siempre habrá interesados en ejercer presión para obtener privilegios. Siempre habrá empresas, patronales, sindicatos, regiones, sectores o colectivos que se enfrenten a la pérdida de sus negocios y empleos. Eso no dejará de suceder debido a múltiples factores, competencia internacional, ineficiencias de la regulación interna, disrupciones tecnológicas, evolución de los hábitos de consumo. No es difícil darse cuenta, si miramos a nuestro alrededor, de por qué quedan tan pocos constructores de carros de caballos, o imprentas de periódicos de papel, o fabricantes de cintas de cassette. Imaginemos el traumático atraso que habría supuesto mantener esas industrias a flote a costa de ayudas, subvenciones y rescates.
En un escenario como ese que describimos, demasiado regulado por el Estado y con un Gobierno poderoso, que no es otro que el nuestro, siempre habrá interesados en imponer regulaciones para mantener su modelo de negocio. Siempre habrá quien vea peligrar su bienestar y haga presión para conseguir unas condiciones ventajosas, con independencia de que sean perjudiciales para la población en su conjunto. Cuando los políticos se pliegan a esas presiones las consecuencias suelen ser terribles. Permitirles que lo hagan es cuestión de la ideología de cada uno y de sus valores morales. Pero desconocer que lo hacen armados de argumentos falaces es un lujo que no nos podemos permitir.
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