
―Asoma una sutil y esponjosa aguada rosicler sobre la loma, entre el ramaje erizado de la pinada, húmeda y solitaria, que recorta como el cincel de Fidias la vaporosa imagen de la mar estática, lejana, nebulosa y aparentemente fría, como si buscase el turquesa de un punto de fuga huidizo. Alondras, terreras y calandrias se posan sobre la verja oxidada y con el delicado aroma de sus picos pían y se cortejan, y con sus diminutas patas de alambre se rehúyen dando brincos como las niñas, y con su cantarín encanto despiertan al gallo y a las golondrinas, para que llamen a todos los demás. Las lágrimas frescas y amorosas de Aurora adornan como diamantes los retoños de la higuera, se cuaja de esa especie de azúcar el pasto y hasta un níspero alfombrado y verde con líquidas perlas se corona. Un suave aroma de luz se extiende por la tierra y se derrama entre las sombras, ocultando a los fantasmas que solo se ven de noche y animando a los bichos temerosos a volver al trabajo cotidiano. Así zumba afanoso un enjambre de abejas alrededor de los frutales, que ofrecen su sexo abierto y multicolor para que les hagan el amor con los pies peludos. Casi ladra en sueños el perro con ese temblor aún dormido, imaginando que corre y que persigue quién sabe qué. Y la luna se disuelve, entre pasteles blancos y azules, guiñándole el ojo a esa lámpara de fuego que asoma por la pinada, lentamente, majestuosa, sublime, dorando el mundo con su cálido tacto de rey.
―¿Que amanece dices?
―Eso.