«Eso es porque no te amas, pues si lo hicieras amarías a tu naturaleza y su propósito.»
Marco Aurelio – Meditaciones, 170-180 d. C.

The Wall Street Journal ha publicado recientemente unos artículos donde asegura que Instagram es tóxico para los adolescentes, sobre todo para las chicas, y que Facebook lo sabe, según demuestra una investigación interna de la compañía. Cabe preguntarse si eso es una conclusión inteligente de la que el periódico informa con rigor, o por el contrario es un poco más de sensacionalismo malintencionado, como casi siempre. El WSJ pasa por ser uno de los periódicos más serios que existen, pero más serio es aún el dinero y los beneficios de sus accionistas.
A poco que uno esté familiarizado con el lenguaje periodístico y las buenas prácticas informativas, observará con solo leer los titulares un sesgo intencionado, un amarillismo llamativo, una querencia hacia el clickbait:
- «Facebook dice que sus reglas se aplican a todos. Los documentos de la empresa revelan una élite secreta que está exenta.»
- «Facebook sabe que Instagram es tóxico para las adolescentes.»
- «Hacemos que los problemas de imagen corporal empeoren.»
- «Esto no debería suceder en Facebook.»
- «El algoritmo de indignación.»
En el artículo sobre la toxicidad en adolescentes, el texto empieza con la historia de Anastasia Vlasova: «Había desarrollado un trastorno alimentario y tenía una idea clara de lo que la condujo: su tiempo en Instagram.» Así empieza el trabajo riguroso de investigación periodística que está de moda hoy, un caso adornado de literatura que nos mueve a compasión. El hueso de cereza, deduzco, parte de aquí: algunas adolescentes no están satisfechas con su apariencia, lo que ven en Instagram condiciona la forma que tienen de verse a sí mismas, en muchos casos se sienten mal, por comparación con la belleza de otras, y el consumo abundante de ese contenido les hace sentirse cada vez peor, llegando en algunos casos a producir trastornos. Este hecho conduce al periódico a construir una narrativa emocional enternecedora: una pobre adolescente con trastornos alimentarios ve agravada su patología por culpa de Instagram, el lugar donde una sociedad inmoral publica fotos y vídeos que muestran una belleza manipulada, y el algoritmo de Facebook abusa de ello para seguir ofreciéndole el contenido que le gusta, aunque le haga daño. Se apoya en entrecomillados sacados de contexto para enfatizar el relato: «hacemos [Facebook] que los problemas de imagen corporal empeoren en una de cada tres adolescentes,» «los adolescentes culpan a Instagram por los aumentos en la tasa de ansiedad y depresión.» La denuncia se sustenta principalmente en los algoritmos que Instagram utiliza para ofrecer contenido personalizado: según tus preferencias, tus likes, etc., Instagram ordena el acceso a las publicaciones de acuerdo con lo que considera que será de tu interés, así las particulares como las publicitarias. Lo que está en tela de juicio es si el análisis de todos esos datos para ofrecerte lo que tú quieres ver es algo despreciable y si Facebook debería protegerte del daño que puede ocasionar. Para el WSJ el juicio ya está sentenciado, pero para mí no.
El caso no es muy distinto de lo que sucede, por ejemplo, en un restaurante: entras, te tratan bien, te enseñan lo mejor que tienen, sales satisfecho y otro día vuelves; con el tiempo aprenden lo que te gusta y te ofrecen eso, para que no dejes de volver. Lo mismo pasa en una peluquería, en un casino, en una discoteca, en una tienda online de ropa… Si lo piensas, eso es lo que hacemos para pasar tiempo con la persona que amamos: preocuparnos por sus intereses y ofrecerle lo mejor de nosotros mismos para gustarle y que quiera estar con nosotros. Nada hay más natural que ofrecerle a los demás lo que desean a fin de sacar algún beneficio, aunque solo sea el de sentirnos bien. También es natural que haya personas que sufran con ello, que abusen de la comida de ese restaurante tan amable, que se gasten sus ahorros en el casino, que se emborrachen diariamente en la discoteca, que compren de forma compulsiva ropa en su tienda preferida… ¿verdad? El caso de Instagram es simplemente un caso de éxito. El problema trasciende porque tiene mil doscientos millones de usuarios. Nadie habla del alcohólico que se parte el alma todos los días en un bar que hace esquina en Torrefiel, un bar que le trata bien desde hace años, le presta cuando no tiene y le aconseja que tenga cuidado. Tampoco hay quien censure al bar por ser tan acogedor y freír los mejores torreznos, tirar las cañas que maravilla verlo y hacer unos potajes de cerdo con pelota que te atascan las venas. No lo hay, aunque luego le exploten a uno las varices y se le ponga la barriga a punto de infarto. Porque uno sabe, si no es idiota, que el bar no tiene culpa de nada, que son el abuso y la imprudencia los que te llevan a sufrir.
Instagram es una plataforma donde cualquiera puede mostrar sus fotos y vídeos y decir cuatro cosas atractivas, poco más. Ellos se encargan de difundirlas entre quienes creen que les gustarán. Hacerlo tan bien es la clave de su éxito. Ahí cabe una chica guapa posando, pero también un perrito gracioso, dos jóvenes bailando, un plato de comida, un paisaje, un imago saliendo de una crisálida, una botella de vino, un coche en venta, un poema… La gente suele publicar la parte más digna de mostrar, no lo cotidiano: un viaje a Roma, pero no el viaje en metro al trabajo, un vestido nuevo, pero no el pijama de siempre, la cena en un restaurante caro, no el bol de cereales, un cuerpo sexy en bikini, no ese cuerpo cagando… Sin embargo, el WSJ se centra en lo inmoral de una red social donde la gente, libremente, enfatiza la belleza, como si eso fuera malo, sin que los propietarios protejan con unas salvaguardas imposibles la debilidad de algunas personas con trastornos. Se quejan, con gran aplauso de la muchedumbre, de que los algoritmos insistan en enseñarte aquello que buscas y te gusta, aunque en algunos casos agrave un problema que ya tenías. Les parece poco ético que accedan a tus datos y los manipulen para ofrecerte el contenido que quieres ver y así pases más tiempo dentro.
Esa práctica, la de manipular tus datos, es la clave de la denuncia. Sin embargo, el propio The Wall Street Journal te deja leer sus artículos solo después de obligarte a consentir la prostitución de tus datos. Con letra pequeña, avisa de que guardarán tus datos personales con el objetivo de personalizar el contenido y la publicidad. Explican sin rubor que manipularán «cookies, identificadores, u otra información.» Has leído bien, «u otra información.» También te cuentan que prepararán contenido y publicidad personalizada basados en tus intereses, de forma que resulte relevante lo que te ofrezcan. Confiesan que registrarán y medirán el comportamiento y la efectividad del contenido basándose en lo que ves y con lo que interactúas. Tu localización también se registrará, «con una o más intenciones.» Sí, querido lector, eso es el WSJ, no Instagram. Lo cual no debe sorprendernos. Sí debería espantarnos, en cambio, que esa información que el WSJ guarda la vende a sus socios. Me he tomado la molestia de que conozcas los más relevantes: Dianomi, The Kantar Group, Unruly, Index Exchange, Google, Amazon, Bombora, LiveRamp, Sizmek, Cxense, comScore, Interpolls, AdButler, Outbrain, Dynata, Branch, C3 Metrics, Lucid, Reddit, Twitter, TripleLift, Oracle, Nielsen, Permutive Tech., Flashtlking, Adform, DJ Analytics, Xandr, NC Audience Exchange, Vidora, LinkedIn, Adobe, Optimizely The Rubicon Project, Salesforce, Criteo, Media.net, Nativo, Snap, PubMatic, Prebid, OpenX, Smartology, Skimbit, Parsely, DoubleVerify, Adventive, Markit, Integral and Science Inc., NEXD. Por el nombre de las compañías, puedes intuir que tus datos terminarán diseminados por todas partes, después de que se revendan a terceros. Para mantener la ética periodística no es imprescindible guardar y vender toda esa información tuya a terceros, ¿no te parece? Sin embargo, el periódico censura a Facebook e Instagram. Lo más divertido es que en esa letanía de socios a quienes el WSJ vende tus datos he omitido uno que me guardaba para el final: Facebook.
Vivimos en una sociedad arropada por un paternalismo preocupante. Las redes sociales son vehículos en esencia inocuos. Pueden ayudar a un pequeño negocio a vender sus productos, o a un artista a darse a conocer. Han creado un sinfín de trabajos inesperados alrededor de la publicidad, el márketing, el diseño, la influencia comunicativa… Han proporcionado, gratuitamente, una infraestructura inconmensurable para que cualquiera pueda promocionar la actividad que más le guste, un canal de recetas, periodismo independiente, cursos de música, literatura, divulgación científica… Todo cabe allí. Sin embargo, hay personas que no saben conducirse, por los motivos que sea. Las hay que, carentes de la autoestima necesaria, se dejan entristecer por la envidia. En el peor de los casos, el trastorno de algunas personas se ve agravado por el mal uso que hacen de las redes. Cabría resaltar, llegados a este punto, la necesidad de fortalecer la responsabilidad individual y la mirada crítica ante la vida, y no lo contrario, pedirle a los demás que nos salven de nuestras propias miserias. A cambio de esa renuncia de responsabilidad siempre se contrae una deuda de libertad.
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Tus reflexiones son fundamentales, sobre todo cuando la incomprensión de todo esto nos lleva a pedir al gobierno que nos proteja, siendo que los intereses gubernamentales sólo pueden hacer que la situación se vuelva verdaderamente siniestra. Saludos, un gusto leerte siempre.
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Gracias, Franco. Tus comentarios son siempre luminosos, para rubricar la reflexión.
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