«Nos hiciste a todos nosotros de una calidad sujeta a corromperse y a romperse. Nos has dado un alma para que nos atormentase con la conciencia sin liberarnos de la animalidad. Impusiste a los caracoles una ley que solo estaba hecha para las águilas, una ley que ninguno de nosotros, sin excepción alguna, tuvo jamás la fuerza de observar ni de obedecer.»
Papini – Juicio Universal, 1957
Los valientes, los enamorados, jugamos a las cartas con la Parca, contra ella. Rozamos el filo de la guadaña con la sonrisa de los labios y hasta le devolvemos el corte a sus mellas con un beso. Muchas mellas lleva ya, muchos besos, y ahora otro. Enrique quizá le dejó dos muescas o tres, y la miró a los ojos con la sencillez de los inocentes. Enredó el ovillo de Cloto a las nueve, a las diez le quitó la vara de apoyo a Láquesis y, sin dejarla girar del todo, le escondió las tijeras a Átropos hasta hoy.
Solo los valientes hacen eso, y para los demás. No lo dicen, se callan, y son felices mientras la muerte no se aclara para cazarnos, viendo cómo disfrutamos embelesados con los pequeños placeres de la vida, conscientes de que son ellos, los enamorados, quienes entretienen a las Horas para que no nos encuentren. Así hizo Enrique hasta hoy, siempre con una sonrisa, sin decir nada, siempre amable, como si no fuera por su culpa nuestra alegría.
Quiero pensar que está en un lugar mejor que este, sin tantos sinsabores, duelos y decepciones, coqueteando con la camarera, llenando la nevera de comida y las copas de vino, preparando la fiesta para cuando lleguemos nosotros y que no nos falte de nada. Ay de la camarera, seguramente ya hechizada y rendida a él, sin saber por qué, como nos hizo a todos sin darnos cuenta, hasta hoy.
Aquí dejo un rincón para Enrique entre mis letras, el lugar más íntimo que conservo, in memoriam.
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Javier Caravaca 