«Quien tanto se precia de servidor de vuesa merced, ¿qué le podrá ofrecer sino cosas del culo? Aunque vuesa merced le tiene tal, que nos lo puede prestar a todos. Si este tratado le pareciere de entretenimiento, léale y pásele muy despacio y a raíz del paladar. Si le pareciere sucio, límpiese con él, y béseme muy apretadamente. De mi celda. etc.»
Quevedo – Gracias y desgracias del ojo del culo, dirigidas a Doña Juana Mucha, Montón de Carne, Mujer gorda por arrobas / escribiolos Juan Lamas, el del camisón cagado, 1628

Es una ley inexorable de la naturaleza humana: a las mujeres no les gustan los pedos. Pero, como en cualquier otra ley física, hemos de describir bien las condiciones de contorno para poder asegurar que se cumple, pues, así enunciada, no es una ley absolutamente universal. Léase entonces: a las mujeres de este planeta, y jóvenes, no les gustan los pedos. Porque, como todo el mundo sabe y conoce por experiencia, a las mujeres mayores, a las abuelas, les encanta el jolgorio y la algazara que se produce cuando se derraman ventosidades por el ano, sobre todo, y con mayor euforia e irreverencia, cuando hay alguna joven presente a la que le molesta. Mi abuela Celedonia podía coger unas agujetas terribles de tanto reírse con solo ver a una jovencita enfadarse porque a mí se me había escapado un pedo comiendo papas en el sofá. Se ponía roja como un tomate y no podía ni respirar. Mil veces la vi sujetarse las carnes para sofocar las carcajadas, apretarse la barriga para no coger flato y explotar en lágrimas de tanto regocijo sin freno. Y cuanto más se enfadaba la muchacha, más se descojonaba, y viceversa, y vuelta a empezar. Era un círculo vicioso. Y yo, claro, también me tronchaba, ya no por el pedo, sino por ver a mi abuela tan sofocada de la risa que parecía que se ahogaba. No te rías, decía la otra, irritadísima. Yo no le veo la gracia, tan digna. Madre mía, eso era peor aún. Lo de «no le veo la gracia» eran las palabras mágicas para mi abuela, era escucharlas y partirse el culo, nunca mejor dicho. Por solidaridad, en medio de esa confusión tan cómica que se producía entre el llanto, el enojo, la risa contenida y el reproche, se daba la vuelta y, con una mano en la boca y otra en las nalgas, se tiraba un cuesco que daba gusto escucharlo. Era rotundo y gratuito, de una sonoridad perfecta, rimbombante y bien temperado. Y además no olían a nada, era maravilloso. Era como si tuviera una trompeta preparada ahí entre las piernas para hacerla retumbar en cualquier ocasión que fuera apropiado, o no apropiado, daba igual. Abuelita, tírate un pedo. ¡Ras! Inmediato, expeditivo. Tenía un dominio asombroso de sus esfínteres. Bueno, de todos no, que a veces se tiraba un pedo y se meaba de la risa, literalmente. Enrojecía ahogada y se le podía leer en los labios «que me meo», y se meaba de verdad. Pues eso, que la ira de la joven se desataba y ya no había remedio de nada, el pedo se convertía en monumento de la ofensa. ¡Qué guarros! Y se marchaba.
En fin, que a las mujeres jóvenes no les gustan los pedos. Uno no sabría bien decir por qué, y, sobre todo, teniendo en cuenta que a los hombres jóvenes les divierten sobremanera, hasta el punto de competir con ellos, tararear canciones, prenderlos con un mechero y hacer todo tipo de insensateces joviales a su alrededor. Debe ser algo relacionado con la facilidad intestinal que tenemos los varones para generar flatulencias, en contraste con la ausencia de gases en el aparato digestivo femenino, yo que sé. El caso es que cuesta encontrar a una chica joven pidiendo perdón porque se le ha caído un pedete. Y lo mismo con los eructos, rara vez se tienen que disculpar por algo así, mientras nosotros regoldamos con estruendo y simpatía a poco que otro te rete a un duelo sinfónico. Será eso, un sistema digestivo más evolucionado, el de las damas, obviamente. Y así, como no tienen nada que expeler por ningún sitio, no entienden la necesidad imperiosa que nosotros tenemos de dar rienda suelta a los aires atrapados en el cuerpo, so pena de no reventar. Y se enfadan por una incontinencia que deberíamos saber controlar, por el desgobierno de nuestras miserias. Tal vez sospechan que podemos regular los pedos a voluntad, pero no, no sabemos, ni podemos, y quizá tampoco estamos muy interesados en conseguirlo. Siempre he sentido miedo a que se me escape un pedo haciendo el amor. Con las acrobacias y los ímpetus, en cualquier momento se te puede caer algo de las manos. En tales circunstancias no habría excusa, la muerte, el destierro, no menos te corresponde. Pero bueno, todo llega y todo pasa, y, con el tiempo, las mujeres se hacen mayores y se conoce que su aparato digestivo pierde el vigor magnífico que contenía a los gases disueltos en las tripas, y entonces empiezan a peerse, como decía mi abuela. Al principio lo hacen con sorpresa de sí mismas, y sobrellevan una relación de amor y odio con los pedos: se ríen de los suyos, se avergüenzan un poco, piden disculpas, se esconden en el baño, y a la vez se siguen enfadando por los nuestros, sin que la costumbre de soportarlos ablande su carácter. Pero nada, al final la fuerza irresistible de la naturaleza se impone y las entrañas se colman a diario de tal cantidad de gases que hasta la más fina y pura termina rindiéndose a la necesidad de tirarse pedos por toda la casa. Y es entonces cuando sucede la magia. Un buen día aparece una nueva muchacha en la escena, y la que ahora se ha convertido en abuela vive desde fuera ese espectáculo pirotécnico de pedo-enfado sin poder evitar descojonarse. De alguna manera se ve reflejada en esa ingenuidad pueril, recuerda cuando se enfadaba por esas pequeñeces y se reencuentra consigo misma tirándose unos pedos estupendos nada más levantarse, mientras prepara los macarrones o cuando los nietos se lo piden para hacer la gracia. Mi abuela era una experta en todos los ámbitos. Podía tirarse unos pedos diminutos cuando había gente en casa, tan pequeños que nadie estaba seguro de si había sido un pedo o el crujido de una silla. Nada podía delatarla, porque no olían, hasta que yo la miraba con una sonrisa cómplice, entonces empezaba a colorearse y se tapaba la boca para que no la vieran reírse. No porque le diese vergüenza, sino porque sabía que la fiesta apenas acababa de empezar. Y lo mismo uno diminuto que uno estruendoso como una bomba. Era inverosímil, no parecía humano que un culo pudiese hacer semejante ruido. Si se lo proponía, se sujetaba las nalgas con ambas manos, para facilitar la expulsión, y tronaba como un fenómeno de la naturaleza. Un día empezó a tirarse un pedo al principio del pasillo y lo recorrió entero sin dejarlo terminar. A cada paso le subía el tono como un tamborilero profesional, prrá, pa, prrá, pa, prrá. Y el pasillo era larguísimo. Cuando llegó al final se detuvo y dejó sostenido en el aire un pedo fino y armónico, como si fuera un diapasón, un do perfecto que no perdía fuerza. ¡Tíralo todo! le gritamos desde lejos. Y… ¡bum! Atronador. Inhumano. Fin de la mascletà.
Abuelita, ¿te has tirado un pedo? ¿¡Yo!? Se hacía la ofendida. Yo no he tirado nada. Se te habrá caído entonces, porque ha hecho ruido al llegar al suelo. Habrá sido eso, la pedología. Y entonces se sujetaba las dos nalgas, separaba las rocas de la cueva de Polifemo, abría las compuertas del Averno, desataba el agujero negro y retronaba un pedo ultramundano descomunal. ¿Eso ha sido una explosión? Habrán tirado una granada, decía riéndose. ¿Abuelita, de verdad eso ha sido un pedo? Un torpedo, creo que ha sido un torpedo en el crepúsculo. Qué chispa tenía. Era fabuloso, solo le faltaba brillar como un relámpago. Regalaba truenos como un bombardino. Era espectacular, valga la redundancia. Mi abuela tenía debilidad por el helado de turrón. Mira esa tarrina, me dijo un día, me la pido. Era de dos kilos y se la comió de una sentada. Se cuescó una perla dulce para dar fe del exitus. Ya veo que te la has pedido, te la estás pediendo, ¿te la vas peder toda? Estoy especulando con esa posibilidad. Se puso roja, cerró los ojos en lágrimas, sin poder respirar, y dijo «me despido», y descerrajó una traca enturronada interminable. ¿Te vas? No, aquí me quedo, me he despedido ya. Así murió, no de la indigestión, sino de la risa, de tanta risa sorda que terminó por ahogarla en la dulzura del turrón. La he cagado, fueron sus últimas palabras.
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