«La pintura del amor es el principal asunto de todas las obras.»
Schopenhauer – El amor, c. 1819.
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Decía Schopenhauer que «se está generalmente acostumbrado a ver a los poetas ocuparse en pintar el amor.» Era un tipo duro y sarcástico, pues con eso de «generalmente» quiso decir que todo el mundo está acostumbrado, salvo aquellos que no leen a los poetas. La pintura del amor, pensaba, es el principal asunto de todas las obras, pues el amor «puede crecer y superar por su violencia a todas las demás pasiones y vencer todos los obstáculos con una fuerza y una perseverancia increíbles, hasta el punto de arriesgar sin vacilación la vida por satisfacer su deseo y hasta perderla, si este deseo es sin esperanza.» Como ves, se trataba de un asunto de la mayor importancia para él, y no lo es menos para nosotros. Será pues muy nutritivo analizar la perspectiva del filósofo sobre el amor, a partir de su texto homónimo, principalmente, y con ayuda del conocimiento general de su pensamiento. Una perspectiva que es, por otra parte, sumamente controvertida pero a la vez muy sugerente y esclarecedora. Y, si me permites el atrevimiento, corregiré un matiz que le debió pasar por alto al maestro, el matiz central de su filosofía sobre el amor, con el cual la polémica, por cierto, no quedará cerrada, ni mucho menos. En sus propias palabras, «el fin definitivo de toda empresa amorosa, tanto si se inclina a lo trágico como a lo cómico, es en realidad el más importante y merece profunda atención.»

«Sorprende que una cuestión tan importante y que representa en la vida humana un papel trascendental haya sido hasta ahora abandonado por los filósofos.» Con esa arrogancia propia del que se sabe superior abordaba Schopenhauer el asunto, citando de puntillas a Platón, a Kant, a Platner y a Spinoza para despreciar su paupérrimo aporte y asegurar lo siguiente: «No tengo, pues, que servirme de mis predecesores, ni refutarlos.» Es común establecer primero el estado de la cuestión de cualquier asunto filosófico, conocer el pensamiento de quienes han escrito sobre ello, aprovechar sus ideas brillantes y refutar sus errores, para después construir una nueva perspectiva con cimientos sanos. Este método de trabajo ya lo consolidó Aristóteles y, como tantas otras veces, no ha pasado de moda. Pero no es el caso de nuestro autor. No, al menos, en lo relativo al amor.
Schopenhauer nació en 1788 en Danzing, Alemania, hoy conocida como Gdansk, Polonia. Manejaba bien las lenguas de prestigio europeas, el alemán y el francés, también el inglés, el italiano y el español, así como el griego, sin el cual uno no se puede poner filósofo del todo. No en vano, escribió Aforismos para la sabiduría, inspirados en el Oráculo manual de Baltasar Gracián, a quien admiraba tanto o más que yo. Esa poliglotía le fue muy útil en el comercio, lo cual le abrió el camino de la independencia financiera para poder pensar y escribir a sus anchas. Cultivó todas las ramas del saber en sus estudios universitarios, los más variopintos temas, mineralogía, etnografía, química, fisiología, magnetismo, jurisprudencia, electricidad, ornitología y, obviamente, flauta, mostrando una sensibilidad asombrosa por el arte: «el arte es la contemplación de las cosas con independencia del principio de la razón.» Era un hombre elegante y refinado, si bien, sorprendentemente, no bebía cerveza ni le gustaban los duelos. Nadie es perfecto. Al parecer, su pasión por las letras quedó reprimida de alguna manera a raíz del desprecio de su propia madre, que era poeta, de lo cual se suele decir que encuentra inspiración su pesimismo filosófico y también su misoginia. Sea como fuere, a los treinta años ya había escrito El mundo como voluntad y representación, su obra cumbre, que adquirió notable fama tras la Revolución de 1848 precisamente por ese pesimismo y el corrosivo sarcasmo de su pluma. Durante su vida procuró codearse con los grandes poetas y conseguir su aprecio, como Byron y Goethe, pero sin mucha fortuna, lo cual, probablemente, le causara la frustración necesaria para desarrollar ese estilo tan característico. Por si fuera poco, lo mismo le pasaba en el ámbito de la filosofía estrictamente, no ya en el de la literatura, cuando fue profesor en Berlín y nadie iba a sus clases, mientras las de Hegel se llenaban. Ya sabemos que estas cosas pasan, y que no todo pensamiento es adecuado para el tiempo en que se produce. No en vano, murió a los setentaidós años con la admiración de todo el mundo, y su huella sigue hoy inmarcesible, con el contorno perfectamente definido.
Su ensayo sobre el amor se incluye en una obra titulada El amor, las mujeres y la muerte, donde esos tres temas son solamente los primeros, y pueden encontrarse ensayos sobre los dolores del mundo, el arte, la moral, la religión, la política, el hombre y el carácter de diferentes pueblos. Para entender sus ideas sobre el amor, conviene tener presente el resto de su filosofía. La repaso contigo, aunque sé que la conoces, solo para hacer memoria juntos. En su obra fundamental, El mundo como voluntad y representación, explica que los fenómenos del mundo, es decir, la realidad, son apariencia, esto es, una representación que nos hacemos de la realidad, en la que el tiempo, el espacio y las relaciones de causalidad ordenan nuestras sensaciones, e incluso elaboran lo que sentimos. Resulta sencillo observar aquí la influencia de la obra de Kant y del determinismo. A partir de esta idea que busca definir la realidad obtiene la conclusión más fértil de su pensamiento, cuando uno se pregunta de dónde viene esa representación del mundo que nos hacemos: la define nuestra voluntad de vivir, el querer vivir. Cuando se quiere algo no siempre se consigue, querer implica insatisfacción en algunos casos, y, en consecuencia, el querer vivir conlleva, con seguridad, alguna insatisfacción. La insatisfacción, por su parte, conlleva dolor. Así pues, en conclusión, vivir es, irremediablemente, doloroso. De esta semilla brota quizá el pesimismo más fértil de Schopenhauer, pues a partir de este punto construye sus ideas de moral, desde el punto de vista de la compasión ante el dolor humano que supone vivir. Cabe recordar que brotarán de ahí posteriormente fecundas filosofías en Wagner y en Nietzsche. Para aliviar el sufrimiento vital, Schopenhauer entiende que el conocimiento y el arte suspenden momentáneamente la voluntad de vivir. No hay escapatoria, pero sí descanso.
«Cuando el instinto de los sexos se manifiesta en la conciencia individual de una manera vaga y sin determinación precisa, lo que aparece fuera de todo fenómeno es la voluntad absoluta de vivir. Cuando se especializa en un ser determinado el instinto del amor, no es en el fondo más que una misma voluntad que pretende vivir en un ser nuevo y distinto, exactamente determinado. Y en este caso, el instinto del amor subjetivo ilusiona a la conciencia y sabe muy bien ponerse el antifaz de una admiración objetiva. La naturaleza necesita esa estratagema para lograr sus fines, ya que por desinteresada que pueda parecer la admiración por una persona amada, el objetivo final en realidad no es otro que la creación de un ser nuevo, y lo que lo prueba así es que el amor no se contenta con un sentimiento recíproco, sino que exige el goce físico. La certeza de ser amado no puede consolar de la privación de aquella a quien se ama, y en semejante caso más de un amante se ha suicidado. Por el contrario, ocurre que no pudiendo ser correspondidas con amor recíproco, personas muy enamoradas se contentan con el goce físico. En este caso se hallan todos los amores venales o los obtenidos con violencia. El que cierto hijo sea engendrado es el único y verdadero fin, aunque los enamorados no lo sospechen. La intriga que conduce al desenlace es accesoria.» Como ves, con esa autoridad irreverente que le caracteriza, Schopenhauer deja muy claro desde el principio y sin rodeos que detrás del amor no hay otra cosa que el instinto de procrear, la prolongación de nuestra existencia en un nuevo ser que nos trascenderá, cuyo primer paso se puede atisbar cuando los padres empiezan a enamorarse. Ya sé que esta idea tan poco romántica no satisfará a los enamorados de hoy, como también Schopenhauer sabía que no satisfaría a sus contemporáneos, y así lo subrayaba en el texto, pero avanzando un poco más encontramos razones de peso para tenerlo en cuenta.
En el amor aparecen los conceptos de salud, fuerza, belleza, juventud, como virtudes deseables, las cuales se buscan en la conformidad de dos personas. «Cuanto más raro es este hallazgo, más raro es también el amor realmente apasionado. Y como cada uno de nosotros tiene en potencia ese gran amor, por eso comprendemos la pintura que de él nos hace el genio de los poetas.» Y también al contrario, dos personas que no encajan generan pronto cierta antipatía, y si se fuerza la unión por cuestiones prácticas termina en una desgracia conyugal, como está de sobra comprobado. Así pues, cuando alguien se enamora cree que obedece a sus impulsos personales, propios y genuinos, pero en realidad es esclavo de la naturaleza. El instinto al que cree obedecer no es más que una apariencia, una voluntad individual que pretende definir una realidad. Este es aspecto más relevante de la aportación del filósofo al concepto del amor, este unido a lo siguiente: esa voluntad individual se sublima a voluntad de la especie, y ese instinto particular al instinto de perpetuar la especie humana, de ahí su enorme fuerza. «El entusiasmo vertiginoso, que se apodera del hombre a la vista de una mujer cuya hermosura responde a su ideal y hace lucir ante sus ojos el espejismo de la suprema felicidad si se une con ella, no es otra cosa sino el sentido de la especie, que reconoce su sello claro y brillante y que apetecería perpetuarse por ella.» Continúa más adelante en el mismo sentido: «La busca con tan apasionado celo que, antes que no conseguir su objeto, con menosprecio de toda razón, sacrifica a menudo la felicidad de su vida.» Y es rotundo en su exposición: «eso únicamente por servir a los fines de la especie, bajo la soberana ley de la naturaleza, a expensas hasta del individuo.» Según Schopenhauer, esto es así no porque el hombre sea incapaz de entender los fines de la naturaleza, sino porque no los perseguiría con tanto celo. En consecuencia, la verdad se disfraza de ilusión para influir en la voluntad, y he ahí la apariencia, la representación. «Una ilusión de voluptuosidad es lo que hace refulgir a los ojos del hombre la embaucadora imagen de una felicidad soberana en los brazos de la belleza, no igualada por ninguna otra humana criatura ante sus ojos; ilusión es también cuando se imagina que la posesión de un solo ser en el mundo le proporcionará con seguridad una dicha inmensa y sin límites. Figúrase que sacrifica afanes y esfuerzos en pro solo de su propio goce, pero en realidad no trabaja más que por mantener el tipo integral de la especie, por crear un ser determinado, que necesita de esta unión para formarse y existir. De tal modo es así, que el carácter del instinto es el de obrar en vistas a una finalidad de la que, sin embargo, no se tiene idea. Empujado el hombre por la ilusión, tiene a veces horror al objetivo donde va guiado, que es la procreación de los hijos, y hasta quisiera oponerse a él, generalmente en todos los amores ilícitos. Además, una vez satisfecha su pasión, el amante experimenta una desilusión o desengaño, le sorprende que el objeto de tantos deseos apasionados no le proporcione más que un placer pasajero, seguido de un rápido desencanto. En efecto, ese deseo es a los otros deseos que agitan el corazón del hombre como la especie es al individuo, como el infinito es a lo finito. Solo la especie se aprovecha de la satisfacción de ese deseo, pero el individuo no tiene conciencia de ello. Todos los sacrificios que se ha impuesto, impulsado por el genio de la especie, han servido para un fin que no es el suyo propio. Por eso todo amante, una vez realizada la gran obra de la naturaleza, se llama a engaño; porque la ilusión que le hacía víctima de la especie se ha desvanecido.» Aunque ardo en deseos de apuntar alguna crítica a este razonamiento, evitaré la prolepsis por respeto al maestro, y concluiré primero toda su exposición, como es preceptivo, no sin antes subrayar lo sugerente de alguna de sus propuestas. Resumiendo en una sentencia: el amor «es una ilusión que pone al servicio de la especie el antifaz de un interés egoísta.»
Schopenhauer explica con ejemplos las cualidades que hombres y mujeres buscan en el amor y de qué forma se combinan entre sí para formar un ser completo, aportando cada uno lo propio y supliendo las carencias de la otra parte. Más allá de los matices concretos, propios de su época y quizá también de su perspectiva personal, de ese modo puede explicar cómo algunos defectos obvios en un enamorado se pasan a menudo por alto porque son virtudes en el otro y se podrán transmitir al descendiente, de suerte que no debe sorprendernos cuando vemos en una pareja caracteres tan dispares que, curiosamente, resultan en un amor sincero y bien avenido. Por ejemplo, destaca que una mujer hermosa puede amar con pasión a un hombre feo, pues ella transmitirá la belleza, pero no se enamorará nunca de un hombre afeminado, pues no tendría con qué transmitir la virilidad al descendiente. Si bien podemos estar más o menos de acuerdo con sus razones, es interesante lo bien que encaja el ejemplo con lo que acostumbramos a ver.
Uno de los aspectos más relevantes de su tesis es el relativo al dolor. Podemos intuir aquí con dificultad el embrión del eterno retorno de Nietzsche, esa manera de entender el devenir tan sugerente y compleja. Según el filósofo, cuando la pasión instintiva amorosa se agota sobreviene la tragedia desconsolada : «Para esto no hay consuelo alguno, a no ser el de que la voluntad de vivir dispone del infinito en el espacio en el tiempo y en la materia, y que tiene abierta una ocasión inagotable de volver…» Sobra decir de la angustia dolorosa que supone una pérdida amorosa, quien lo probó lo sabe. Según el filósofo, el dolor que sobreviene a una pérdida es tan grande e irresistible porque es trascendental, ya no solo para el individuo, sino para la especie, y así el mayor de los sacrificios es la renuncia al ser amado. No en vano, el héroe de los poetas se avergüenza de cualquier queja vulgar, pero nunca de su debilidad ante el amor. A este respecto, Schopenhauer nos recuerda su gusto por las letras y por la lengua española citando unos versos de La gran cenobia de Calderón:
Cielos, ¿luego tú me quieres? Perdiera cienmil victorias, volviérame, etcétera.
Es más, cualquiera se convierte en héroe cuando es presa del amor. «Bajo el imperio de un interés amoroso, desaparece todo peligro y hasta el ser más pusilánime encuentra valor.»
A modo de conclusión sobre el pensamiento de Schopenhauer acerca del amor, rescato un párrafo muy interesante en el que podemos disfrutar también de su talento literario: «Un enamorado, lo mismo puede llegar a ser cómico que trágico, porque en uno y otro caso está en manos del genio de la especie, que le domina hasta el punto de enajenarlo de sí mismo. Sus acciones son desproporcionadas con respecto a su carácter. De aquí proviene, en los grados superiores de la pasión, ese colorido tan poético y tan sublime que reviste sus pensamientos, esa elevación trascendente y sobrenatural que parece hacerle perder de vista en absoluto el objetivo enteramente físico de su amor. Es que entonces le anima el genio de la especie y sus intereses superiores. Ha recibido la misión de fundar una serie indefinida de generaciones dotadas de cierta constitución y formadas por ciertos elementos que no pueden hallarse más que en un solo padre y una sola madre. Esta unión, y solo esta, puede dar existencia a la generación determinada que la voluntad de vivir exige expresamente. El presentimiento que tiene de obrar en circunstancia de una importancia tan trascendente eleva al amante a tal altura sobre las cosas terrenas y hasta sobre sí mismo y reviste sus deseos materiales con una apariencia tan inmaterial que el amor es un episodio poético hasta en la vida del hombre más prosaico, lo que a veces le ridiculiza. Esta misión, que la voluntad cuidadosa de los intereses de la especie impone al amante, se presenta bajo el disfraz de una ventura infinita, que espera encontrar en la posesión de la mujer amada. En los grados supremos de la pasión es tan brillante esta quimera que, si no puede conseguirse, la misma vida pierde todos sus encantos y parece desde entonces tan exhausta de alegrías, tan sosa y tan insípida, que el disgusto que por ella se siente supera aun al espanto de la muerte, y el infeliz abrevia a veces sus días voluntariamente.»
Coincidirás conmigo en que la postura de Schopenhauer resulta lúcida y sugerente en algunos aspectos, pero en otros difícil de aceptar, sobre todo para alguien que vive inmerso en un sentir romántico del amor. Sin embargo, refutar eso sería proponer una nueva filosofía del amor, empresa tan grande que debo dejar para otra ocasión en la que venga armado con un ejército de tinta y tiempo. Lo que sí podemos aportar es una refutación a la tesis de Schopenhauer desde su propia filosofía, argumentando la incoherencia de su idea e invalidando, de acuerdo con su propio razonamiento, el aspecto central de su pensamiento sobre el amor…
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BIBLIOGRAFÍA:
Schopenhauer, (2007), El amor, las mujeres y la muerte, Madrid: Edaf.
Schopenhauer, (2013), El mundo como voluntad y representación, Madrid: Alianza.