Pudimos

«No hay partido socialista ni movimiento comunista que no haya pactado con canallas.»

Pablo Iglesias

Se marchita la flor cuya fragancia política nos ha embriagado en los últimos ocho años. Ese grupo de jóvenes de aspecto informal, que nos enamoró con la consigna de «hay que acabar con esta casta de políticos corruptos hijosdeputa», al tiempo que dejan de ser jóvenes y el sueldo reviste sus vidas de formalidad, van revelando su incapacidad para acabar con la corrupción política, cuando no se van confundiendo entre sus escombros. Según iban podando el jardín, a golpe de martillo y sesgo de hoz, fueron perdiendo naturalidad y frescura y convirtiendo el edén prometido en un secarral. Pudimos transformar la sociedad como habíamos prometido, desde la vicepresidencia del gobierno nacional, desde los ministerios, las secretarías de estado, los gobiernos autonómicos o las alcaldías de las principales ciudades, pero no lo hicimos. La gran derrota es que, después de ocho años de envenenamiento, la política española está tanto más infecta de corrupción que antes de Podemos, la sociedad está estúpidamente polarizada más que nunca y las fauces de su Némesis, la ultraderecha, se alimenta de la sangre que derraman. Después de los resultados de estas elecciones, en las que el PP monopolizará la gran mayoría de gobiernos autonómicos y municipales, la conclusión más relevante es que Podemos ha perdido la confianza del público.

Su legado, sin embargo, no es poca cosa. Sin la ayuda de Podemos, el patriarcado, por ejemplo, no sería el predominio del varón en la sociedad, que es lo que la mayoría piensa que eso significa, sino lo que realmente significa y siempre fue: la dignidad de patriarca, su gobierno, territorio o periodo. Como ya expliqué en El patriarcado, se trata de la promoción de un abuso del lenguaje para inocular una ideología. La gente se espanta incrédula cuando se les descubre que esa palabra se utilizaba mucho en el s.XV, para referirse siempre a los patriarcas bíblicos, en un esfuerzo publicitario del catolicismo, y que dejó de usarse con frecuencia hasta el s. XXI, cuando aparece revestida de un nuevo encanto, citada junto a mujer, imponer, capitalismo, social, contra, sistema… Así lo recogen las estadísticas de uso de la RAE. Patriarca, en cambio, todavía se resiste junto a su familia semántica: Abraham, Constantinopla, primado, ecuménico, clan, dinastía, profeta, Jerusalén, bíblico, venerable, tribu… Sin embargo, hoy se piensa en el machismo cuando se escucha patriarcado, cuando ni siquiera su raíz semántica tiene que ver necesariamente con el varón, sino con el linaje. Sea como fuere, es un ejemplo paradigmático del mecanismo de Podemos para cambiar la sociedad, de ese doble pensar y tergiversación lingüística que siempre hicieron los políticos, en especial los más próximos al socialismo o al comunismo, para resignificar las palabras y tejer una red de nuevos sentidos con los que adoctrinar a la masa. Porque el lenguaje, no lo olvidemos, no es simplemente un vehículo de expresión de ideas, sino también un modo de pensar, o quizá el propio pensar. De hecho, lo que no tiene palabra, no existe en tu cabeza, y no es hasta que un político dice que hay que acabar con el patriarcado cuando aparece ese concepto en tu memoria y vislumbras una realidad que nunca existió. Orwell describe este mecanismo en 1984 con el ejemplo brillante de «la guerra es la paz, la libertad es la esclavitud, la ignorancia es la fuerza». Parece una estupidez, pero abusando de la falacia ad nauseam el nuevo significado termina inculcándose en la mayoría. De ahí que sea tan relevante la labor de los políticos y los poetas, aquellos para mal y estos para bien, por más que le pese a Platón.

Como decía, Podemos se desvanece sin aliviarnos de los políticos corruptos hijosdeputa, sino, más bien al contrario, se esfuma mientras engorda la lista de delitos penales. Pero nos deja un legado semántico digno de estudio y espanto, un sinfín de nuevos usos y locuciones orientados a generar conflicto y animadversión entre opresores y oprimidos. Qué bien lucen ahora en una discusión de bar las palabras ecofeminismo y ecosostenible contra los negacionistas del cambio climático, o las voces transfobia, bifobia, LGTBIfobia, para los neomachistas heteropatriarcales, o incluso para los heterocapitalistas posmachistas, que tanto da. Ahora es bonito despatriarcalizar la sociedad civil a través del municipalismo y la transversalidad plurinacional, e insterseccionar la cosa patologizante para coeducar en el empoderamiento de los migrantes. Hemos aprendido a hablar como los alemanes, construyendo palabras de ocho sílabas que suenan anonadantes. Hemos conseguido meter feminicidio en el diccionario a punta de pistola, una palabra que empezó a utilizarse hace solo veinte años de forma anecdótica, tanto como el hecho que quiere significar. Sin la constancia de Podemos, los significados de todos estos términos no estarían en nuestro espectro de ideas posibles. Algunas locuciones son ya parte de nuestro lenguaje cotidiano y hasta analfabetos como Feijóo, de aparente distancia ideológica, las han incorporado a su propaganda: igualdad de género o perspectiva de género, justicia social, violencia machista, brecha salarial, diversidad sexual o diversidad funcional, memoria histórica. Otras, en cambio, aunque fértiles, han quedado reducidas a sus círculos de influencia y solo las entienden los que las llevan. No son palabras difíciles, pero la mezcla de sustantivo y adjetivo, donde no parecía necesario, las envuelve en un misterio encantador. Como por ejemplo el escudo, que deja de ser arma defensiva o moneda cuando es climático, o el feminismo, que ya no se sabe a qué obedece cuando se dice interseccional, o las redes masculinas, que dejan el suspense entre el Instagram de chicos y los arreos de pesca, el frentismo patriarcal, obviamente referido a los hijos de David, de amplia frente y no menos nariz, la violencia estructural, que no es otra que la cometida contra los edificios y puentes, la radicalización democrática, que es cuando se enraíza la democracia en una maceta, las listas cremallera, de enigmático sentido, las subjetividades subalternas, en cacofónica referencia a la personalidad de los empleados inferiores, o las subjetividades disidentes, que de todo tiene que haber, y también la subalternidad política, que es lo mismo, pero viceversa, la discriminación indirecta, que es mucho peor que la directa, igual que lo imprudente es peor que lo prudente y lo imbécil peor que lo bécil, el diálogo feminista, cuando dos mujeres de Podemos discuten, las luchas emancipatorias, que son lo mismo, cuando… discuten, el impacto de género, cuando te sorprende una denuncia de tu exmujer, el cambio real, mucho mejor que el cambio a secas, que no es cambio ni es nada, la soberanía ambiental, que es cuando se pone a llover el día de la manifa sin pedir permiso a nadie, las masculinidades contrahegemónicas, que son lo que su propio nombre indica, contrarretrovirales a base de testosterona, la centralidad colectiva, que debe ser algo de los autobuses de Madrid para sudamericanos, creo, la paridad radical, que reside en las bondades de que las raíces de todas las cepas sean iguales para hacer buen vino, etc. Con Podemos hemos aprendido que no solo hay mujeres, sino también mujeres rurales, como el turismo rural, con el encanto de las casas rurales, o mujeres precarizadas, es decir, convertidas en seres de poca duración. Hemos aprendido a desgranar el concepto de justicia, que ya no es solamente el principio moral que lleva a determinar la vida honesta, sino la justicia de género, esto es, de las mercancías, que lleva a determinar la vida honesta de los tomates, las telas, etc. Y, aunque parezca una tontería, hemos conseguido cosas que parecían imposibles, como el derecho a la familia o el no menos importante derecho al propio cuerpo. Se quedan, sin embargo, para estudio de los futuros paleolingüistas, engoladas perlas como el cónyuge supérstite gestante, que deja estupefacto al más extravagante bardo, o los modelos económicos heteropatriarcales, masculinizados y verticales, que retan al mismísimo Rallo a escribir un libro contra ellos, o la despatologización de la identidad de género sentida, de fonética travalingüística, o simplemente aquello de complejizar la mirada feminista respecto a la desigualdad con los ejes de la diversidad sexual y de género, que traducimos a la lengua de Quevedo como enredar. Sirva como epitafio, y baste con esto, la famosa cita de Errejón que clarifica toda la ideología de Podemos: «la hegemonía se mueve en la tensión entre el núcleo irradiador y la seducción de los sectores aliados laterales.»

En suma, Podemos ha dejado el escenario envenenado con todas esas palabras que han ido infiltrando insensiblemente, como el amor de Inés en Don Juan, el pecho de los españoles. Queda la sociedad contaminada por esa basura, no hay político que no se lave la cara de violencia machista y se desayune sin perspectiva de género. Podemos nos deja, sin acabar con los políticos corruptos hijosdeputa, pero con un diccionario rebosante de niñes y amigues, de líderas polítiques, de mierdes de toda clase y clasa, con las cuales la vida de los de abajo es aún más insufrible que cuando llegaron, también la de los de arriba, la de los de en medio y la de los por llegar. Debería haber sido suficiente para su occisión la forma en la que han ensuciado lengua y mente de los jóvenes, insultando la belleza de la sencillez del lenguaje, pero arrimaron a nuestro despecho la sacarina del comunismo. Incapaces de acabar con la casta política, y de elaborar propuestas inteligentes, más allá de las viejas dicotomías marxistas y los deseos envidiosos de expropiación, su propia corrupción y la destrucción de la economía los ha derrotado, tan pronto como las garras del sátrapa asomaron por debajo de la puerta, con las uñas pintadas de rojo. Suerte que ya nos sabemos el cuento. Su peor legado es la resucitación de los muertos y de los fantasmas, el zombi de Franco revivido, el fascismo que acecha en las esquinas vestido de azul, las manadas de hombres que van violando mujeres en los zaguanes por las noches, el Ku Klux Klan que prende en llamas a los inmigrantes, y las hordas de católicos que obligan a los homosexuales a ir a misa y a reconvertirse. Han desenmascarado a los ricachones de puro y chistera que, no contentos con montar tiendas de ropa y supermercados, tienen la osadía de donar dinero para la sanidad, la educación y la filantropía. Ahora solo queda ver cómo recoge el PSOE sus escombros en unas elecciones urgentes para luchar contra la ultraderecha, en una gesta antifascista sin precedentes, con un ejército de fantasmas.

Recuerdo que, de joven, las mujeres se emborrachaban con nosotros sin prejuicios, nadie sabía quién era Franco y recibíamos a los extranjeros con alegría. Nos reíamos cuando un amigo te tocaba el culo, compartíamos el mismo vaso de cerveza y nos besábamos en la boca como muestra de cariño. Nadie tenía miedo de decir lo que pensaba y a nadie le importaba un cuerno que lo pensaras. Y ahora mira, las mujeres se cambian de acera cuando vas corriendo y hasta los muchachos discuten de política en el parque. Me pregunto cómo podrá enamorarse hoy una joven de un chico y entregarse con confianza a sus sentimientos. Qué lástima. Pudimos, pero no lo hicimos. Queden en paz, tanta como dejan con su desaparición.

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