Los políticos, según T. Sowell

«Donde existe un sesgo político para aceptar la acusación, esta no tiene que ser probada.»

T. Sowell – Basics Economics, 2000
Puedes ver el vídeo en mi canal de Youtube.

“Dado que las elecciones democráticas se realizan siempre a corto plazo, los políticos tienen todos los incentivos para extraer tanta riqueza como les sea posible del capital fijo bajo su jurisdicción, ya sea a través de impuestos, de la imposición de cargas sobre la propiedad o de la expropiación. Solamente la conciencia del público sobre las consecuencias a largo plazo puede limitar esta forma de explotación.” La cita es de Thomas Sowell, de su libro Economía básica. Vamos a ver su opinión acerca de cómo los políticos influyen en la economía y las consecuencias que ello trae consigo.

Como sabes, hace unos meses publiqué un breve ensayo de glosa al libro de Thomas Sowell Economía Básica. Debido al tamaño de la obra y los diferentes temas que abarca, centré el texto en uno de ellos como muestra de su trabajo, el asunto de los precios. Después he desarrollado dos más, con un estilo similar y en pieza aparte, sobre el concepto de las empresas y el de los salarios. Habida cuenta del interés que suscita la obra de Sowell, hoy marcan el paso los políticos.

Su perspectiva puede ser controvertida desde el lado de las conclusiones, sobre todo para aquellos que prefieren economías fuertemente intervenidas por el Estado, pero es bastante simple y mecánica desde el lado de las premisas, que no son tan fáciles de rebatir. Uno podría pensar que el ser humano puede ser bueno o malo, actuar con honradez o con doblez, y así encontrar la solución a la mala fe de los políticos en la elección adecuada de la persona. Pero con independencia de los casos particulares, el axioma en el que sostiene Sowell buena parte de sus argumentos reside en los incentivos que existen en el escenario:  si un político electo sostiene políticas públicas que mantienen feliz a una parte suficiente los votantes hasta el día de las elecciones tiene muchas posibilidades de ser reelegido, incluso cuando tales políticas tengan consecuencias desastrosas para el futuro de esos electores. El político, al menos el político moderno y realmente existente en el que estamos pensando, no tiene suficientes incentivos para prestar atención a las consecuencias que vendrán después de las próximas elecciones. O, dicho de otro modo, tiene mayores incentivos para reconquistar el poder que para ofrecer un programa de gobierno que pueda costarle el puesto. A veces se piensa, con cierta ingenuidad sobre el concepto democracia, que si la mayoría quiere algo, vota algo, elige algo, esa es la verdad y lo mejor para el pueblo. Y es en esa idea capciosa donde arraigan los pertrechos de los políticos para justificar sus decisiones. Sin embargo, parafraseando a Aristóteles, junto a la democracia camina a un paso y de la mano la demagogia, ese mecanismo por el cual se regalan los oídos del elector para ganarse su favor. A nadie le pasará desapercibido ese bono cultural que aparece para los jóvenes durante la campaña electoral, el descuento para el transporte, la subida de las pensiones, la oferta de nuevas plazas de funcionarios, el kit digital, las ayudas a la dependencia, a la emancipación, a las mujeres, al gas, a la electricidad, al aceite de girasol, el ingreso mínimo vital, la renta básica universal… Ese sinfín de promesas de gasto público que varea el olivo de la sociedad para ver si caen algunas aceitunas de más, para engrasar la máquina de la política. Decía el congresista Dick Armey que “La demagogia vence a los números en la elaboración de políticas públicas.” El hecho de que esa estrategia funcione y el político consiga más votos y pueda revalidar su cargo no demuestra que sus políticas sean las más adecuadas para el futuro de la sociedad, ni siquiera para el presente. “Bajo un gobierno electo popularmente, los incentivos políticos son hacer lo que es popular, a pesar de sus posibles consecuencias negativas.”

En una economía de libre mercado, donde el Estado no interviene, el conocimiento acertado influye en la toma de decisiones tanto como el equivocado. Sin embargo, el desacertado desaparece, por ineficiencia, por quiebra, y el mejor prevalece. Es decir, aunque el 99% de la población no posea el conocimiento acertado para generar bienes y servicios de mejor calidad y menor precio que aumenten la calidad de vida de la sociedad, este conocimiento prosperará en un entorno de libre mercado. En cambio, en uno fuertemente intervenido, donde el gobierno tiene poder para tomar las decisiones económicas, el 99% de la población que no posee el conocimiento acertado puede crear éxito inmediato para el político que tomará las decisiones, aun cuando terminen siendo dañinas para el conjunto de la sociedad. Si bien Sowell no lo menciona, este cariz de las democracias actuales más desarrolladas pone en evidencia lo nefasto que puede resultar otorgarle poder al político para tomar decisiones que pueden resultar muy perjudiciales para el conjunto de los ciudadanos, abrigado en el voto de la mayoría que, por fuerza, no tiene un conocimiento acertado de la materia. Casi nadie tiene tal conocimiento, pero si se deja que prosperen las iniciativas más afortunadas, en lugar de intervenirlas desde el gobierno, bastará con copiar los casos de éxito y descartar los de fracaso para mejorar la vida de la población. Nos recuerda que “El gobierno es, sin lugar a dudas, inseparable de la política, especialmente en un país democrático, por lo que se debe hacer una distinción entre lo que un gobierno puede hacer para que las cosas funcionen mejor que bajo el libre mercado y lo que en realidad es probable que consiga hacer bajo la influencia de incentivos y restricciones políticas.”

Desde la indulgencia y la buena fe, se espera que un gobierno sea ideal y represente el interés público. Pero tal tesis se desmorona ante la evidencia cotidiana, además de que el concepto de interés público es muy difícil de definir: ¿el de la mayoría, despreciando a las minorías? ¿En qué consiste el interés público, en el de todos, cuando todos tenemos intereses diferentes? Aquí tiran el anzuelo los grupos de interés, que proliferan en las sociedades democráticas a la sombra de los políticos, con libertad para organizarse e influenciar en las diversas ramas del gobierno, ministerios, delegaciones, directorios, subdirectorios, observatorios, secretarías, subsecretarías, vicesecretarías, intervenciones, divisiones… Estos grupos de interés organizados tienen fuerza, en democracia, para corregir las decisiones del gobierno y evitar que siga una política coherente, y mucho menos que siga esa política ideal que representaría el interés público, aunque no sepamos lo que significa.

Como ves, el interés, los incentivos, condicionan a los políticos en detrimento de la población. Aunque esta cualidad dificulte en su definición la toma de decisiones económicas acertadas, Sowell recuerda que no es el único ni el mayor de los problemas. “El coste más importante para la economía es la absorción de fondos de inversión por parte del gobierno, que de otra manera hubiesen sido dirigidos al sector privado, donde hubiesen aumentado la productividad y el empleo.” A veces se olvida este grueso detalle: los gobiernos de nuestras sociedades occidentales absorben una cantidad de recursos fabulosa, que a poco que la pongamos en una calculadora dispararía las estimaciones de progreso y bienestar. Ningún político reconocerá tal cosa, que su modo de vida, y el de una corte inmensa de ayudantes, se sostiene a costa de la extracción de recursos valiosos de la sociedad productiva. Para mantener ese estatus no dudan en abonar el sembrado de los votantes actuales con todo tipo de fertilizantes nocivos para el desarrollo natural de la población, pasando el coste a los jóvenes que todavía no pueden votar y a sus hijos que están por nacer. Esa capacidad para disponer y malgastar ofrece beneficios políticos evidentes a quienes están en el poder, por más que condenen el desarrollo de las generaciones futuras. Conviene no olvidarlo cuando vemos a los políticos hacer promesas electorales. Uno de los ejemplos más socorridos de nuestras sociedades es el de las pensiones. Toda vez que hay muchos pensionistas con capacidad de voto, los políticos en la carrera electoral rebosan de generosidad con los planes de jubilación, que los futuros gobiernos tendrán la obligación de cumplir, aun cuando tengan consecuencias desastrosas para el conjunto de la población a través de crisis financieras futuras que se resuelven con más dolor. Ante las críticas, los gobiernos recogen fuerzas de la falacia de los sentimientos y la candidez y resoplan contra los opositores: “alguien tendrá que hacerse cargo de nuestros mayores”. Por supuesto, el más adecuado para hacerse cargo soy yo, así que dadme todo vuestro dinero que yo me ocuparé de que a los mayores no les falte de nada. Aunque las pensiones sean miserables, y las del futuro, inescrutables. 

Cuando se le da a los políticos tal poder para manejar la economía también se les presiona para que “hagan algo“ cuando vienen complicaciones. Este juego de reciprocidad paternalista conduce a que tomen decisiones sobre los problemas, aunque no haya nada que puedan hacer para mejorar las cosas, y en cambio sí exista un riesgo enorme de que las empeoren con sus iniciativas, como es costumbre en ellos. Sus capacidades y conocimientos limitados les impiden obrar con la mejor prudencia, y los incentivos e intereses propios condicionan siempre sus decisiones en perjuicio de los demás. En esta línea, Sowell recuerda una cita de Adam Smith acerca de la corte francesa del s. XVIII que merece la pena rescatar completa:

“El orgulloso ministro de una ostentosa corte puede que frecuentemente disfrute de la ejecución de obras de esplendor y magnificencia, como una gran carretera, que es frecuentemente observada por la nobleza principal y cuyos aplausos no solo elogian su vanidad, sino que también contribuyen a mejorar su influencia en la corte. Pero ejecutar un gran número de pequeños trabajos, en los que no se puede hacer nada que pueda aparentar grandeza, o suscitar el más mínimo nivel de admiración en cualquier viajero, y que, en resumen, no tienen nada que los pueda hacer recomendables, salvo su extremadamente alta utilidad, son proyectos que aparentan ser tan malos y ridículos en todo aspecto como para merecer la atención de tan grandioso magistrado.”

¿Te suena de algo esa línea de tren de alta velocidad, en la que no van más de doce pasajeros, que la ves cuando pasas con el coche por una carretera secundaria llena de baches, detrás de una cola de seis camiones? ¿O ese aeropuerto sin apenas vuelos regulares, que dejas de lado mientras buscas un aparcamiento que no vas a encontrar nunca? ¿El palacio de la música, mientras peleas contra los elementos por una licencia para tocar la guitarra en tu bar? ¿El nuevo hospital provincial, reluciente de la última tecnología, mientras esperas tres años para una operación de varices? ¿La ciudad de la justicia, con facturas impagadas de morosos en el bolsillo? Pues eso, el s. XVIII.

Después de todo, cuando resultan catástrofes de las decisiones políticas, es muy socorrido echarle la culpa a los ricos, que nadie sabe quién son, a grandes empresas, tan anónimas que están participadas por millones de personas, a los bancos, que son inmorales desde su nacimiento, porque compran y venden lo más ignominioso que existe, el dinero… A este respecto Sowel recuerda, en relación a la crisis de 2008 de los préstamos de alto riesgo lo siguiente: “en raras ocasiones se le echó la culpa a los políticos por haber obligado a estas instituciones a prestar dinero a personas cuya solvencia crediticia estaba por debajo de lo aceptable.” Pero el discurso es otro: los bancos son los malos, si los rescatas para evitar una corrida, malo, si los dejas caer provocando la corrida, malo, si los nacionalizas, con el dinero del contribuyente, malo, si dejas que absorba su cartera otro banco, malo. Todo es malo. Sin embargo, diseñar leyes que fuercen a los bancos a tomar decisiones financieras demasiado arriesgadas e imprudentes… eso es bonito.

En política, los costes de estar equivocado y meter la pata los pagan los ciudadanos con sus impuestos. En cambio, los costes de admitir el error te dejan con el culo al aire y fuera de la carrera por el gobierno. Sowell recuerda el caso del Concorde para ilustrarlo. USA, después de estudiar el proyecto, lo abandonó, argumentando que el consumo de los aviones supersónicos lo hacía inviable, pues el coste del billete sería inasumible por los consumidores. Sin embargo, los gobiernos de UK y Francia decidieron apoyarlo. El resultado es de todos conocido: “los billetes eran tan caros que solo podían utilizarlo personas fastuosamente ricas, y aun así no cubrían ni una pequeña parte de los costes de mantener la línea en funcionamiento. Cuando los aviones envejecieron fueron desechados, poco a poco, después de haber causado un daño enorme a los contribuyentes que nadie se ha atrevido a cuantificar.” ¿Tú recuerdas qué políticos impulsaron el proyecto? Yo tampoco.

Nos vamos, que demasiada economía entenebrece la mente, y desazona el buen humor lo muy político.

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1 comentario en “Los políticos, según T. Sowell

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