“El hombre llega a las verdades religiosas a través del mito.”
Díez Macho – Apócrifos del Antiguo Testamento, 1984
Hoy los mitos tienen una connotación negativa entre el común de la gente, de fábula o cuento inventado. Sin embargo, no fue así en origen y no siempre se utiliza con esa intención peyorativa, sobre todo en círculos literarios. Su origen etimológico lo encontramos en el griego mythos, que significa llanamente discurso o narración. Ya Platón defendía su sentido original como medio de conocimiento, no solo en su discurso, que esgrimía contra los poetas clásicos, como Homero o Hesíodo, a quienes censuraba por desnaturalizar la esencia de los mitos originales con sus poemas, sino también en su estilo de argumentación filosófica, si tomamos como ejemplo paradigmático el mito de la caverna. Hasta el s. XII perduró la influencia platónica, a través del neoplatonismo. Mil quinientos años son muchos para que esa herencia no haya dejado huella. Sin embargo, a partir de entonces enraíza el modo de pensar aristotélico, fundamentado en el razonamiento lógico, que se arma de bayonetas en el s. XVII con el escepticismo metodológico de René Descartes, precursor del método científico, y que llega a su apogeo, quizá, con la Crítica de la razón práctica de Kant en el s. XVIII, que propone el acceso a un marco de filosofía moral fundamentado en la razón, con la solidez que poseen las ciencias. De esta suerte, al hombre moderno, incluyendo al actual, le resulta difícil aceptar el lenguaje mítico, toda vez que está educado en el lenguaje científico. Así, el mito se ha teñido de superchería, pero no siempre fue así, ni tiene por qué serlo en todo caso. Traigo al papel este asunto a raíz de algunas críticas recibidas en mis vídeos sobre la Biblia, acusándome de quitarle valor al texto cuando me refiero a algunos pasajes como mitos. Bastarán unas pinceladas acerca de la esencia y las características de los mitos para devolverle el mérito a quien los creó.
El mito es una forma de conocer. Podríamos decir que de un lado está el conocimiento científico, que mediante la experiencia sensible y el razonamiento extrae conclusiones y va formando el conjunto de cosas que sabemos acerca del mundo. En el extremo opuesto estaría el conocimiento obtenido por experiencia divina, con independencia de que exista tal cosa, se crea en ella o no. Pues bien, el mito sería un medio de conocimiento intermedio entre estas dos, entre la experiencia divina y la experiencia científica. Antonio Pacios, en Mito y religión, nos define con elocuencia cómo es la mentalidad que opera en la construcción de los mitos: “propensión espontánea en el hombre a atribuir los fenómenos sensibles a causa trascendente, no desconociendo, pero sí pasando por alto, las causas inmediatas experimentales o minimizando su valor». Así pues, el mito quedaría en medio de la pura intelección y de la pura imaginación, situadas en los extremos. Sería algo así como una facultad intuitiva de conocer que se alimenta de lo más profundo del alma humana. El mito es real, en tanto que trata sobre el mundo real, si bien atribuye al mundo de lo trascendente la causa primera de su existencia. El mito no tiene tiempo ni lugar, pero sí una eficacia actual y siempre renovada que opera, mediante sucesos originarios, sobre el mundo visible. El mito, como la ciencia, arranca de la intuición de un principio de causalidad. En la intuición de la causa original estriba su poder. Sin embargo, el mito se descarría y pierde su belleza cuando el intérprete lo desmenuza para explicar las causas segundas de forma sobrenatural. La ciencia, por otra parte, tampoco lo puede todo, pues consigue la explicación de las causas segundas por medios experimentales, bien, pero no es capaz de alcanzar el conocimiento pleno sin recurrir a una causa primera trascendente.
Quizá hayamos perdido ya la mentalidad mítica que fue propia de los pueblos primitivos, pero tenemos la suerte de encontrar sus rastros en todas las religiones históricas. No en vano, el mito original siempre estuvo ligado al rito. Es mediante el ritual cuando el hombre se pone en comunicación con la naturaleza y lo trascendente y da sentido al mito. En la medida en que el mito se va separando de la liturgia va perdiendo su fuerza religiosa y termina convirtiéndose en cuentos y leyendas, o en datos inverosímiles de pretendida historicidad. Por otra parte, cuando el mito y su ritual se mantienen unidos a la religión, y la razón estructura su contenido y significado, surge lo que llamamos teología. Así pues, la teología coincide con el mito en el objeto de estudio, que es la causa primera, y coincide con la filosofía en el método, que es conocerla mediante la razón. El mito, en cambio, accede a esa causa primera directamente, sin argumentos, por intuición.
Hemos dicho que los mitos tratan de lo trascendente para explicar el mundo real, en cuyos hechos originales se intuyen las causas primeras. Si desgranamos los tipos de mitos, aun cuando suelen aparecer con tintes mezclados, nos ayudará a entender mejor su propósito. Existen mitos teogónicos, que son los referentes al nacimiento y genealogía de los dioses, como podrían ser los de la Teogonía de Hesíodo, que tan poco le gustaba a Platón. Los más extendidos quizá sean los cosmogónicos, referidos a los orígenes primordiales del mundo, como por ejemplo el muy conocido mito de la creación que aparece en el primer capítulo de Génesis, por el cual Dios creó el mundo y sus habitantes en seis días. También hay mitos escatológicos, que versan sobre el fin del mundo y lo que vendrá después, como podría ser el caso del Apocalipsis atribuido a Juan. Algunos de los más hermosos son los mitos de la fecundidad, que explican los procesos de muerte y resurrección de la naturaleza todas las primaveras mediante un paralelo divino. Un ejemplo conocido podría ser el de Perséfone y Deméter, que da cuenta del origen de las estaciones y justifica la fertilidad de la naturaleza. Su vestigio más antiguo es probablemente el poema a Deméter que recogen los Himnos homéricos del s. VII a. C. Existen mitos morales, encaminados a conocer las normas divinas por las que debe conducirse el hombre, como por ejemplo el mito de las tablas de Moisés recogido en Éxodo. Y también mitos sotereológicos, aquellos que tratan sobre la salvación de las almas, en especial en la religión cristiana, donde la figura del Cristo redentor, más allá de la figura histórica de Jesús, cumple esa función. Supongo que no es necesario ser más exhaustivo.
Llegados a este punto, y enlazando con el cristianismo, podríamos analizar el lenguaje del Nuevo Testamento para ver cuáles son los rasgos míticos que lo caracterizan y por qué decirlo no tiene nada de peyorativo per se. El reino de Dios que anunciaba Jesús no tiene tiempo, es metahistórico, vendrá después de la historia. En todo caso, su llegada era próxima, y toda la vida de Jesús estuvo dominada por esa esperanza escatológica. Sus milagros, de hecho, no eran otra cosa que un anuncio de ese apocalipsis inminente. La razón de la necesidad de un reino de Dios futuro era que el mundo estaba regido por Satán, origen de todos los males, y había que devolverle la justicia a la existencia humana. Sobre la tierra estaba el cielo, morada de Dios y de sus ángeles, paraíso al que ascenderán los elegidos y del que descendieron los caídos. En el lado opuesto, el infierno, lupanar del demonio, inframundo de condena eterna donde arderán los infieles. En medio, la tierra, el mundo conocido, donde habita el hombre de forma pasajera, donde intervienen fuerzas sobrenaturales en la historia por designio divino y donde en ocasiones los hombres son poseídos por espíritus malignos o devueltos a la vida de forma milagrosa. Creo que es obvio el lenguaje mitológico que impregna esas ideas. No en vano, los cristianos primitivos concebían a Jesús como hijo de Dios, existente antes de la creación de este mundo material, que descendió a la tierra con aspecto humano para salvar a los hombres y redimirles de sus pecados, los cuales siempre estuvieron promovidos por Satán. En definitiva, el lenguaje mítico es evidente, y si a los evangelistas no les molestó escribirlo a nosotros no puede inquietarnos reconocerlo. Quizá ese lenguaje sirva para expresar realidades no accesibles a la experiencia empírica propia del análisis científico. Quizá bajo el mito neotestamentario se esconda un mensaje que sea interesante descubrir. Corresponde a cada uno tomar la decisión al respecto: despreciarlo por absurdo, descartar la parte mitológica y quedarse con las enseñanzas morales de Jesús, o creerlo al pie de la letra porque es la palabra de Dios. Pero también se puede dejar a un lado la pasión y profundizar bajo el velo de la mitología para buscar su sentido y su esencia original.
A mi entender, y no soy el único que lo piensa, la verdad del mito no hay que buscarla en su expresión lingüística superficial, sino en la profundidad de lo que hay detrás. El relato superficial es imaginativo, qué duda cabe, una ficción si se quiere, literatura a fin de cuentas, pero quizá haya detrás una verdad objetiva, una intuición de las causas primeras. Le toca a la hermenéutica, pertrechada con las armas literarias más avanzadas, averiguarlo. Y en eso estamos.
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