Yahvé, Baal y el becerro de oro

«Me llamarás mi esposo, y nunca más me llamarás mi baal.»

Oseas 2:16
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Presentación.

El pasaje del becerro de oro descrito en el Éxodo es uno de los más interesantes y complejos de toda la Biblia. En él se libra de forma literaria una lucha por el poder, a través de un cambio de paradigma político disfrazado de religión. En este ensayo analizamos la simbología asociada al becerro de oro y las diferentes capas literarias del relato bíblico para concluir que el becerro que hizo Aarón era una representación de Yahvé, herencia sincrética del culto al dios Baal, y que el pecado asociado no era tanto espiritual como político: tal cosa consistía en deslegitimar el poder de mando de la nueva casta sacerdotal. El proceso de redacción de este pasaje nos invita a sospechar la conexión de este argumento con los anhelos de los autores y su intención doctrinal.

El toro como símbolo de fertilidad y fuerza.

En las culturas del antiguo Cercano Oriente, los bóvidos se asociaban con la fuerza militar, la fertilidad de la tierra y la solidez económica. No en vano, doblegar a un toro ha sido siempre ejemplo de la mayor bravura humana, desde el toro de Creta que redujo Heracles en el séptimo de sus trabajos, hasta la tauromaquia de hoy. Por otra parte, la cría de ganado era un indicador de riqueza, tanto el semental adulto, fértil y generador, como el becerro tierno, espejo de abundancia y alimento. A partir de la indudable fuerza que se le atribuye al toro, la fertilidad y la riqueza surgen asociadas de manera natural en el caso de los animales machos: el más fuerte y vigoroso es el más viril, en consecuencia es el más fértil y fecundo, y la abundancia de crías es síntoma de riqueza natural. Si damos paso más en el pensamiento simbólico, poco cuesta asociar la fuerza al poder militar, la fecundidad a la abundancia de alimentos y la riqueza natural a la riqueza económica. 

Pero no solo era visto así en el antiguo Cercano Oriente. La cultura griega clásica nos recuerda esos símbolos de vigor con el mito del toro de Creta mencionado, el del minotauro que mató Teseo, o el toro en el que se convirtió Zeus para raptar a Europa, por citar solo los más conocidos. Cien toros sacrificaban en el rito de las hecatombes, demostración de un esfuerzo descomunal. Sus ecos nos llegan hasta hoy como metáforas, quizá de forma paradigmática con la tauromaquia. Pero también nos alcanzan en silencio los variopintos escudos de armas presididos por un toro que representa la fuerza y la vitalidad. La ciudad de Turín lo esculpe rampante, en sintonía con su vigor. Torino se dice en italiano, en recuerdo de la tribu guerrera taurina que habitaba la liguria en tiempos antiguos. De forma similar aparece también en el escudo de Moldavia o en el del cantón de Uri, en Suiza, cuyo nombre alude etimológicamente a un bóvido, posiblemente el uro, un antepasado ya extinto del toro actual que era todavía más grande y fuerte. Resulta interesante observar cómo en los tres casos el toro se representa de oro o sobre fondo de oro, igual que el becerro del Éxodo, cuyos atributos en heráldica aluden a la fuerza y la prosperidad, entre otros. Podríamos seguir, pero lo dejaremos con el famoso icono del toro de Wall Street, vigoroso y dorado, símbolo paradigmático de la fortaleza y la prosperidad económica.

¿Por qué de oro?

No extraño por tanto que los israelitas eligiesen un símbolo de vitalidad y prosperidad como el toro para acompañar el anhelo que debieron sentir en su ambiente desértico, y tampoco que Aarón lo hiciese de oro. La asociación con lo divino es evidente: el oro escaso, incorruptible, brillante como el sol… En Egipto el oro era considerado la carne de los dioses, y los faraones se enterraban en sarcófagos de oro para volver reencarnados al mundo de los divino de donde procedían. En Mesopotamia, los templos acumulaban enormes cantidades de oro precisamente para crear una atmósfera digna de lo celestial. Podemos ver síntomas de esa tradición mesopotámica en el tabernáculo del desierto, que tratamos con detalle en un ensayo anterior, en el que el oro reviste hasta el más mínimo detalle. De ahí que podamos concluir sin dudar que el bóvido dorado pretende ser la representación de un animal divino, utilizando palabras de Gustavo Bueno. Podríamos añadir un detalle emocional en el becerro de Aarón, pues está formado por el oro de una ofrenda colectiva, algo que debió ser, por un lado, un sacrificio económico de los israelitas, y, por otro, un sacrificio sentimental, pues hacían con ello ofrenda de los zarcillos de sus orejas, cuyo valor simbólico y religioso podemos intuir a la luz del pasajes de Jacob en Gn 35:4. Es decir, que el becerro de oro bíblico se hizo con los ídolos personales de cada familia, fue una creación religiosa, colectiva y deseada, que quería representar un dios fuerte y vital en el que el pueblo pudiera depositar sus esperanzas de prosperidad en el desierto. Lo más sorprendente es que Aarón pretendía representar con ello a Yahvé, en una capa literaria muy antigua, como veremos más adelante.

Influencia egipcia: el toro Apis.

Una de las explicaciones más conocidas acerca del becerro del Éxodo señala la posible influencia del culto egipcio al toro Apis. En el antiguo Egipto, Apis era un toro sagrado, encarnación del poder divino, hijo de la gran diosa Isis, y estaba asociado con la fertilidad, la vitalidad y el sol. No en vano se le representaba con el disco solar sobre los cuernos. La influencia egipcia en la cultura cananea antigua es obvia, el propio pasaje del Éxodo se inscribe en un entorno cultural egipcio, el protagonista es egipcio de cuna, y el odio contra los egipcios que se transpira en las páginas de la Torá no deja lugar a dudas de esta conexión. Además, no podemos olvidar que los levitas fueron probablemente sacerdotes egipcios, como hemos mencionado muchas veces. Por tanto, es más que razonable que la elección de Aarón por hacer un becerro de oro esté influida por ese contexto cultural, en dos sentidos: de un lado, en sintonía con las tradiciones egipcias y el culto a Apis, y, de otro, con la intención de desmitificar y destruir esas mismas tradiciones, como resulta finalmente cuando Moisés funde el ídolo y se lo hace beber al pueblo.

Influencia cananea: el toro Baal. 

Pero la influencia egipcia no tiene por qué ser la única ni la más relevante en esta historia. La influencia de las culturas cananeas en los israelitas es obligada, pues son de origen cananeo y vivieron siempre en ese entorno. La tierra prometida es, ni más ni menos, Canaán: no un lugar al que deben llegar para desposeer a sus habitantes, como cuenta la Biblia, sino el lugar del que provienen y desean gobernar, como cuenta la historia. En la antigua religión ugarítica, el dios supremo El, (escrito 𐎛 en ugarítico), padre de todos los dioses, recibe entre otros epítetos el de “toro El”, o toro divino, cuyo vigor cósmico es el creador de todo lo existente. Aparece con frecuencia con atributos de toro, fuerte y con cuernos, o literalmente con forma de toro. En ocasiones podremos leer referencias al toro Ilū en este contexto, si bien Ilū no es más que una forma enfática para denominar al dios El, o Il, sin confundirlo con el término genérico divino, algo así como el nombre propio con mayúscula. Traigo aquí el detalle porque algún comentario anterior aludía a ese toro Ilū. Sirva para recordar que Ilū no es otro que el dios supremo cananeo El en el contexto ugarítico, con los atributos habituales de toro.

En esa línea y avanzando el tiempo, entra en escena el dios Baal, hijo del dios El en algunas versiones cananeas, un dios de la lluvia, la fertilidad y la tormenta, cuyas características simbólicas pueden asociarse al toro para expresar perfectamente su carácter fuerte y vigoroso. No en vano, se representa montado en un toro, con cuernos de toro o con forma de toro, y, en ocasiones, como un toro joven, un becerro, hijo del toro El. Esta tradición del culto a Baal es más reciente en la región de Canaán, y sus ecos debieron infiltrarse en la literatura hebrea antigua por fuerza. De hecho, Baal es el rival teológico de Yahvé y su archienemigo, y no por otra cosa aparece su nombre más de cien veces en la Biblia, bien para demostrar el desprecio del autor por su culto o bien para constatar que era adorado por los antiguos hebreos, como demuestra su presencia abundante en nombres teofóricos de personajes y lugares israelitas.

El paralelo entre Baal y Yahvé es demasiado obvio en algunos pasajes bíblicos. Por un lado, Baal, el dios cananeo de la tormenta y la fecundidad, se asocia a la lluvia, los truenos la fertilidad agrícola y la vida sobre la tierra. Lucha simbólicamente contra los monstruos del caos para poner orden en el mundo. Su representación con atributos de toro no hacen sino enfatizar su fuerza viril y procreadora, su potencia y su fertilidad, y su reciedumbre para sobreponerse a los elementos naturales como un dios guerrero. El rayo en la mano, la corona de cuernos y el pie robusto aplastando el caos son sus iconos más elocuentes. Yahvé, por su parte, se presenta en el Sinaí con truenos, relámpagos, fuego y voz atronadora, coincidiendo con el pasaje del becerro de oro y quizá no por casualidad. La faceta bélica del elohim hebreo, Yahvé de los ejércitos, es por otra parte una de las principales en la Biblia hasta la conquista de la tierra prometida. El Salmo 29 recoge versos muy nítidos que emparentan a los dos personajes:

Salmos 29, 3-6:

“Voz de Yahvé sobre las aguas;

Truena el elohim de gloria,

Yahvé sobre las muchas aguas.

Voz de Yahvé con potencia;

Voz de Yahvé con gloria.

Voz de Yahvé que quebranta los cedros;

Quebrantó Yahvé los cedros del Líbano.

Los hizo saltar como becerros;

Al Líbano y al Sirión como hijos de búfalos.”

Resulta innecesario explicar la perícopa. Tan es así, que algunos biblistas piensan que se trata de un salmo a Baal adaptado a los intereses del autor y de su entorno. De hecho, la teoría completa postula no solo una influencia y un paralelismo entre Baal y Yahvé, sino una fusión sincrética y paulatina. Según esta idea, el culto a Yahvé se debió desarrollar en un entorno cananeo en el que fue absorbiendo atributos de otros dioses, en especial de Baal, cuyo culto estaba muy extendido en la región. Lo cual no sería extraño, pues baal, además de un nombre propio, también tiene el carácter genérico de señor o dueño en las lenguas semíticas más antiguas, con lo que podría escucharse el epíteto “Yahvé mi baal” sin rasgarse nadie las vestiduras. Jeremías nos recuerda que existía esa asociación.

Jeremías 23, 27:

al modo que sus padres se olvidaron de mi nombre por Baal.

Fue en un tiempo de redacción muy tardío, posterior al exilio babilónico, cuando encontramos en los libros de Elías, Oseas, Jeremías o Ezequiel una feroz lucha para evitar esa confusión, o simplemente fusión, entre Baal y Yahvé.

Oseas 11, 2:

Cuanto más yo los llamaba, tanto más se alejaban de mí; a los baales sacrificaban, y a los ídolos ofrecían sahumerios.

Casi parece que se esté refiriendo al pasaje del becerro de oro. 

El mensaje del becerro de oro.

Llegados a este punto, solo queda hacernos la pregunta adecuada para interpretar el mensaje de la historia del becerro de oro: ¿cuál era la intención del autor? A veces olvidamos que se trata de un texto escrito por seres humanos con un objetivo eminentemente doctrinal. La pregunta, por tanto, es pertinente, y nos pone en el mejor camino para interpretar la faceta literaria. No será muy arriesgado responderla de la siguiente manera. El autor tenía la intención de desarraigar de su pueblo una tradición antigua por la cual se rendía culto a símbolos materiales que representaban la divinidad. El pasaje literario pretende, por la fuerza de la catarsis, convencer a sus lectores de lo desatinado de tales supersticiones, y de instituir en su lugar un culto inmaterial al dios Yahvé, con una interesante novedad: las leyes vendrán dictadas a través de los sacerdotes levitas, exclusivamente. 

Resulta necesario pues eliminar cualquier ídolo material al cual pueda uno acudir para depositar sus ruegos y esperanzas, y de ahí surgen los primeros y principales dos mandamientos: no tengas otros elohim, no hagas ni adores imágenes. Hablamos de una dimensión política con apariencia de espiritualidad: obedece a Yahvé, ten esperanza solo en Yahvé, y solo yo puedo interceder con él. Pero no solo se trata de eliminar a otros dioses, sino en especial de eliminar las imágenes de cualquier dios, incluidas las de Yahvé, pues nadie debe poder acercarse a él para recibir consejo. Por ese motivo es tan importante el gravísimo castigo que impone Moisés a los idólatras del becerro, matarlos a todos, aunque estuviesen bailando y haciendo fiesta con inocencia a un becerro de oro que representaba a Yahvé. Tal cosa no es sino el exterminio de los sediciosos.

El becerro de oro representaba a Yahvé.

Pero, entonces, ¿el becerro de oro representaba a Yahvé? Hemos de responder que sí, después de todo este análisis, sin lugar a dudas. Hay al menos dos citas que lo demuestran de forma incontestable. 

Ex 32, 5:

Y viendo esto Aarón, edificó un altar delante del becerro; y pregonó Aarón, y dijo: Mañana será fiesta para Yahvé.”

Ya comentamos en el Episodio 26 de nuestro Resumen de la Biblia lo difícil que resultaba interpretar esas palabras de Aarón. Solo existe una explicación plausible: era una imagen de Yahvé.

Para confirmarlo, el pasaje de Jeroboam en 1 Reyes es muy ilustrativo.

1 Reyes 12, 28-29:

Y habiendo tenido consejo, hizo el rey dos becerros de oro, y dijo al pueblo: Bastante habéis subido a Jerusalén; he aquí tus elohim, oh Israel, los cuales te hicieron subir de la tierra de Egipto. Y puso uno en Bet-el, y el otro en Dan.”

Si lo ponemos en contexto, Jeroboam fue el primer rey del Reino del Norte, Israel. Con ese gesto quiso que esos dos becerros representasen a Yahvé en su territorio, para que nadie tuviese que ir a peregrinar hasta Jerusalén y obedecer allí las instrucciones de la casta sacerdotal levítica que ministraba el culto en exclusividad, es decir, que gobernaba sin contestación. Para disipar cualquier duda, el texto denuncia que, además, Jeroboam eligió sacerdotes que no eran levitas, como si tal cosa fuese un gravísimo pecado, poniendo de manifiesto la dimensión política a la que nos referimos.

Sea como fuere, no quedan dudas de que se trataba de becerros de oro que representaban a Yahvé, pues aunque el texto de 1 Reyes lo intenta disimular, es explícito que esos dos objetos de oro son los elohim que sacaron al pueblo hebreo de Egipto, y el protagonista indiscutible de ese mito es Yahvé, el elohim de Abraham. Si leemos en paralelo los pasajes de Jeroboam y de Aarón podemos descubrir el motivo de crear esos becerros: poner al alcance del pueblo un ídolo que los guíe, como tenían por costumbre, deslegitimando así al dueño de la palabra de Dios. De hecho, los israelitas de Éxodo desean un ídolo porque Moisés no está con ellos y no saben qué habrá sido de él, asumiendo por tanto que la persona que decía ser el único interlocutor con Yahvé había desaparecido. La narración, aunque pretenda servir de advertencia a sus lectores, nos muestra sin pretenderlo el mecanismo que opera detrás: si tienen el becerro de oro pueden hablar con Dios sin necesidad de mediador, y, como ha desaparecido el mediador, es momento de asaltar el poder.

Yahvé era Baal.

Para confirmar que los becerros representaban a Yahvé tenemos que aceptar que en etapas tempranas de la tradición hebrea Yahvé tenía atributos de Baal, como hemos insinuado más arriba, y no puede heredarlos de otro lugar, por más que el culto a los toros estuviera flotando en el ambiente egipcio con el que los hebreos tuvieron contacto a través de los levitas. Es decir, Yahvé era primero Baal, y luego un baal, y después un elohim con atributos de baal, y finalmente el único elohim que necesitaba desprenderse de los atributos físicos de baal. Recordemos que ambos eran dioses de la tormenta, ambos tenían una montaña sagrada asociada, Zafón y Sinaí, ambos tenían una voz atronadora, se expresaban mediante truenos y relámpagos, tenían poder sobre las lluvias y las cosechas, hasta el punto fantástico en el que Yahvé hace llover maná del cielo. Ambos doblegan la fuerza del mar, uno luchando contra Yam y otro partiendo las aguas del Mar Rojo. Y ambos, por qué no, se representaban con forma de becerro. 

El hecho de que los libros de los profetas redactados después del exilio babilónico tengan tanto odio por Baal, como rival de Yahvé, no hace sino confirmar la evidencia de que Yahvé se confundía con él en tiempos tan tardíos como el s. V o VI a. C. Como hemos dicho más arriba, todos los males que sacuden a los israelitas son atribuidos a causa del pecado del pueblo, que no es otro que desobedecer a Yahvé. Un aroma impregna todas esas páginas: los israelitas seguían rindiendo culto a los baales, y ese era el pecado material. El libro de Oseas aporta varias alusiones deslumbrantes:

Oseas 2, 13:

la castigaré por los días en que incensaba a los baales, y se adornaba de sus zarcillos y de sus joyeles.”

Aquí vemos cómo Yahvé pretende castigar a Jerusalén por rendir culto a los baales, y aparecen no por casualidad de nuevo los zarcillos de las orejas y otros amuletos que utilizaban los hebreos, los cuales han de ser censurados para conseguir alejar a Dios de las manos de la gente. Quizá el momento más revelador sea el de Oseas 2:16, cuando leemos: “me llamarás mi marido, y nunca más me llamarás mi señor.” Así escriben las traducciones piadosas. Sin embargo, deberían traducir lo que pone: “me llamarás mi marido, y nunca más mi baal.” El texto hebreo dice ishi, mi hombre, o mi esposo, y dice baali, mi señor, con toda la potente carga semántica que ello conlleva, pues, como dijimos, baal significa señor, tanto en ugarítico como en hebreo bíblico. Es, por tanto, un juego de palabras, por el cual se pretende cambiar el epíteto para evitar las alusiones al dios cananeo.

Pero lo más interesante es que los profetas no ven estos ritos como un abandono de Yahvé, sino como una perversión de su culto, es decir, los israelitas seguían creyendo en Yahvé, pero lo nombraban y lo representaban mal. Sin embargo, tal cosa no es una simple confusión protocolaria. Desde la perspectiva de la Torá, la ley de Moisés, esto es teológicamente gravísimo, pues al parecer el pueblo quería seguir adorando al mismo elohim, al de Abraham, al que les sacó de Egipto, al de las tormentas y la comida caída del cielo, el poderoso elohim de los ejércitos que les prometía exterminar a los enemigos y entregarles una tierra prometida a sus ancestros, pero a su manera: con la imagen del toro, con oro por todas partes, con bailes y libaciones, según sus costumbres antiguas que se confunden con los baales en la bruma de los tiempos. No es sino la lucha entre una forma política iconoclasta, espiritual y centralizada en Moisés, a través de la casta sacerdotal, contra la forma popular, material y descentralizada que recurre a los dioses de forma particular e ingobernable. Y cuando digo teológicamente, política o gobierno, me estoy refiriendo a lo mismo: al poder de mando.

El uso del becerro en el culto israelita primitivo está latente en Ex 32, donde no podemos ver la figura de oro como una invención improvisada, sino como una forma de representar a Yahvé según patrones visuales ancestrales y conocidos. Así pues, quizá no fuera una idolatría completamente censurable desde todo punto de vista religioso, sino más bien una regresión a un modelo antiguo de representar a Yahvé como toro joven, con atributos de Baal, heredero del toro El. Por tanto, el rechazo de la perspectiva mosaica sería no tanto una cuestión espiritual como una decisión política.

La dimensión política del becerro.

Recordemos que cuando el pueblo echa de menos al líder le pide a Aarón un elohim que les guíe. Necesitan pues una figura de liderazgo político y espiritual, un jefe. Lo que piden no es un sustituto de Yahvé en abstracto, sino una señal tangible de liderazgo y cohesión. Aarón decide hacer un becerro de oro, es decir, el autor del texto quiere que sea un becerro de oro, porque sus lectores no habrían comprendido un símbolo distinto. Si hubiera hecho un caballo de bronce nadie habría entendido qué demonios significaba eso, porque tal cosa no se parecía a su elohim. El ídolo debía representar la deidad tutelar del grupo que ellos llamaban Yahvé, con sus atributos conocidos de becerro, para cumplir la función de afirmar la autonomía de la tribu, el símbolo de su identidad diferenciada. 

Ahora bien, cuando el pueblo tiene un becerro de oro en la mano ya no necesita esperar a que venga la ley de arriba, sino que construye su propio sistema de poder de forma accesible y horizontal. En términos modernos, podríamos hablar de un poder democrático, donde cada uno tiene su ídolo cerca, su altar en casa, su zarcillo en la oreja, su dios al alcance. La propuesta mosaica, esto es, la propuesta del autor, es acabar con todo eso y que sea la casta sacerdotal la que gobierne sin contestación. Para ello es fundamental alejar a Yahvé de las manos del pueblo y subirlo a lo más alto de un monte inaccesible, hacer su nombre impronunciable, ocultar su rostro terrorífico y hacer que su mera presencia sea causa de muerte inmediata. En cuanto a la mediación con una criatura semejante, solo los sacerdotes elegidos por Yahvé pueden tener acceso a él mediante un sofisticado sistema de culto y protocolo, so pena de muerte. Y es ahí donde Moisés y la casta de los levitas toman todo el protagonismo para simbolizar ese cambio político que se quiere consolidar, cristalizado en el pasaje del becerro de oro, donde el poder de la tribu empieza a someterse a un nuevo sistema de gobierno que exige obediencia y abnegación, es decir, fe.

Para que no le quepan dudas al pueblo de quién manda, Moisés pasa a cuchillo a tresmil hombres sin piedad, incluyendo amigos y parientes, destruye el becerro de oro hasta convertirlo en polvo, humillando así el poder simbólico que pudiera tener, desnaturaliza su valor espiritual mezclándolo con agua hasta volverlo insignificante, hasta convertirlo en la parodia de un sacramento. Y ese trago amargo habrán de pasarlo todos para purificar su infidelidad y su desobediencia, tragándose el pecado y expulsándolo como desecho. Sus esperanzas convertidas, mediante una poderosa metáfora, en excrementos.

Conclusión.
De acuerdo con esta interpretación, el pasaje del becerro de Ex 32 debió escribirse en su versión definitiva después del exilio babilónico, en armonía con el pasaje de Dt 9-10 en el que Moisés rememora el suceso. Es probable que primero fuese el texto de Deuteronomio y después los últimos retoques de Ex 32. La historia de los dos becerros de Jeroboam de 1 Reyes 12 está en sintonía con estos textos y debió redactarse en el mismo entorno. Los autores de los libros proféticos a los que nos hemos referido, como Oseas o Jeremías, escribieron también sobre el mismo conflicto, y es de sospechar que la redacción definitiva de Ex 32 fue posterior a sus conclusiones. De esta suerte, el pasaje del becerro de Aarón debió construirse como mito fundacional del culto inmaterial a Yahvé, después de observar esa necesidad en la sociedad hebrea posterior al exilio en Babilonia, para que sirviese como ejemplo catártico de cómo hay que obedecer. En cualquier caso, la versión que nos ha llegado del Éxodo tiene multitud de capas literarias que apenas somos capaces de intuir, las cuales se entremezclan de forma muy compleja y no dejan ver con claridad sus diferentes estratos. Pero ese, sin duda, es su mayor encanto.

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1 comentario en “Yahvé, Baal y el becerro de oro

  1. Avatar de begoniaarsuaga

    De verdad que me gustó muchisimo. Miles de gracias. Pienso releerlo. 😊

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