
Cuando escucho que las mujeres tienen derecho a sentirse seguras allá donde vayan y que para conseguirlo se debería endurece la legislación de violencia de género… me preocupo. Cuando lo escucho de personas con capacidad de incidir en las leyes me pongo a temblar. Que nadie me malinterprete, sentirse seguro es deseable, incluso exigible a la sociedad, pero no es un derecho: es un sentimiento, subjetivo per se. Decir que las mujeres, en lugar de las personas, tienen ese derecho redobla mi preocupación, porque desde hace cuarenta años la igualdad de los españoles ante la ley por razón de sexo está garantizada en la Constitución, y venir ahora discriminando por sexo, aunque sea positivamente (ellos sabrán qué tendrá de bueno lo de positivamente), no deja de ser un retroceso. Y no es que la Carta Magna sea santo de mi devoción, pero no puedo estar en desacuerdo con la igualdad de todos los españoles ante la ley. Esto entronca con las leyes relacionadas con el género. Que nadie me malinterprete ahora tampoco: es deseable que las leyes protejan a las personas que sufren violencia de cualquier índole, especialmente a las más vulnerables, pero sería deseable que fuera sin discriminación ninguna. Cuando la ley especifica el género, discrimina, contraviene el mandato de igualdad. Endurecer las leyes que discriminan no es guay. Proponerlo con énfasis en los medios o en el programa político me da miedo. Entiendo que hay que tener la piel muy dura para no sensibilizarse en un caso de violencia contra una mujer, llorar por la víctima y cagarse en la puta calavera del delincuente. Pero ser cortés no impide ser valiente, y hay que serlo para no dejarse llevar por la mala leche y permitir leyes discriminatorias, que lejos de resolver nada nos meten en la senda de la injusticia y la arbitrariedad. Porque con toda la buena fe se construye una ley discriminatoria pensando en que va a ayudar a la parte que más sufre, pero luego el tiempo se encarga de ramificarla y extenderla hasta alcanzar absurdos insospechados.
Y en esas nos vemos. Estaba al caer un disparate. Me temo que no será el único. La Universidad de Missouri ha expulsado a Jeremy Rowles, un estudiante de doctorado, por enviarle una carta de amor a Annalise Breaux, una estudiante ya graduada. El caso tiene interés porque, aunque parezca que nos pilla lejos, de allí importamos toda la doctrina de género y de hipersensibilidad, y no tardaremos en enredarnos aquí también si no cambiamos de camino. En nochebuena Rowles puso en tres juzgados demanda contra la universidad (se pueden descargar aquí las sugerencias que alega, no tiene desperdicio).
El resumen de los hechos parece una broma. Se conocían desde hacía un año, se ve que al chico le gustaba ella, porque abundaba en likes y en atenciones y se apuntó a unas clases de danza que ella impartía en la universidad. Ella llegó a sentirse incómoda y a decirle que no estaba interesada en nada sentimental. Él se disculpó con vehemencia por malinterpretarla y por hacer que se sintiese así. Siguieron en contacto, pero como el amor es difícil de atar, un mal día le entregó una nota cómplice que a ella no le gustó. Para disculparse definitivamente le escribió una carta de tres páginas en las que confesaba sus sentimientos románticos y se desangraba en disculpas por haberle causado incomodidad. Menudo atrevimiento, la carta llegó a manos de los guardadores de la justicia universitaria y le expulsaron por violar sus normas de acoso sexual y acecho sexual. Fin.
Puede parecer un caso anecdótico y sin relevancia estadística, pero ayuda a descubrir un problema profundo, que es a lo que iba: dotar al cuerpo jurídico de leyes de género discriminatorias e injustas es peligroso y desemboca en normativas disparatadas; si además los que tienen que interpretar las normas están demasiado sensibilizados con la causa, bien por propia estupidez o bien por presión social, entonces aparece el terror de la injusticia.
Voy a desglosar las razones de la acusación para tomar la decisión de expulsarle, que el asunto es para mondarse y luego ponerse a llorar y no parar. Lo resumo, para evitar prolijidad. La norma universitaria entiende que acoso sexual es la búsqueda de actividad sexual desde una posición de poder o autoridad hacia alguien que no lo desea. Interpretaron que él se encontraba en una situación de poder porque era un negrazo corpulento y ella era una tierna bailarina. El superlativo y los adjetivos son míos, pero es lo que estaban pensando: la firmeza de su criterio se sostenía en que la diferencia de tamaño es una posición de poder, ale, no contentos con discriminar por sexos… también por tallas. Por otra parte, según esa normativa acoso sexual también es la conducta sexual hacia alguien que no lo desea que genere un entorno hostil severo o dominante y objetivamente ofensivo que le perjudique en modo alguno. No hay caso de entorno hostil severo, ni siquiera leve, tampoco era objetivamente ofensivo, y para rematar no le perjudicaba en modo alguno. Tanto es así que ella no le denunció, dijo que nunca tuvo miedo, que nunca se portó mal con ella, que nunca le dijo nada obsceno, nunca se comportó irrespetuosamente, nunca le tocó de forma indeseable (aun bailando juntos), sino que simplemente se había sentido incómoda. Bueno, pues con todo eso interpretaron que sí, que eso de poner like en todas sus fotografías de Instagram, de apuntarse a sus clases de baile, de enviarle notas, de ser muy amable durante un año y de escribirle palabras románticas por carta es una conducta sexual que genera un entorno hostil severo y objetivamente ofensivo que le perjudica. Yo creo que cualquiera entiende que la chica se sintiera incómoda, lo es que alguien se enamore de ti y se ponga pesado cuando no te interesa, pero cualquiera debe entender también que eso no es un delito. Por otro lado está la acusación de acecho sexual. Sí, sé que parece mentira, pero existe. Esa normativa entiende que el acecho sexual es la conducta sexual con propósito no legítimo que asuste a la otra persona. Lo de «no legítimo» lo dejo sin comentario, de puro absurdo. No obstante, parece obvio que el hecho de asustar a alguien involuntariamente no es un delito, pero es que además ella nunca se sintió asustada, lo reiteró en varias ocasiones ante la pregunta directa de los «jueces», sino simplemente incómoda. Pues nada, acechador y acosador sexual: expulsado.
A ver si nos sirve de catarsis. Alguien puede pensar que los «jueces» eran tontos de remate, casualmente los tres, y que de un caso no se puede inferir una regla. Pero es que los «jueces» son profesionales de lo suyo y estaban interpretando razonablemente bien la normativa. El problema es la normativa, no el caso. He ahí nuestra tragedia. Establecer diferencias de sexo en una ley no es igualdad, es discriminación. Una ley discriminatoria es injusta y algo injusto no es bueno. Las leyes que entran a valorar los sentimientos, y no los hechos, terminan siendo arbitrarias y caen en la discriminación a criterio del juez. Si con la presión social animamos la sensibilización en exceso y sin mesura, sin razonamiento, limpiamos el camino para que los políticos idiotas construyan leyes injustas. El acoso sexual es un tema serio, no deberíamos ser tan irresponsables al respecto. Las consecuencias de tal insensatez no nos gustarán.