
Nací un diecinueve de febrero. El de este año me había citado con la luna, vestida de largo y blanco. Luna de nieve la llaman los astrólogos. Poco antes de las siete de la tarde la vi aparecer por el horizonte mediterráneo. Amanecía luminosa como casi nunca, en la parte débil del compás, a contratiempo. Estaba preciosa, sin eclipses ni velos, completamente desnuda. No me extraña que muchos hombres pierdan la cabeza por ella. Luego pasó lo que tenía que pasar: nos ocupamos del silencio y dejamos correr el reloj.
Al volver a casa yo tenía cuarentaidós años y ella solo quince días de edad. Me miraba gibosa menguante desde arriba, como una metáfora de mí, cabalgando solitaria bajo el signo de Virgo. Sé que no volveré a verla hasta dentro de siete años… pero qué bonita era, tan nocturna y negativa, guardando en sus brazos los rayos de Zeus.