El País de los Maragatos, también dicha Maragatería, o la Somoza que llamaban antes, es famoso desde antiguo por llevar del mar gallego el pescado a los gatos de Madrid, por la chifla que junto al tamboril se sopla, por curar con sal y en cuatro trozos las piernas de la vaca como nadie y por conservar un dialecto leónes de cuando El Sabio escribía versos. Pero como allí son de buen comer, más lo es por su cocido labriego.
Me calzo uno de esos cocidos maragatos en el Castrillo de la Plaza Mayor de León, como cosa inevitable, donde no hacen más que poner vuelcos y vino a todo el que entra. De arrieros era costumbre tomarlo del revés, primero las carnes y al final la sopa, que en eso de la conservación de la energía nadie sabe más que quien la gasta. Lo que no me dicen es que no comían otra cosa en todo el día, que bastante era por sí solo para una jornada de labranza. Sí me recomiendan vinos con maestría, maridados cada cual con cada vuelco, como cosa bien estudiada que tenían. Prieto picudo de Gordoncillo termina por convencerme, no iba a ser todo asturicense.
Como a la batalla no se puede ir con el estómago vacío, ofrecen unos aperitivos: lengua de vaca curada, cecina, garbanzos con almejas, chorizo de la tierra y cosas así. No es necesario, pero pruebo la lengua, con su pimentón de La Vera y buen aceite andaluz. Y de ahí a la guerra. «Comienza lo serio», amenazan en la carta, que sirve para conducir al insensato y explicarle dónde se ha metido, no para dejarle elegir. Llega el primer vuelco, un recipiente de barro que no se lo salta un galgo, colmado de carne. Yo creía que era para coger un poco y pasárselo al siguiente. Qué ingenuo. A penas un chorizo de Astorga, un morcillo de vaca, un poco de gallina blanca, una pata de cerdo seca, ya no tan seca, un trozo de panceta rosa, con su grasa dulce y exquisita, el morro de un cerdo, todo él y con su oreja, y lacón adobado. Una montaña de alimento coronada por el famoso «relleno», especie de albóndiga hiperbólica, sobada en casa a base de pan, ajo, perejil y manteca de cerdo, que bien habría servido de argamasa para recibir bloques de hormigón. Estaba deliciosa. Lo acompañan de una ensalada verde de lechuga y cebolla de su propio huerto, un soplo de frescura imprescindible. Que si quiero repetir no hay problema, me dicen. Yo creo que sí. Me dejo la mitad cuando estoy a punto de reventar.
Pido más vino para resistir el segundo vuelco. Un barreño de garbanzos pico pardal camina por el pasillo al son de los tambores. Había suficiente para alimentar a una cohorte romana. No vienen solos, sino con berzas, que viene siendo un repollo entero, y con su refrito, claro, que sin el refrito eso se queda en nada. Un cuenco de guindillas en vinagre alivia el guiso, picaditas entre los garbanzos si uno quiere, o a mordiscos cuando ya no puedes más. La fragua de Vulcano nunca vio tanto fuego como mis entrañas. Consciente de que la batalla está perdida, abandono el plato justo antes de morir. Por más ataques y embestidas que le doy, el ejército de garbanzos se retira ileso, como si no hubiera comido nada. Era invencible.
Si sobra, que sobre sopa, suelen decir, y bien dicho, porque va a sobrar. El tamaño del cazo del tercer vuelco presagia lo peor. La sopa es una olla de porcelana llena del caldo rojo que resulta de escurrir todo lo anterior, con sus fideos puestos en el momento adecuado, para que no se pasen, que el cocinero intuye con perspicacia cuando te ve agonizar con el repollo. Parece líquida, pero es cosa del calor. Al poco puedes cortarla con la cuchara. Se diría que es cosa simple, pero está tan buena que decido sacar de la mochila el estómago de maltratar y meterme un par de platos, nada que pueda ofender a la pantagruélica marmita.
Como medalla y remate llega un plato de natillas caseras, es lo más típico. No sé cómo no se me había ocurrido. Algo fresco, me digo, pero nada. En el océano de leche y canela nada una mantecada de Astorga, un arma poderosa que, a juzgar por sus calorías, además de huevos, harina y azúcar debe llevar plutonio. Qué buena está. Terminan con un café de puchero y un licor de hiervas. La palabra puchero me hace temblar y cualquier cosa que suene a hiervas me parece buena idea.
Al final capitulan mis fuerzas y me bato en retirada. No sé si darles las gracias o echarles las culpas. Prometo volver, pero no sin testamento. Ellos, tan amables, se despiden entre risas y me dan la extremaunción. Una cama donde reposen mis huesos es lo que único que me falta.
Me encanta todo lo que escribes, eres un libro abierto😘😘😘😘
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