
El adjetivo, junto al adverbio, es enemigo del escritor, y en consecuencia también lo es del lector. Es una herramienta, pero como la nitroglicerina, que solo hace ruido y destruye si no se sabe usar. El primero ayuda a describir a los sujetos de la narración y el segundo a describir sus acciones. Ambos, si no enriquecen, duermen la historia, aburren, despistan, siembran irrelevancias que no germinan y convierten los libros en combustible para estufas. Vamos a repasar cómo los adjetivos pueden destruir un texto y hacerle perder el tiempo al que quiere disfrutar. A ver si lo consigo sin utilizarlos, como hasta aquí.
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*REFERENCIAS:
García Márquez, G., Relato de un náufrago (1955), Bogotá, El Espectador.
Aristóteles, Poética (s. IV ac).
Horacio Flaco, Q., Epístola a los pisones (s. I).
Boileau, N., L’art poétique (1674), París, Denys Thierry.
Quevedo, F., Historia de la vida del Buscón, llamado don Pablos; ejemplo de vagamundos y espejo de tacaños (1626), Zaragoza, Pedro Verges.