
Descubro con sorpresa un trabajo periodístico brillante donde menos lo esperaba, en Vanity Fair. Pido disculpas de antemano por mis prejuicios. Ya les gustaría a los grandes periódicos «serios» alcanzar las cotas de profesionalidad de Joana Bonet y cuidar con tan buena pluma sus artículos. Consigue entrevistar a una ministra, sabiendo que el texto va a ser polémico, y la trata con respeto y dulzura, pero sin esquivar los temas que le interesan a la gente. No hace sangre, pero tampoco adula, sin dejar de facilitar un entorno amable con la entrevistada. Salpica la prosa con pinceladas poéticas que hacen la lectura agradable: «Son las tres de la tarde y las acacias de la calle Alcalá derraman sus verdes frente a la bandera LGTBI que aviva la fachada del Ministerio de Igualdad.» Todo dicho, pero bien.
El rechazo a la monarquía, la polémica por la entrevista en Diez Minutos, las infidelidades de Iglesias, la caja B de Podemos, el feminismo radical, las cloacas, el caso Dina, los acosos… Bonet no se deja nada en el tintero, y además tiene el tacto de saber sacar lo que esperan sus lectores: el lado fashion de Montero y su faceta humana. Las fotos de Javier Biosca aderezan esa perspectiva con el estilo elegante y preceptivo de la revista. Un trabajo excelente que merece mi admiración y nos deja algunas perlas de Irene entre líneas.
Vanity Fair le ofrece a la ministra un contexto cómodo para la entrevista. «No hay otro renglón torcido más que el monárquico en este gabinete.» «Parece un libro abierto de pedagogía moderna.» «En ese pueblo la recuerdan como una chica lista, con desparpajo.» Y así, con la presa relajada, pone en evidencia su vanidad: «somos plurales,» «la maternidad me ha enseñado a ser más tolerante,» sus hijos «son fuertes y seguros,» «teníamos razón,» «no vamos de víctimas,» «he sido empollona,» «hice un máster,» tiene «un expediente académico excelente,» «siempre me gustó ser la primera de la clase,» «me doy cuenta del ímpetu y del carácter que tengo,» «cuando se trata de una mujer joven, a la sociedad todavía le cuesta atribuirle brillantez, excelencia, credibilidad.» Son textuales de Irene, no seguiré para no ser prolijo.
Son muy interesantes algunos testimonios que, tras una pregunta aparentemente inocente, dejan ver las fauces demagógicas del político profesional. Sobre los acosos a su familia, por ejemplo, Irene no duda señalar a su enemigo imaginario, «ahí operan una derecha y una ultraderecha que solo sobreviven a través del odio.» Sin embargo, nadie sabe quiénes son los acosadores. Da por sentado que son sus rivales políticos, pensando en PP y Vox, y añadiendo la etiqueta de ultraderecha para enfatizar. El PP es un partido socialdemócrata y Vox, conservador. El término ultraderecha solo se puede justificar por contraste con su propia ideología, lo que no es izquierda radical debe ser ultraderecha. Por suerte, casi todos los votos del lado derecho los acaparan PP y Vox. Si no existieran es posible que los recogiera algún partido de ultraderecha, y entonces sí nos íbamos a cagar por las perneras. Que el PP esté entreverado de corrupción y Vox sea populista es lo que les debería criticar. Pero claro, de eso nadie está libre.
Insiste que son PP y Vox quienes les acosan cuando subraya que «nosotros trabajamos por un proyecto de país que para ellos es despreciable: la justicia social, el reparto de la riqueza, el feminismo…» Dejando de lado que no conocemos a los acosadores, varias falacias formales se le pueden achacar. Utiliza eufemismos hermosos para cimentar la bondad de su ideología. La justicia social ha de entenderse como justicia para la sociedad, es decir, justicia simplemente. Por ejemplo, no entra en el ámbito de la justicia que alguien sea feo, aunque nos de lástima y pensemos «qué injusticia que sea tan feo, con lo bueno que es.» El reparto de la riqueza debe entenderse como libertad para que todos accedan a ella en igualdad de oportunidades, sin trabas legales, y que se distribuya con justicia entre las personas de acuerdo a su esfuerzo, méritos, suerte, etc. Por ejemplo, no sería reparto de la riqueza quitarle veinte euros a un camarero después de un día de trabajo para dárselo a alguien que no ha ido a trabajar. Feminismo ha de entenderse como una corriente de pensamiento que defiende que las mujeres tienen al menos la misma dignidad que los hombres y deben gozar de completa libertad, con igualdad ante la ley. Por ejemplo, no sería feminista una ley que castiga un delito de forma distinta dependiendo de si el acusado es hombre o mujer. En general, nadie está en desacuerdo con esos tres principios, y no hay ningún partido político, ni mucho menos, que los considere despreciables. La cuestión es que Irene no entiende esos principios en su naturalidad, sino que los utiliza como eufemismos: para ella, la justicia social es prometerle, al que no tiene, un buen empleo y un sueldo cómodo, porque es justo que todos lo tengan; el reparto de la riqueza es quitarle dinero al que lo gana para dárselo al que no; y feminismo es un movimiento político que asegura que los hombres menosprecian a las mujeres, con el fin de generar un sentimiento de ofensa y ganar así más adeptos al movimiento. Eso sí es posible que sea despreciable, engañar al que no tiene, robarle al trabajador y manipular a las mujeres para que se sientan menospreciadas por serlo. Por suerte, la mayoría de mujeres, trabajadores y pobres, no comulgan con esa demagogia. Será que son de ultraderecha.
Pero la mejor parte viene cuando Bonet deja a la vista y casi sin que se note lo que hay dentro de Irene. La ministra aparca el comunismo impostado y se le escapan frases del PP: «quieren convencer a la gente de que está mal comprarte una casa con tu dinero.» Dinero tuyo, que nadie te lo quite, propiedad privada, capitalismo… y los malos son los que quieren convencernos de que eso está mal.
Ella es político de profesión, lleva treintaidós otoños como este armando su carrera para llegar a ser ministra, que no parece cosa fácil. Algún albañil de los que yo conozco podría decir lo siguiente, pero no, lo dice ella sola, olvidándose de quién es: «hay muchos hombres de 50 y 60 años en la política de este país que no han hecho nada más que política. Parecen muy respetables porque son hombres y van con traje y corbata, pero no han tenido ninguna profesión. A veces ni siquiera han terminado sus estudios.» Los hombres políticos son sanguijuelas analfabetas sin alma, no me cabe duda. Incluso si no son hombres. Hay excepciones, como en todas las sanguijuelas.
Y el lado maravilloso de la entrevista es el del glamour, allí donde Irene se olvida por completo de la clase obrera y se siente reina por un momento, donde empieza a ver lo interesante de la moda, de la vida holgada, de la fama… Donde toma contacto con la realidad y se le cae el disfraz de progre, la máscara de feminista, el antifaz de la sencillez. Posa con cuatro modelos diferentes, en medio de negritas y cursivas al más puro estilo comunista: la boiserie de su despacho, un blazer negro, punto de canalé de Maje, botones dorados, traje de chaqueta de Pedro del Hierro, zapatos Exé, jersey y pantalón de Woman, botines de piel, abrigo oversize de Mango y, por supuesto, Única de Adolfo Domínguez. Son palabras que resuenan en el socialismo, que representan a los de abajo, que simbolizan a los que más lo necesitan. «Estoy descubriendo que la moda no es siempre impostura, también es una forma de expresar cómo eres.» Así se confiesa Irene, desnuda del uniforme de izquierda que llevaba puesto. Pronto descubrirá que el comunismo es una patraña, que la propiedad privada está muy fantástica y que los liberales, jo tía, solo quieren la libertad. Hasta entonces, me quedo con este diamante, mezcla de ambición, de ternura y de ingenuidad: «el acceso a la belleza es un derecho.» Y vamos a luchar para que todos tengan una belleza mínima básica universal, le ha faltado decir.
Querido lector, recuerda conmigo lo que significa Vanity Fair: la feria de las vanidades, la vida social de una comunidad empeñada en la apariencia, símbolo de la frivolidad. Ahora cierra los ojos y respira profundamente.