
Me imagino a Don Antonio cabalgando un caballo bayo, templándole las crines con la brisa del Guadalquivir, mojándole los cascos en la playa y llenándose el sombrero de polvo de albarizas. Me refiero al Duque de Montpensier, el hijo del rey Luis Felipe de Francia. Quizá no fuera así, pero déjame que lo crea, en 1849, enamorándose de Sanlúcar, de una yegua gaditana y de sus tierras. Por qué sino se iba a quedar a vivir allí, plantando viñas junto al mar. A los fenicios ya les gustaban los atardeceres en el archipiélago, cuando esas tierras estaban aún sumergidas en el océano y a la ciudad de Cádiz había que llegar navegando, con un quinquirreme, déjame que lo imagine, con la efigie de un caballo festoneando la quilla en forma de esperón. De aquellas aguas, que se convirtieron con el tiempo en lagunas salobres, quedan hoy los restos de una tierra blanca y fértil como ninguna para producir vinos. De eso venía a contarte, de las albarizas.

Casi cien años después, en 1948, los herederos de Don Antonio, los Infantes de Orleans Borbón, fundaron allí una bodega del mismo nombre, arropada por las cepas que plantó el Duque. Desde entonces elaboran vinos y brandis de la mejor calidad. Será casualidad, pero de gran belleza poética, que sea en las antiguas caballerizas de Montpensier donde crían los vinos. Porque los vinos hay que criarlos, como la educación y el amor, que sin mimo no despliegan todo su arcoíris de matices. Los mejores, los más antiguos, raros y excelentes, los guardan en un rincón que llaman sacristía. Como ves, Plectro a los andaluces no les falta, ya lo quisiera yo para mí. Tuvo que pasar mucho tiempo para que en la sacristía de los Infantes de Orleans Borbón entrase otro Don Antonio, de los Barbadillo esta vez, a meter sus narices en las botas. También me lo quiero imaginar trotando sobre una yegua isabela de ojos negros, con los cabos rizados, igual de negros, hermosa y fuerte como una gitana, porque Antonio es grande. Su talento tiene un olfato sibilino para seleccionar botas y sacar lo mejor de Sanlúcar en el momento oportuno. De esa travesura nace la manzanilla Sacristía AB que tengo en la mano.

La fama de los vinos de Cádiz es ya monumental, sobre todo los del marco de Jerez y Sanlúcar, y en especial los finos y manzanillas. Sin embargo, no todo el mundo sabe que la manzanilla es exclusiva de Sanlúcar y tiene unas características propias inconfundibles. No voy a darte un sermón sobre la ella, baste con recordar que su particularidad se fundamentan en dos aspectos: por un lado, que las cepas crecen sobre suelos de albariza, y, por otro, que la crianza del vino se realiza bajo velo de flor. Ya ves, sobre los lomos de Pegaso parece que cabalgan los gaditanos cuando le ponen el nombre a las cosas. El velo de flor es un manto de levaduras que cubre el vino mientras fermenta y se cría en las botas, que es como llaman a la típica barrica jerezana de roble. La manzanilla vive toda su vida ahí escondida, sin dejar que el aire entre a molestarla, creciendo y adornándose de aromas, concentrando sus esencias, más intensas y variopintas con cada año que pasa sin ver el sol. No hay otra cosa igual.

Antonio Barbadillo saca la manzanilla cuando es ya adolescente, con diez o quince primaveras, en rama y sin maquillar. Esta que tengo en el alma es de junio de 2019. Todas son diferentes, según la estación, según la bota, según la guarda… Él sabe cómo hacerlo para que llegue a tus manos algo inolvidable. Ahí está la magia, y no pienso descubrir el truco. Lo que sí puedo decirte es que las malas lenguas aseguran que tiene una salinidad magnífica, que huele a sal. Ay, a sal… cómo se nota que no son gaditanos: huele como la cubierta de una barca de pescadores que vienen de recoger langostinos. Huele a sol, a mujer sobre la arena de la playa, cubierta de yodo y de mar. Huele a los perfumes afilados con que deben ungirse las nereidas, a base de almendra tierna y flores de camomila, déjame que lo imagine así. Y cuando se acerca a la boca te desarma, te derrama un beso fresco y envolvente, suave y delicado, pero muy intenso, de esos que no se olvidan, de esos que te dejan los ojos cerrados cuando se van. Pero no se va, se queda ahí para siempre.
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Agradezco los apuntes y consejos de María Casas y Borja Vázquez, difusores en Londres del conocimiento de la manzanilla Sacristía, sin cuya ayuda no podría haber escrito este texto.

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