«De veneno aspidum, de Sirenum cantu, de crocodili lachrymis &c.»
Gisbertus Voetius – Lachrymae crocodili abstersae, 1627.

Los cocodrilos son unos animales fascinantes con doscientos cincuenta millones de años de evolución. Junto a los dinosaurios, forman el clado de los arcosaurios. A diferencia de sus parientes, que fueron extinguiéndose poco a poco, los cocodrilos tuvieron la fortuna de ensayar distintas formas evolutivas, en tierra, en mar, en ríos, comiendo carne, insectos o siendo herbívoros, hasta dar con el patrón genético que supo sobrevivir. De sus parientes dinosaurios, en cambio, solo quedan ya las aves. No debe sorprender que un animal tan antiguo y fuerte sea germen de leyendas, mitos y creencias divinas para el hombre, que con sus escasos trescientos mil años de edad, concibe el cocodrilo como ese ser antediluviano que siempre estuvo ahí, ocultando un misterio en cada escudo de su piel, un enigma en cada lágrima.
En muchas culturas se ha asociado el cocodrilo con la serpiente, con el dragón, con el mal. En otras, en cambio, el cocodrilo ha sido un dios benefactor. Quizá la más relevante, por su importancia antropológica, sea la mitología egipcia de Sobek, el dios que se representa con cabeza de cocodrilo.

Para los egipcios era bueno, dios de la fertilidad y de la vida, de la naturaleza y la vegetación. No en vano, ahí queda la ciudad de Cocodrilópolis como botón, o el dios del sol Helios, a quien los griegos identificaron con Sobek.
Sea como fuere, la leyenda más curiosa a cerca de los cocodrilos no está relacionada con los dinosaurios, ni con sus poderes divinos, sino con su llanto y la maldad. Escribía Mateo Alemán en 1599 lo siguiente:
«… a los hermanos mayores de la cofradía de ricos y poderosos, a los privados, a los hinchados, a los arrogantes, a los aduladores, a los que tienen lágrimas de cocodrilo, a los alacranes, que no muerden con la boca y hieren con la cola, a los lisonjeros, que con dulces palabras acarician el cuerpo y con amargas obras destruyen el alma.»
Podemos observar en esta cita del Guzmán de Alfarache cómo se asocian las «lágrimas de cocodrilo» a la mala intención, a la hipocresía, al engaño. De esta suerte las define la RAE con firmeza desde 1817: «Las fingidas.» En 1603 un poeta contemporáneo de Mateo Alemán, un tal Shakespeare, puso en boca de Othello este hermoso dardo contra Desdémona:
«If that the earth could teem with woman’s tears,
Each drop she falls would prove a crocodile.»
Con otra altura, concibe en la metáfora el mismo desprecio por aquellos que aparentan un dolor que no sienten en realidad. El cocodrilo simboliza pues, con su lágrima, no ya la maldad del disfraz y del engaño, sino la perversión última de la angustia fingida. Por esas fechas, en 1611 el Tesoro de la Lengua de Covarrubias nos da una nostálgica descripción del cocodrilo, de la que podemos entresacar esta perla deliciosa:
«El Crocodilo, con el mote plorar, & deuorar: sinifica la ramera, que con lagrimas fingidas engaña al que atrae a si para consumirle.»
Observamos con curiosidad cómo se añade, a la maliciosa hipocresía, el objeto del fingimiento: atraer a la víctima para consumirla. Así pues, parece que se atribuye al cocodrilo una capacidad intelectual asombrosa, la de llorar para suscitar el interés de sus presas, así como un entendimiento magnífico de estas para interpretar el llanto. Podemos rastrear esa creencia en un conocido adagio de Erasmo de 1500:
«Κροκοδείλου δάκρυα, id est Crocodili lacrimae, de iis, qui sese simulant graviter angi incommodo cujuspiam, cui perniciem attulerint ipsi, cuive magnum aliquod malum moliantur. Sunt qui scribant crocodilum conspecto procul homine lacrimas emittere atque eundem mox devorare. Cujusmodi propemodum erant lacrimae Bassiani imperatoris apud Aelium Spartianum : lacrimabatur, quoties aut mentio fieret, aut imagines videret Getae fratris, quem occiderat. Alii narrant hanc esse crocodili naturam, ut cum fame stimulatur et insidias machinatur, os hausta impleat aqua, quam effundit in semita, qua novit aut alia quaepiam animantia, aut homines aquatum venturos, quo lapsos ob lubricum descensum neque valentes aufugere corripiat correptosque devoret. Deinde reliquo devorato corpore caput lacrimis effusis macerat itaque devorat hoc quoque.»
Es decir, fingir estar gravemente atormentado por la tristeza de otro, a quien le acontece un gran perjuicio o le sobreviene un gran daño. El cocodrilo como metáfora del hombre que llora ante lo que va a devorar. Como las lágrimas del emperador Bassiani, recuerda el filósofo, que lloraba cuando mencionaban a su hermano, a quien había asesinado. Esa era la creencia de algunos sobre la naturaleza del cocodrilo: que estimulado por el hambre, acecha y maquina, seduce a los animales, o a los hombres que se dejan engañar para devorarlos. Al parecer, este proverbio de Erasmo está calcado de una leyenda de Plutarco, y a falta de un estudio más profundo no lo vamos a poner en duda hoy.
Pero, al margen de la leyenda, ¿lloran los cocodrilos cuando se comen a sus presas? Tenemos un recuerdo de ello en el Libro de las maravillas del mundo, también conocido como los Viajes de John Mandeville, quien entre 1322 y 1356 anduvo por Egipto, Palestina, India, China descubriendo cosas asombrosas para relatarlas. Lo más divertido del asunto es que el tal John nunca existió, lo cual no es óbice para disfrutar de este fragmento exquisito sobre los cocodrilos:
«En ese país y por todo el Inde hay abundancia de cockodrills, que es una especie de serpiente larga, como ya he dicho antes. Y de noche habitan en el agua, y de día en la tierra, en rocas y cuevas. Y no comen carne en todo el invierno, sino que yacen como en un sueño, como las serpientes. Estas serpientes matan a los hombres y se los comen llorando; y cuando comen, mueven la mandíbula superior y no la inferior, y no tienen lengua.»
El llanto de los cocodrilos ya era conocido de antes. En 1284, el florentino Bruneto Latini dejó escrito en el Livre dou Tresor: “Si el cocodrilo mata a un hombre, se lo come llorando.” Quizá a pocos les suene el trabajo de Latini, pero sirva como aval de su conocimiento que fue el maestro de Dante. La pista más antigua nos la deja Bartholomaeus De Glanville en 1250: “El cocodrilo llora sobre su presa muerta y la devora”. La podemos extraer de su enciclopedia De propietatibus rerum, muy traducida en la edad media, de donde probablemente tomó Latini la información.
Parece obvio que algo de verdad debe haber en el dicho. No en vano, aún en el s. XIX, antes de que la ciencia se aupara sobre mimbres más robustos, podemos rescatar la apasionada descripción que hace el Compendium latino-hispanum, impreso en Barcelona en 1832: «Cocodrilo, animal de cuatro pies; por agua y por tierra dañosísimo; solo en el río Nilo se halla; su nacimiento es de un huevo como el del ganso, y hasta que muere va creciendo disformemente; no tiene lengua; en cuatro meses de invierno no come; mas después se desquita, tragándose los hombres que le siguen, y huyendo de los que le hallen. Antes de tragar a uno, llora con vivas y traidoras lágrimas. Unde crocodili lachrymae: compasión cruel. Con los excrementos de este animal aderezan la cara las damas.» A falta de mayor rigor, con eso había de conformarse la corte de Fernando VII el Felón.
Como suele suceder, el trabajo científico moderno arroja luz sobre las supersticiones y, si bien no resuelve todas nuestras preguntas, al menos ilumina algunos rincones y disipa las sombras más espesas. El caso es que los cocodrilos lubrican sus ojos constantemente, se conoce que eso de estar entrando y saliendo del agua se lo pide. Además, sus glándulas lagrimales están tan próximas a las salivales que cuando mastica, y lo hace con fuerza, exprime todos los fluidos a la vez, sin atisbo de hipocresía ni traición. Tan es así que la ciencia le ha dado la vuelta a la leyenda en un giro inesperado de la trama: existe, en humanos, el síndrome de Bogorad, también conocido como síndrome de las lágrimas de cocodrilo. Al parecer, en relación con una parálisis facial periférica, en ocasiones se produce un trastorno por el cual unas fibras nerviosas relacionadas con las glándulas salivales se dirigen hacia las lagrimales y, al masticar, llora el ojo cuando no toca. Hay que ver, si Plutarco lo oyera.

Debes saber, estimado lector, que eso no es todo. También dicen del cocodrilo algo muy interesante en una leyenda africana, y, si no viene Plutarco ni Shakespeare a contradecirme, te la voy a contar a mi manera. Érase una vez, hace mucho, mucho tiempo, mucho antes de que el hombre poblara la tierra, quizá en la época de los dinosaurios, nadie se acuerda del día, un cocodrilo. Vivía en el lago Victoria, antes de que alguien le pusiera el nombre. Tenía por amigo inseparable un pluvial. Nadaban juntos por el lago, el pajarito encima de su cabeza, como el capitán de un barco, con el pecho en alto. El cocodrilo braceaba con tal dulzura que no estremecía si quiera la lámina de agua. Salía a tierra por la noche, para pasear cuando hacía menos calor. No solo era fuerte y hermoso, también tenía una piel lisa y reluciente, una dentadura perfecta y unos ojos mágicos que embrujaban a todos los animales. Era admirado. Después de comer abría la boca en la ribera, grande como una caverna, para asombro del que la viera. El pluvial se metía entonces dentro, caminando de puntillas, y picoteaba los restos de carne para cuidarle los dientes. El pajarito nunca tuvo miedo de su amigo, y el cocodrilo nunca le hizo daño. Eres muy bello, le decía el pluvial desde la boca, tienes unos dientes preciosos, los más fuertes del mundo, nadas mejor que nadie y con el mayor sigilo, tu piel es hermosa y limpia como ninguna, sin pelo, sin plumas, sin escamas y sin babas, y tu mirada encierra toda la belleza que se pueda imaginar. Así le decía cada día, ante la emoción de todos los animales del lago Victoria. Poco a poco, el cocodrilo empezó a salir del agua con más frecuencia, incluso durante el día, para que los demás pudieran deleitarse con su presencia a plena luz. Se tumbaba en la tierra y dejaba que se acercaran las cebras, los leones, los ñúes, las serpientes, los conejos y las aves. ¿Has visto qué guapo es…? ¡Qué piel tan bonita tiene…! ¡Quién tuviera esos ojos…! Dicen que es el más fuerte del lago… Todos adulaban al cocodrilo, lo veneraban como a un ser poderoso y temible, pero benefactor. Se convirtió en una especie de dios para ellos, un dios de la fertilidad, de tan fuerte y asombroso, el dios de la vegetación, tanta era su belleza. Pasaba los días recibiendo elogios, ofrendas y halagos en la tierra, no tenía tiempo de otra cosa. Sin darse cuenta, dejó de sumergirse en el lago, y también de nadar con el pluvial. Tenía demasiada gente que le quería como para perder el tiempo en otras cosas. Estaba llamado a satisfacer la admiración de todos los animales. Sin embargo, no todos tenían la lealtad que le habría gustado, y algunos pronto se cansaron de él, de su vanidad. El cocodrilo, que no tenía mal corazón, frecuentó más si cabe los rincones de tierra donde vivían los animales que no iban a verle, en busca de su compañía. Se pasaba todo el día y toda la noche en tierra, y solo volvía al lago para beber agua. Pero, aun así, cada vez menos animales le admiraban. Poco a poco, sin darse cuenta, dejaron todos de verle, y hasta se escondían de él. No se había dado cuenta, pero había cambiado, el calor del sol le había hecho daño: estaba envejecido y le costaba mucho andar, tenía la piel destrozada, llena de protuberancias y escudos escamosos, los dientes deformes y sucios, y los ojos resecos. Ya no era el mismo, parecía como si hubiesen pasado miles de años por encima de él. Volvió al lago Victoria, triste y desolado, sin nadie que le hiciese compañía. Se metió en el agua y buscó un pez para alimentarse. Le costó mucho esfuerzo atraparlo. No recordaba siquiera la última vez que comió. Se había cansado tanto con la caza que subió a la superficie para respirar y abrir la boca, enorme y feroz, para aliviarse del sofoco. Miró al sol con el alma llena de dudas y derramó unas lágrimas. De pronto notó unas patitas pequeñas. Era el pluvial, que estaba picoteando la carne que le quedaba entre los dientes: amigo mío, ¿por qué lloras?
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Hermoso texto, de principio a fin. Lamenté perderme la cita en latín. Saludos!
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Gracias, Franco. Aproximadamente, la cita en latín contiene lo que explico en las siguientes líneas. Es una interpretación al vuelo, no me atreví a traducirlo con rigor, mi latín es muy elemental y algunos detalles de la cita me resultan confusos.
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