
Un mundo fantástico en el futuro lejano, protagonizado por el planeta Arrakis, un asombroso desierto habitado por monstruosos gusanos de arena y unos hombres increíbles llamados fremen. Una droga carísima capaz de desequilibrar los poderes del universo, un malvado malísimo y un joven llamado a ser el héroe de la leyenda. Hoy analizamos Dune, la novela. Si no la has leído, te servirá de reseña, y si ya lo has hecho, podremos repasar juntos sus virtudes y defectos, que espero sirvan de ejemplo para mostrar algunos detalles de cómo se debe escribir, si te gusta hacerlo, o para apreciar la belleza de la literatura si lo que te gusta es leer. También, siendo honestos, servirán para advertir algunos errores narrativos que se deben evitar. Si eres de los aficionados a Dune… te espero en los comentarios. Este es el índice del ensayo:
- Introducción a la obra
- Argumento
- Estructura
- Terminología
- Los personajes
- El estilo
- Conclusión
- Resumen
Introducción.
Dune es una novela de ciencia ficción escrita por el estadounidense Frank Herbert y publicada en 1965. Se trata de un volumen grueso, de unas ochocientas páginas, que ha tenido un gran éxito editorial desde su publicación hasta hoy, con innumerables secuelas literarias, series de televisión y tres adaptaciones al cine, una de ellas de este mismo año. Podemos decir que estamos ante un clásico, una de esas sagas icónicas que impulsó el subgénero literario de la ciencia ficción hasta alcanzar una fama mundial en la década de los sesenta, al olor del interés despertado por la obra fantástica de Tolkien, entonces en plena efervescencia. Ambas obras, una en la ciencia ficción y otra en la fantasía, sentaron los cimientos sobre los que hoy se edifica toda una cultura artística, no solo en la literatura, sino también en el cine y las artes plásticas. Con estilos muy diferentes, la ambición de ambos autores fue similar: describir un mundo imaginario complejo y apasionante en el que pudiéramos proyectar poéticamente nuestras mejores virtudes, tanto individuales como de grupo, y nuestras más profundas miserias. En la obra de Herbert tienen gran protagonismo conceptos antagónicos como traición y lealtad, sinceridad y mentira, humildad y vanidad, sencillez y doblez, apego al dinero y prodigalidad. Los personajes están tallados con maravillosas virtudes, de las que todos querríamos hacer gala, o con inefables defectos, en los que nunca querríamos caer. Y en ese entorno de dicotomía se produce la crisis y la batalla, donde las fuerzas del bien han de batirse el cuero para derrotar a las malvadas. A diferencia de Tolkien, donde el mal es absoluto y no conoce grados, en Dune los malos son humanos, tanto en el aspecto como en la condición: sienten, piensan, sufren, dialogan, tienen fortalezas y también debilidades, lo cual permite sembrar en la trama intereses ambiguos, como por ejemplo la política, la diplomacia o la traición. De hecho, a mi juicio ese es el fulcro sobre el que bascula la historia: las intrigas palaciegas, el espionaje, la traición, la lucha por el poder político, y el contraste de esas vanas ambiciones humanas con la sencillez de los hombres humildes y la nobleza de los hombres de honor. Como no puede ser de otra manera, habrá amor, habrá muertos, pero al final no puede prevalecer la maldad. El encanto de estos asuntos, como puedes sospechar, está en el entorno, el contexto en el que se desarrollan las tramas. Herbert imaginó un mundo fantástico en el que son posibles los viajes espaciales, donde se describen naves y equipamiento futurista, un planeta en el que no hay agua, solo desierto, con unos habitantes misteriosos cuya reciedumbre y tecnología es admirable, monstruos de arena de varios kilómetros de longitud, una religión única asombrosa, rituales sorprendentes, que incluyen los venenos, la magia, la transustanciación, la clarividencia, armas maravillosas, desde bombas nucleares hasta cuchillos que no se rompen o diminutas agujas mortíferas, personajes fabulosos, desde matemáticos asesinos hasta guerreros trovadores, pasando por médicos, contrabandistas, aristócratas y banqueros. En definitiva, un escenario atractivo que ha enganchado a los jóvenes durante seis décadas por su plasticidad, su colorido y su mágico aroma.
Argumento.
En un mundo posible, dentro de ochomil años, la dinastía de los Atreides, nobles y fieles, arriba al planeta Dune para poner orden y gobierno, un planeta desértico que habitan unos hombres llamados fremen con una cultura tribal misteriosa. La dinastía de los Harkonnen, cruelmente infames y taimados, se alían con el Emperador del universo para acabar con los Atreides mediante traiciones y engaños. Los Harkonnen consiguen tomar el planeta, pero el joven Atreides, heredero de tan solo quince años, logra escapar al desierto con su madre, una bruja buena. La novela transcurre con la evolución del joven Paul en el inhóspito mundo de los fremen hasta convertirse en el mesías que, según la leyenda, transformará el planeta en un paraíso. Con poderes sobrenaturales asombrosos, en dos años intentará acabar con los Harkonnen y someter al Emperador, prometiendo a los fremen un futuro idílico.
Estructura.
La novela se desarrolla en cuarentaiocho capítulos separados en tres partes: Dune, Muad’Dib y El profeta. Al final se añaden cuatro apéndices para completar el contenido que no ha sido aclarado lo suficiente, unas breves notas cartográficas sobre el planeta Dune, y un índice de palabras inventadas. El texto está narrado en tercera persona por un narrador omnisciente, si bien cabe destacar que los capítulos están todos precedidos de extractos de obras ficticias escritas por uno de los personajes. La obra empieza in medias res, como no puede ser de otra manera salvo que uno pretenda escribir otra Biblia y empezar por el principio, y avanza de forma lineal hasta el desenlace, con una pausa de dos años después de la segunda parte. Solamente hay una excepción en el capítulo veinte, poco antes de terminar la primera parte, que se narra en analepsis. Siendo la única en la obra, a mi juicio desequilibra la estructura formal sin un propósito brillante: la intención es contar en vivo cómo ha sucedido la traición de los dos capítulos precedentes, pero queda intercalada con dudoso éxito para generar una sensación de sorpresa en el lector que no se consigue. Si hubiese sido el último capítulo de la obra, esa alteración de la estructura habría tenido el propósito de generar un clímax narrativo no solo con los hechos sino también con la forma, pero así, amén de predecible, resulta como un bache en el camino. La idea, a priori, no es mala, algunas obras utilizan con frecuencia la analepsis y la prolepsis con buen estilo, para explicar motivos en el momento preciso o para anticipar sucesos, sembrando así la justificación futura, pero no es el caso. En este, habría bastado con que el narrador explicara los detalles de la traición o bien el traidor confesara sus métodos a otro personaje para satisfacer la curiosidad del lector, pues son hechos que no tienen trascendencia en la trama: saber cómo ha envenenado a este o matado al otro no es tan relevante como para cambiar la estructura narrativa, además de que podía haberlo contado el narrador en los capítulos en los que sucede la acción en lugar de ocultarlo deliberadamente para después construir un capítulo de analepsis.
En cuanto a los extractos de libros ficticios que preceden cada capítulo, a modo de cita, reconozco que es uno de los hallazgos más interesantes del autor. El propósito principal es dotar a la historia de mayor profundidad, deslizando en el lector la idea de que en ese mundo se escribieron muchos libros acerca de los protagonistas y sus aventuras con posterioridad a sus hazañas. También le sirve al autor para anticipar hechos que sucederán en el futuro, con comentarios incompletos que infiltran sospechas o dudas en el lector, fomentando su intriga y su interés por avanzar en la historia. Por otra parte, el autor de esos libros es un personaje de la propia historia, del cual no tenemos conocimiento hasta el final de la obra. Ese aspecto añade una nueva tensión narrativa, haciendo que el lector se pregunte quién será ese personaje, por qué tiene toda esa información, por qué escribe los libros… Y uno espera con ilusión el momento en el que esa supertrama se desenrede y nos descubra el personaje y su importancia en los acontecimientos, hilvanando así todo lo que nos ha ido contando para cristalizar en algún giro dramático o en alguna revelación sobre la que pivote la trama principal. Sin embargo, si bien la idea es brillante, no está ejecutada con ninguna intención de fondo: el personaje aparece al final sin apenas relevancia desde un punto de vista narrativo, y sus obras literarias tienen un valor meramente anecdótico. Si me permites el inciso, este aspecto literario, el de sembrar información que después no se utiliza, causa fatiga y frustración en el lector, porque durante muchas páginas va acumulando en su memoria datos que sospecha que tienen algún valor más allá del decorativo, con la esperanza de que en su momento tengan relevancia en la trama y le ayuden a desenredar el nudo dramático sin dejar cabos sueltos. Como el lector no quiere perderse los detalles ni dejar sueltos los cabos, se esfuerza por interpretar todo lo que escribe el autor y retener en la memoria reciente los matices para cuando sean pertinentes. Como es natural, si eso no sucede, la sensación de fatiga y frustración empaña el resto de la historia y deja en el lector un sentimiento de haber sido engañado. Consciente o no, el lector no volverá a confiar en el autor y cuando aparezca un detalle relevante lo pasará por alto pensando que es un adorno sin importancia, y lo olvidará, perdiéndose parte de la literatura. En el caso de Dune, Herbert cae con demasiada frecuencia en este defecto narrativo. Volveremos a ello con algún ejemplo de otra índole más adelante.
Respecto a los cuatro apéndices, se trata de unas piezas breves acerca de la ecología de Dune, la religión, las Bene Gesserit (las brujas) y personajes importantes. Cabría pensar que son fragmentos del autor para desarrollar matices de esos aspectos que no se han podido insertar en la trama por cuestiones narrativas pero que pueden interesar al lector para profundizar en ese majestuoso mundo que se alumbra detrás de la novela, como si de algún modo el universo estuviera allí y la novela fuera tan solo una pequeña parte de él. Sin embargo no es así, la novela es todo el universo ficticio y los cuatro anexos forman parte de la novela de algún modo, pues no es el autor quien los relata, como persona ajena a la ficción, dirigiéndose al lector con la sinceridad del novelista, sino que es un narrador que reelabora los conceptos de la historia con un estilo similar al del narrador del resto del libro. Similar, pero no igual, porque el ritmo narrativo es completamente diferente. Para mayor confusión, el anexo sobre la ecología está precedido también por un extracto de un texto escrito por uno de los personajes, que es ecólogo, al estilo del resto de capítulos. Por otra parte, el anexo de las Bene Gesserit, las brujas, después de introducirlo el narrador, está escrito por la protagonista principal. Por si fuera poco, el anexo de los personajes tiene otra estructura, siendo fragmentos de estilo enciclopédico acerca de siete personajes relevantes en la historia, provenientes de algún almanaque interno al mundo de la narración. Siete y solo siete, olvidando a muchos personajes, entre otros al protagonista. La idea de los anexos es buena, pero sospecho que la intención del autor no es honesta hacia el lector. Si existe un abundante material sobre el cual se escribe la novela, los anexos pueden tener sentido, y podemos pasar por alto la postura del narrador. Pero no hay tal cosa, apenas son reelaboraciones de datos que ya se han leído, con ligeros adornos de contexto, los cuales no consiguen el propósito del autor: sugerir una sensación de profundidad de contenido que no existe. Algo similar sucede con la nota cartográfica, que de tan breve y exenta de material cartográfico riguroso trasluce la intención de fingir una densidad de material informativo inexistente. Por último, el apartado relativo a la terminología sí tiene alguna utilidad, pues la obra está repleta de palabras inventadas inspiradas en idiomas de lo más pintoresco: navajo, latín, chakobsa, nahuatl, griego, persa, indonesio, ruso, turco, finés, inglés antiguo y, mayoritariamente, árabe. No obstante, aunque es útil en algún caso excepcional, resulta accesorio en la mayoría, con ese mismo aroma de maquillaje para dar una sensación de profundidad a la historia que no se consigue. Por ejemplo, en el capítulo treintaiocho se cita el keops, como un juego de ajedrez pirámide, que no vuelve a aparecer en la historia ni tiene ninguna relevancia en la trama, y en el apartado de terminología se incluye en el índice el término keops con su definición: ajedrez pirámide, juego de ajedrez con forma de pirámide y dos pinceladas más. Habría sido más honesto, desde un punto de vista literario, dar esas dos pinceladas en la propia historia, en ese caso y en todos los demás, y evitar el anexo de terminología o reducirlo a un índice de nombres con la página donde aparecen, como es preceptivo. Es más, no aparece la paginación en los términos, lo cual descubre que su intención no es filológica sino más bien comercial, en el peor de los sentidos.
Terminología.
Para entrar en el terreno interno de la obra, podemos empezar por donde lo hemos dejado, por la terminología. Como decía, la novela rebosa de palabras inventadas. A mi juicio son excesivas e innecesarias, aportando ruido a las tramas y esa sensación incómoda de pretendida complejidad para asombrar al lector. El caso es que este se fatiga porque entiende el sentido pero no la necesidad de calzar tantas palabras desconocidas en el texto. El caso anterior del ajedrez pirámide, el keops, es un ejemplo: habría funcionado igual el ajedrez tradicional. O también el caso de Ampoliros, que solo aparece una vez, referido como un explorador perdido, y se define en el índice como “el legendario Holandés Errante del espacio”, cuya importancia en la trama es nula. Como ves, habría servido igual llamarlo Holandés Errante, o simplemente quitar su nombre, dejando el sentido de la frase limpio y completo. No obstante, los casos más tediosos se dan cuando se apelotonan muchas palabras indómitas en el mismo párrafo. Veamos un ejemplo:
“Cualquier cosa que la Cofradía pueda transportar, las obras de arte de Ecaz, las máquinas de Richesse y de Ix. Pero todo esto no es nada al lado de la melange. Un puñado de especia basta para comprar una casa en Tulipe.”
Como puedes observar, se entiende el sentido, la Cofradía transporta de todo, en especial lo más valioso, pero la función de estas palabras desconocidas es meramente decorativa. El caso es que Ecaz, Richese, Ix y Tulipe solo aparecen aquí y en el índice de palabras inventadas, es decir, no tienen ningún propósito narrativo y no aportan nada a la trama. Por si fuera poco, aparecen en el mismo párrafo la Cofradía, una institución compleja que el lector tendrá que ir entendiendo poco a poco, y la melange, una sustancia desconocida que no se terminará de entender del todo. No es el único caso en el que las palabras inventadas monopolizan la narración y desvían la atención de los hechos, amén de que su presencia suele ser ruidosa e incómoda. No obstante, hay casos en los que la fonética de alguna palabra, unida a su importancia en la trama, sí es relevante y funciona con éxito para conseguir la atmósfera que el autor pretende, como puede ser el caso de Harkonnen, el apellido de los malos, de sonoridad rotunda, poderosa y fácil de recordar, o de Bene Gesserit, la orden de adiestramiento de las brujas, protagonistas en toda la historia, o los fremen, que aluden al inglés free men, y son los buenos. Sea como fuere, la abundancia de términos inventados procedentes de todo tipo de lenguas es una de las características fundamentales de la obra, y cuenta con no pocos adeptos más allá del ámbito literario.
Los personajes.
El protagonista es Paul Atreides, un joven de quince años, heredero de un duque poderoso. Aunque con ciertos matices de personalidad, el joven representa los valores de su linaje, el honor, la valentía, la bondad, la magnanimidad, la generosidad, la fuerza, la lealtad. En resumen, todas las virtudes nobles del ser humano, en contraste con los antagonistas. A lo largo de la historia, el autor pretende hacer evolucionar al personaje desde ese niño aprendiz de todo hasta el gran líder del universo, con un poder asombroso.
“Era guerrero y místico, feroz y santo, retorcido e inocente, caballeroso, despiadado, menos que un dios, más que un hombre.”
Esta evolución de los personajes suele ser uno de los aspectos narrativos comunes a las grandes obras literarias. El proceso evolutivo es aproximadamente el siguiente: de algún modo, el carácter y la situación de los personajes condiciona su actuar, el cual desencadena los hechos de la trama. Según se producen de forma coherente, van modificando la situación de los personajes, lo cual conlleva una adaptación de su carácter. Poco a poco, los personajes se desarrollan y evolucionan hasta el desenlace dramático con el que concluye la historia, momento en el que el lector espera cierto grado de sorpresa, pero de forma predecible y congruente. Imaginemos un ejemplo para ilustrarlo. El protagonista de una historia puede describirse como un hombre leal, pero en un momento de la historia sufrir la traición de un amigo. A lo largo de la trama, este protagonista podría desarrollar un sentimiento de rencor hacia su amigo, sin manchar por ello su principio de lealtad, añadiendo así una capa de complejidad a su carácter: lealtad y rencor. Al final de la historia, en un giro de los acontecimientos, podría matar a su amigo y vengarse así de la traición, sin por ello dejar de seguir siendo leal a sus seres queridos y manteniendo la coherencia interna de su carácter. Pues bien, el caso es que nuestro Paul Atreides es un joven de quince años que se nos presenta como aprendiz de todo, provisto de la ingenuidad propia de su edad, en el que se atisban indicios de ciertas cualidades especiales que podrán convertirle en un hombre singularmente poderoso. De repente, en una elipsis narrativa de dos años se transforma en el ser más poderoso del universo, después de haber vivido ese tiempo en el desierto con una tribu indígena. La evolución es un tanto abrupta y difícil de aceptar con coherencia narrativa, toda vez que esos dos años no parecen tiempo suficiente y además son, como decía antes, una elipsis en la que no se ofrecen detalles que justifiquen lo bastante la transformación. Así, en la última parte y según se acerca el desenlace, al lector le puede faltar información para entender al personaje y carecer de empatía con él para sentir la emoción de sus aventuras. Su evolución ha sido tan inesperada y poco coherente con los hechos narrados que se desconocen las facetas de su nuevo carácter y las motivaciones que pueden tener sus últimas decisiones en la historia, desencadenando en definitiva un desenlace que puede resultar arbitrario. Al final el protagonista queda en una indefinición que permite continuar la historia en una segunda entrega que camine hacia cualquier lugar inesperado, en la que sus virtudes iniciales, la lealtad, la bondad, la generosidad, queden en el olvido.
Su madre, Jessica, es una de esas brujas Bene Gesserit, adiestrada mental y físicamente para disponer de unas cualidades asombrosas. A lo largo de la historia se demuestran sus fabulosas capacidades y evoluciona también aumentando su poder, pero de una forma más coherente y equilibrada. A través del personaje se describen virtudes típicamente femeninas, como la perspicacia, el carácter protector o la intuición psicológica, sin dejar de lado otras virtudes humanas como la fidelidad y el amor sincero. A mi juicio es el personaje más atractivo y mejor descrito de la historia, aunque algunas de sus decisiones resulten difíciles de justificar. El concepto de la orden de las Bene Gesserit, esa especie de brujas preocupadas por la selección genética, capaces de interrogar la verdad, conocer el pasado y el futuro, transmutar la materia y otra suerte de poderes sobrehumanos, es también de lo más atractivo de la historia, complejo, difícil de explicar, con muchos cabos sueltos, pero abrigado del suficiente misterio como para dejar al lector intuir las justificaciones que no sabrían darse mediante el texto.
El antagonista es el barón Vladimir Harkonnen, cuyo carácter se esfuerza el autor por describirlo infecto de maldades. Contrasta, por cierto, el nombre árabe y desértico de los buenos, Muad’Dib, Chani, con el nórdico y gélido de los malos. Se trata de uno de esos personajes de una pieza, malo en todas sus facetas, egoísta, cruel, taimado, en extremo ambicioso, desleal, caprichoso, e incluso se infiltra en el lector una sensación de desprecio hacia él mediante su descripción física, un hombre asqueroso y tan obeso que necesita máquinas para poder sujetarse las carnes. Su función en la trama es simple: pretende ostentar el mayor poder posible, para lo cual quiere exterminar a los Atreides. Es de esos personajes que no dejan dudas al lector: lo peor que se pueda esperar de él es lo que hará. Resulta un tanto exagerada su descripción, ya que, una vez constatada su maldad y su crueldad, se deslizan insinuaciones de su deseo carnal por los hombres jóvenes y otros matices sexuales innecesarios. Innecesarios porque no tienen relevancia en la trama, no mejoran la comprensión del personaje y aluden a prejuicios sexuales del autor que pueden no compartir todos los lectores y son ajenos a la historia. En contraste con el resto de antagonistas, caracterizados por su ambigüedad y su doblez, por los tonos grises de su carácter, el barón Harkonnen queda presentado como una caricatura humana desde su primera aparición, tan exagerada que predispone al lector para recibir sin sorpresa y sin duda su muerte al final de la historia. Para mayor decepción, su muerte no está relacionada con ninguna de las características nefandas del personaje.
Alrededor de estos tres personajes principales aparecen muchos otros con diversas utilidades narrativas, generalmente todos de una pieza, cuyas características y motivaciones ayudan al desarrollo de la trama, si bien a mi juicio destacan por su especial importancia los fremen, como grupo, más que como individuos. Se trata de una tribu, o un conjunto de tribus aborígenes del planeta Dune, que se caracterizan por dos cualidades fundamentales: son asombrosamente fuertes en el combate y disponen de una tecnología increíble. La coherencia interna de la descripción de los fremen no está del todo mal trabajada, pero la coherencia externa es difícil de asimilar. Viven en un planeta desértico en el que nunca llueve y donde el agua es el recurso más valioso. Se presentan en la historia a través de una criada fremen de Jessica, servicial y educada, como unos seres desconocidos en el universo y con poca importancia, como una especie de beduinos del desierto con una cultura tribal arcaica. Con esas premisas, resulta casi inexplicable que hayan podido desarrollar una tecnología tan poderosa y tan desconocida como para rivalizar con la de aquellos que vienen de otros planetas en viajes espaciales con naves fantásticas para gobernar su propio planeta por decisión imperial, que tienen bombas atómicas, escudos de fuerza, armas irresistibles, complejos sistemas económicos y políticos… Cuesta entender cómo han podido desarrollar esa asombrosa tecnología que resultará crucial en la trama. Por otra parte, las fuerzas militares imperiales, denominadas Sardaukar, capaces de someter a todo el universo, se presentan en la historia como seres humanos con un adiestramiento marcial espectacular y provistos de un armamento abrumador. Todos, incluso los más valerosos guerreros de las familias más poderosas tiemblan cuando las tropas de Sardaukar hacen presencia, y hasta el mismísimo barón Harkonnen se cuadra ante uno de sus oficiales. Sin embargo, las tribus fremen del desierto se cargan a los Sardaukar con una facilidad inconcebible, como si fuesen moscas, con una demostración de fuerza cuya coherencia externa no es fácil de digerir. Por qué son tan poderosos esos hombres del desierto, cómo han desarrollado sus capacidades de combate, por qué nadie los conoce en todo el universo, cómo han desarrollado esa inimaginable tecnología en medio de la arena y sin agua… son preguntas que no tienen una respuesta cómoda. El otro aspecto interesante de los fremen es su faceta espiritual. No quiero llamarla religión, para no asociar los conceptos occidentales del campo semántico de esa palabra, pero nos referimos a algo de ese estilo: un conjunto de creencias espirituales y valores morales que les sirven de criterios de gobierno y comportamiento. Son criterios con un aroma antiguo, atados a leyendas y premoniciones, envueltos en rituales rígidos y carentes de toda razón lógica desde un punto de vista externo, en los que se percibe el esfuerzo del autor por esbozar un sincretismo religioso de todo cuanto conoce, con especial énfasis en el islam y el judaísmo primitivo. Tanto es así que aparecen términos relevantes como yihad, profeta, ramadán o circuncisión y que se ensalza la sabiduría de los hombres del desierto con un poso judaico ineludible, a través de un dicho de los fremen: “la educación viene de la ciudad, la sabiduría del desierto.” Esta idea nos evoca el prejuicio del pueblo hebreo primitivo, pastor nómada del desierto, que odiaba las ciudades, como nos recuerda el Génesis con la tierra prometida, que es un desierto, y la destrucción de Sodoma y Gomorra, por ser ciudades, manchadas con todos los pecados propios de tal condición. El extremo espiritual de los fremen, o religioso si lo queremos llamar así, relacionado precisamente con los hebreos, lo representa el hecho de que este pueblo del desierto cuenta con la premonición de la llegada de un mesías, denominado como mesías en el texto y aludido como profeta en la tercera parte de la obra, que les liberará de sus problemas y les proporcionará un paraíso terrenal, un planeta en el que gocen de abundancia y prosperidad, una tierra prometida. Para más coincidencia, el término local para ese mesías es Kwisatz Haderach, muy similar al hebreo kefitzat haderech, que es algo así como un “acortamiento del camino”, ayudando a entender a ese mesías como el que impulsa al pueblo hacia su destino final. La parte religiosa tiene mucha importancia para el autor, dejando incluso uno de los cuatro anexos para explicarla con algo más de detalle. En la historia, su importancia es dudosa para el desarrollo de la trama. No consigo ver en qué medida las cosas habrían sucedido de otra manera si la religión de los fremen no existiese o fuera distinta. Aporta colorido, eso sí, a un mundo ya de por sí increíble. Por su parte, los fremen tienen su propia evolución como colectivo en la historia, pasan de ser un pueblo desconocido, escondido, a revelarse al universo como seres superpoderosos, pasan de tener unas costumbres rígidas y unos rituales arcaicos e inexplicables a aceptar el cambio en algunas tradiciones a propuesta del mesías, que no es otro que el protagonista. Ahora bien, como en los otros casos de evolución del personaje, no es fácil asimilar la justificación de que un pueblo que se presenta tan rígido en sus costumbres, tradiciones, creencias y rituales acepte en tan solo dos años un cambio tan radical. Aunque podemos concederle a Herbert la indulgencia de que ante la presencia de un mesías todopoderoso, clarividente y ubicuo, que te ha prometido un paraíso en la tierra, uno puede abandonar alguna de sus costumbres sin remordimientos de conciencia.
Sin ser un personaje, el otro ingrediente relevante que invade la novela es la melange, la especia, esa droga sobre la que pivota toda la trama, capaz de producir efectos positivos y negativos en los seres humanos, con curiosas propiedades y relacionada de una forma compleja y difícil de explicar con los temibles gusanos de arena del planeta Dune. Estos gusanos son gigantescos, de varios kilómetros de longitud, grandes como montañas, sin raciocinio, pero relacionados con la producción de especia de un modo que no queda demasiado claro en la historia. Su protagonismo está relacionado con esta droga tan valiosa y con su asombrosa capacidad de destrucción, además de aportar una cierta tensión a la trama cada vez que aparecen. La droga es adictiva, carísima, proporciona presciencia al que la toma y justifica, de algún modo enrevesado, las tremendas luchas por el poder del universo. Puesto que solo se produce en el planeta Dune, que es un desierto inmenso poblado por los fremen, allí sucede toda la historia, con sus gusanos gigantes y su escasez de agua por decorado.
Estilo.
Es en el estilo donde hemos de encontrar siempre el tesoro literario, porque los temas y los escenarios, así como las pasiones humanas, están todos trillados desde Homero. Es la forma de contar la que encierra el valor artístico. Acerca del estilo literario de Dune podemos decir sin miedo a equivocarnos que es sencillo y sin grandes ambiciones poéticas, dirigido más bien a un lector juvenil y principiante. La narración es fluida e intercala la prosa del narrador omnisciente con diálogos con acotaciones, y se toma el capricho de dejar caer algunos versos de los cuales no quiero acordarme. El hallazgo literario más interesante de toda la obra es la forma en la que el narrador reproduce pensamientos en primera persona de los personajes, resaltados con el texto en cursiva para facilitar la lectura. Esta técnica aporta mucha complejidad al texto, pues permite la narración en primera persona desde múltiples perspectivas, una faceta muy rara de encontrar en literatura. Es un recurso habitual a lo largo de todo el libro y ayuda en algunos casos a descubrir los sentimientos más profundos de los personajes tal y como ellos los expresarían, sinceros con el lector. En otras obras tales pensamientos los suele describir el narrador en tercera persona, manteniendo el estilo literario del resto de la narración. Pero en este caso no, los pensamientos se expresan en primera persona, tal y como son pensados. Reconozco que es un ejercicio audaz y cuya exploración podría proporcionar, tal vez, algún texto brillante. Herbert, al menos en este libro, no encuentra la excelencia literaria, pero aporta una capa más de material interesante para los lectores menos exigentes. Sin embargo, en muchos casos, los lectores exigentes encontrarán tales exposiciones de pensamientos redundantes, aclaraciones innecesarias de los hechos que ahuecan demasiado la narración. Además, en algunos casos la confesión de tales pensamientos es inconsistente en sí misma, sobre todo en aquellos fragmentos que aluden a palabras del narrador que no se refieren a hechos de los personajes. Pondré un ejemplo para aclararlo:
“Y los ojos verdes y penetrantes del viejo duque, su abuelo paterno ya muerto.
Aquel sí que era un hombre que apreciaba el poder de la bravura… incluso en la muerte, pensó la reverenda madre.”
La primera frase es del narrador. En cursiva se reproduce el pensamiento de la reverenda, que alude a esa frase del narrador que de ningún modo puede conocer el personaje. En definitiva, ese hallazgo audaz, que podría ser brillante en las manos adecuadas, es muy difícil de manejar con la pluma sin caer en redundancias, aclaraciones innecesarias e inconsistencias narrativas, pero en todo caso es una idea sugerente.
Otra huella del estilo de Dune es el énfasis en la adjetivación a la hora de describir algo físico, ya sea un personaje, un lugar, un objeto, con un estilo relajado y extenso, pero sin altura poética y sin valor para la trama. Es conocido que el exceso de adjetivación, o incluso la adjetivación en sí misma, es un defecto literario, del mismo modo que el abuso de los adverbios. Ambas figuras, adjetivos y adverbios, sirven para matizar nombres y acciones, pero su uso imprudente rellena las páginas de huecos huérfanos de contenido. La forma elegante de matizar es mediante los hechos de la narración, que sea el lector el que pueda deducir cómo es el personaje por cómo se comporta, o cómo es el lugar por las sensaciones que transmite a los personajes. Es más elegante porque es más efectivo: en muchos casos, los adjetivos solo ponen ruido a la narración, engolan la dicción y dificultan el desarrollo de la trama. El adjetivo bien puesto es aquel, y solo aquel que en su ausencia no permite que se entienda el mensaje por completo. Pongamos un ejemplo:
“Era la esfera de un mundo, parcialmente en las sombras, girando bajo el impulso de una gruesa mano llena de brillantes anillos. La esfera estaba sujeta a un soporte articulado fijo a una pared…”
Como ves, en ese fragmento hay seis elementos de matiz, adverbios y adjetivos, y once con sustancia, verbos y sustantivos, o solo diez si no contamos el verbo ser, que no tiene sustancia, no revela acción, es meramente descriptivo. A simple vista parecen demasiados, pero veamos si son relevantes o prescindibles. El primero, un mundo, parcialmente en las sombras. Si se extrae el adverbio, el sentido es casi idéntico, un mundo en las sombras, pues salvo que esté completamente en las sombras lo está parcialmente. En todo caso, es innecesario el matiz, el sentido sombrío es el mismo. El segundo, gruesa mano, observamos que también es innecesario, pues sabemos del párrafo anterior que es la mano de un personaje muy obeso. Brillantes anillos es meramente redundante: salvo que los anillos estén matizados u oscurecidos por algún hecho, son joyas relucientes y brillantes por lo común, y en este caso no es que tengan un brillo especial. La última frase es toda ella prescindible desde la perspectiva de la economía del lenguaje, la esfera estaba sujeta a un soporte articulado fijo a una pared, pero además está cargada con tres adjetivos más, sujeta, articulado y fijo. Habría sido más limpio decir que la esfera estaba sujeta a la pared mediante un soporte, dejando un solo adjetivo y manteniendo el sentido, pues que el soporte sea articulado no va a tener trascendencia en la trama, y que esté fijo a la pared tampoco. Incluso se podría haber dicho con mayor economía la esfera estaba sujeta a la pared, omitiendo el soporte, que no tendrá ningún protagonismo. Y si elevamos el listón del estilo podemos omitir toda la frase, porque el hecho de que la esfera esté sujeta a la pared no tiene ninguna importancia, la acción no va por ahí. Como decía más arriba, el abuso de los adjetivos y adverbios en las descripciones de Herbert es una huella de estilo que se repite demasiado en la obra sin ninguna finalidad narrativa, con una relajación de la dicción y una ralentización de los acontecimientos que no aporta nada positivo. Pero este defecto tiene una faceta todavía más censurable, a la cual ya he aludido más arriba por otros motivos: la de causar fatiga, frustración y decepción. A mi juicio, es uno de los peores errores en los que puede caer el autor, después de los errores gramaticales. En principio, el autor elige lo que quiere contar y omite lo irrelevante. Pero en realidad se inventa solo lo relevante. No se inventa, por ejemplo, el color de la ropa interior si no va a aparecer en la historia. Lo intrascendente no debe inventarse, o si se inventa debe ser eliminado de la versión final en alguna de las sucesivas etapas de reelaboración del texto. En apariencia, si se cuela algo irrelevante no tiene importancia se puede pensar que quedará como un mero adorno, pero no es así. El elemento irrelevante desorienta al lector, le confunde y le lleva por un camino equivocado hacia la fatiga, la frustración y, finalmente, la decepción. Pongamos un ejemplo sencillo para explicarme:
“El reloj no estaba aún correctamente ajustado al tiempo local, y tuvo que restar veintiún minutos para determinar que eran alrededor de las dos de la madrugada.”
Para empezar hace un uso impropio de los dos adverbios: en correctamente ajustado el adverbio es superfluo, la misma información se puede transmitir omitiéndolo, el reloj no estaba aún ajustado; y en alrededor de las dos el uso del adverbio es muy desafortunado, dejando ver un manejo nefasto del lenguaje, pues después de ajustar veintiún minutos exactos el reloj no se puede tener una información aproximada de la hora. Con independencia de ese uso ridículo de los adverbios, la frase contiene una información tan precisa que debe significar una de estas dos cosas: o bien es un adorno innecesario, o bien esos veintiún minutos tendrán una importancia capital en el desarrollo de los acontecimientos. El lector sospechará de lo segundo y mantendrá la información fresca en su memoria hasta que se resuelva el enigma y reciba así el placer de descubrir algo que intuía. Pero, en este caso, solo encontrará frustración, porque los veintiún minutos y las dos de la madrugada no sirven de nada. Hay un cierto intento por parte del autor de coordinar con detalle los sucesos de los siguientes tres capítulos, entre los que se incluye la analepsis, para que la traición se produzca de manera sincronizada: un veneno para dormir, el cálculo preciso de cuándo se van a despertar, cuándo se producen las muertes, cuándo llegarán los malos, cuándo se atrapará a los protagonistas… Eso es cierto, pero solo de forma aproximada se consigue dejar la sensación en el lector de que los tiempos están bien calculados por el traidor. En todo caso, aunque el lector se esfuerce en releer y buscarle sentido a esos veintiún minutos descubre que no intervienen en la traición, tan meticulosamente calculada, sino que suceden en otro espacio temporal. De hecho, si suprimimos ese dato todo lo demás encaja igual, incluso si quitamos todas las referencias temporales se mantiene coherente la única información que resulta relevante: la traición ha sido bien calculada. En definitiva, ese dato tan preciso genera en el lector la sospecha de su importancia, y así trata de buscarle en la trama un encaje que no tiene. El resultado es la confusión de no haberlo entendido o el hastío de haber perdido el tiempo. Cuando el lector, si tiene la paciencia de releer y rebuscar la importancia de ese dato, concluye que es un matiz innecesario, y comprueba que esta forma de proceder se repite en exceso en la obra, termina por perder la fe en el autor y por desconfiar del valor de los detalles de sus descripciones, hasta el punto de pasarlos por alto en una lectura cada vez más rápida y superficial. Entonces, no solo el lector se frustra por leer demasiado deprisa fragmentos que intuye que no serán relevantes, sino que el autor pierde la oportunidad de dejarle caer con sutileza detalles que sí lo son. Podemos comparar ese fragmento de los veintiún minutos con el siguiente:
“El duque era alto, de piel olivácea. Su rostro largo y delgado estaba tallado en ángulos duros, suavizados tan solo por los profundos ojos grises. Llevaba un uniforme de trabajo negro, con el halcón heráldico rojo bordado en el pecho. Un cinturón con escudo de plata, patinada por el uso, ceñía su delgada cintura.”
El lector que ya ha perdido la fe en el autor percibirá en ese texto el exceso de adjetivos habitual, nada más y nada menos que quince, e intuirá una nueva descripción irrelevante, pues sospechará que la piel olivácea es un mero adorno, que la dureza de los ángulos de su cara no aportará nada a la trama, que da igual si lleva uniforme o no, si es de trabajo o de paseo, o si es negro o marrón, y pasará por alto si el cinturón es de plata o de bronce, aburrido de tantos detalles intrascendentes y olvidará si la cintura del duque era estrecha o normal, porque tanto da. Y estará en lo cierto, pues de nada sirven todos esos datos para la definición del personaje, ni de su carácter, ni de sus principios, ni condicionan los hechos de la trama, ni influyen en ningún aspecto narrativo. Tampoco son brillantes desde un punto de vista poético, por cierto, sino todo lo contrario. Y es entonces cuando se perderá el único matiz relevante de ese párrafo: la plata del cinturón está matizada por el uso. Fatigado de tantos datos innecesarios y molesto con la decepción de que no sirvan de nada, el lector se persuadirá de que tampoco importa si la plata está matizada o no por el uso. Sin embargo, esos cinturones se usan como escudos protectores a lo largo de toda la novela, y ese detalle descriptivo sí aporta información relevante sobre el personaje, descubriendo que el duque debe haber peleado en innumerables ocasiones con éxito para poder seguir vivo y tener un cinturón cuya plata está desgastada de tanto usarla. En conclusión, si como autor maltratas al lector con información irrelevante de relleno perderá la fe en el valor de tu narración y después no tendrás la oportunidad de sembrar con sutileza pequeños detalles en la historia que enriquezcan la trama, porque no les prestará atención. Herbert demuestra no tener presente este riesgo con innumerables ejemplos.
Otro matiz de estilo es la forma en la que omite al lector información trascendente para sorprenderle más adelante con su revelación. Este matiz, que puede producir efectos narrativos brillantes, debe manejarse con honestidad hacia el lector y con coherencia interna. Herbert no siempre lo consigue, en cuyo caso el efecto es decepcionante. Pongamos un ejemplo:
“… con la línea de la frente del abuelo materno, aquel que no puede ser nombrado…”
Se trata de una descripción del narrador en la que omite deliberadamente el nombre del abuelo materno del protagonista, sugiriendo que tiene una ascendencia asombrosa y que no se puede pronunciar su nombre por algún motivo, ya sea por su enorme maldad o su magnífico poder. Sin embargo, «el que no puede ser nombrado» se cita unas quinientas veces en la obra, no es un decir, por boca del narrador y de todos los personajes que aparecen en ella. Puede ser nombrado y se nombra sin parar. Así, el autor siembra en el lector una sospecha acerca de la ascendencia del protagonista de forma incoherente y deshonesta, para que cuando se revele su parentesco con «el que no puede ser nombrado» sobrevenga la sorpresa entre los lectores menos exigentes. Pero como el planteamiento inicial es incoherente, la sorpresa es decepcionante. Lo peor es que los hechos habrían sucedido igual sin ese detalle de parentesco, es decir, que no tiene trascendencia en la trama, con lo cual esa omisión deliberada sobre su parentesco y la revelación posterior solo sirven para enredar un poco la historia y adornarla con una fingida complejidad deshonesta con el lector. No es, por desgracia, el único ejemplo.
Otra nota del estilo de Herbert es lo que yo llamo narración cinematográfica. Me refiero a esa manera de contar que nunca existió antes de la aparición del cine y que consiste en detallar la acción tal y como se vería en una pantalla. La literatura asienta sus virtudes narrativas en un lugar distinto al cine, tienen gramáticas distintas, y su excelencia, desde un punto de vista artístico, responde a motivos distintos. Por ejemplo, del mismo modo que en una película no aceptaríamos una voz en off que estuviera relatando todo el texto que le corresponde al narrador en una novela, en la novela no encaja bien la explicación de todo lo que vería el espectador en una película. En la pantalla puedes ver cómo un personaje se levanta de una silla, con todos sus matices de expresión, su ropa, el decorado, el gesto que hace al despedirse, cómo se alisa una arruga del vestido al levantarse, y ello puede servir para interpretar lo que piensa, lo que siente y justificar los hechos de la trama. En una novela, en cambio, la descripción meticulosa de esa visión tiene una dudosa función narrativa y produce problemas de ritmo. El cine explica con imágenes, la literatura lo hace con acciones y conceptos. Si bien en ocasiones puede ser un arma brillante en la novela, describir la acción como una sucesión de imágenes suele ser aburrido y huella de un estilo pobre y desconocedor de la gramática literaria. ¿Qué interés podría tener, me pregunto, describir cómo el personaje se levanta de la silla y se alisa la arruga del vestido? Pues eso es lo que hace Frank Herbert:
“El joven de la mirada triste se agitó en su silla, alisándose una arruga de sus medias negras. Después se enderezó, al oír una discreta llamada en la puerta, a sus espaldas.”
Estaba tenso, vale, pero no estoy seguro de que sea la mejor manera de decirlo, sobre todo cuando en el capítulo siguiente vuelve a reproducir la misma imagen en otro contexto sin aparente utilidad narrativa:
“La reverenda madre se alzó, alisando un pliegue de su vestido.”
Y, por si no fuera bastante, poco después vuelve a describir algo similar:
“Entonces la vieja mujer salió de la estancia con un suave roce de sus ropas.”
A lo largo de toda la obra, Herbert abusa de la descripción visual de las acciones de los personajes, con ese estilo que llamo cinematográfico. El caso extremo de esta huella quizá sea una escena cerca del final, que podríamos llamar secuencia, en la que se describe con detalle un combate, con la intención de que el lector lo vea tal y como el autor lo está imaginando. El resultado es a mi juicio muy pobre en términos literarios. Sospecho que para muchos lectores resultará interesante, es para ellos para quienes está escrito.
Otro matiz del estilo descuidado del autor es la redundancia innecesaria de las acotaciones en los diálogos. Entiendo que no todo escritor ha de ser tan escrupuloso como yo a la hora de las acotaciones, que no las utilizo nunca, dejando que sea la narración y el propio diálogo los que permitan interpretar a quién corresponde cada intervención, pero el caso de Herbert es demasiado obvio y deja entrever una escritura apresurada y sin esmero. Un ejemplo será suficiente:
“—Feyd lo recuerda —dijo el barón—. Continúa.
—No os gustan mucho los detalles, barón —dijo Piter.
—¡Continúa, te lo ordeno! —rugió el barón.”
Como puedes ver, las tres acotaciones son innecesarias, si se prescinde de ellas el texto queda mucho más fluido y limpio sin perder ninguna información.
“—Feyd lo recuerda. Continúa.
—No os gustan mucho los detalles, barón.
—¡Continúa, te lo ordeno!”
Sabemos del párrafo anterior que dialogan Piter y el barón, no cabe duda de a quién pertenece cada diálogo, y por el tono expeditivo de la última frase con la exclamación sabemos cuál es la actitud del personaje, no necesitamos leer que rugió. La novela está repleta de estas acotaciones redundantes que entorpecen la lectura, enredándose además en muchas ocasiones con los pensamientos interiores en primera persona, esos que están escritos en cursiva, dando como resultado un texto deslucido.
Un aspecto molesto del estilo de Herbert es la forma ingenua en la que pretende asombrar al lector con palabras maravillosas para tratar de sumergirle en un ambiente fantástico y emocionante. Para intentarlo, retuerce las palabras e inventa detalles que a mi juicio resultan infantiles y que no producen el efecto deseado, generan confusión y enfatizan conceptos vacíos. Por ejemplo:
“Pienso que la especia vale actualmente seiscientos veinte mil solaris el decagramo, en el mercado libre. Es una riqueza que puede comprar tantas cosas.”
Aquí la intención del autor es dejar constancia de que la especia es muy valiosa. El matiz del mercado libre, este sí interesante, ayuda a entender que debe haber regulaciones gubernamentales para tan preciada sustancia. La moneda solaris aporta ya ese aspecto maravilloso que requiere un mundo futurista. Hasta ahí, bien. Sin embargo, la tasación es ingenua, utilizando una cantidad sonoramente enorme sobre una unidad de medida pintoresca. Habría sido más limpio decir que costaba sesentaidosmil solaris el gramo, o sesentaidós millones el kilo, sin generar ruido con el decagramo, que es una unidad de medida que no se utiliza. Con ello pretende generar extrañeza y sorpresa en el lector, como dejando ver que este mundo fantástico tiene hábitos diferentes a los nuestros, más evolucionados, pero no está justificado: el decagramo no vuelve a aparecer en toda la historia, no es una unidad de medida frecuente y no es apropiada para medir el valor de la especia. Si hubiese dicho sesentaidós solaris el miligramo, habría utilizado una unidad de medida apropiada al orden de magnitud del precio, y entonces la extrañeza sobre esa unidad de medida habría estado justificada, pero claro, perdería el sonido campanudo de los seiscientos veintemil, que suena a muchísimo. Sea como fuere, es una estrategia infantil de enrevesar el texto de forma poco honesta con el lector, sin aportar valor literario. Como puedes imaginar, la abundancia de estos detalles en la descripción de su mundo de ciencia ficción es excesiva.
En línea con lo anterior, otra muestra del estilo enrevesado del autor es la inserción en el texto de ideas inexplicables y contradictorias con el mundo real que conocemos, conceptos que chocan con nuestro conocimiento y pretenden producir de nuevo esa sensación de extrañeza y sorpresa, pero que no están justificadas a lo largo de la novela y se muestran finalmente como conceptos vacíos y malintencionados. Veamos unos ejemplos:
“A la edad de quince años, había aprendido ya el silencio.”
No había aprendido a callarse, ni el valor del silencio, sino el silencio en sí, cosa inexplicable. Cuando concluye la obra el lector no ha podido interpretar a qué se refería con ello.
“Cuando dudes del terreno, permanece descalzo.”
Resulta contradictorio que cuando temes que pueda haber trampas en el suelo, un terreno resbaladizo, pinchos o temperaturas extremas que causen dolor, cuando dudes del terreno, lo mejor sea permanecer descalzo, sobre todo a la hora de combatir, que es el contexto de la cita. Se olvida que los soldados en la guerra no dudan en robarle las botas al enemigo derrotado, o quitárselas al compañero caído, cuando las propias no son tan buenas. Se pretende, de nuevo, sembrar en el lector una sensación de extrañeza que no se puede justificar, por lo contradictorio con la realidad.
“Mi madre es mi enemiga.”
Esta es una de mis preferidas, que deja en el lector la sospecha de que algo va a pasar con su madre, la cual se demuestra siempre buena y protectora durante toda la novela, como solo pueden serlo las madres. La obra termina sin atisbos de que sea su enemiga en modo alguno, humillando al lector una vez más con una falsa tensión que no conduce a ningún sitio. Este detalle enlaza con los cabos sueltos de la trama que quedan sin resolver, o mal resueltos. No son huella del estilo del autor, pero sí son una característica de su literatura. Hay muchos a lo largo de la novela, ampliamente censurados incluso por sus aficionados, y reconocidos por él mismo. No es momento de tratarlos, porque tendría que desvelar toda la trama, pero sí cabe señalar que tienen esa intención de infiltrar en el lector una sospecha, una pista falsa, para generarle una tensión incoherente con la trama que resulte en un giro inesperado de los acontecimientos, en una sorpresa. La sorpresa, sin embargo, resulta ser que los hechos no suceden con coherencia interna en demasiados casos. El más decepcionante de todos a mi juicio es cuando el autor revela que el protagonista va a morir, cuando se acercan los últimos pasajes del libro, pero no muere.
Conclusión.
En conclusión, lo mejor de la novela no es su aspecto literario, sino el ambiente que crea el autor, ese mundo ficticio en el que puede desarrollar su perspectiva de la vida y sus valores morales, en el que podemos ver reflejados los retos de la humanidad, sus virtudes y sus vicios. La nobleza de los Atreides y también su lamentable destino, metáfora griega de la casa de Atreo, la escasez del petróleo, representada por la especia, la ecología, asociada a esa intención de revitalizar un desierto, la avaricia de los hombres malos, representada por el egoísta Harkonnen y su obesidad mórbida, las intrigas diplomáticas y palaciegas, revoloteando alrededor del poder político, casi indistinguible de los gobiernos actuales, las conexiones religiosas, participadas de un sincretismo en el que pueden intuirse las creencias del autor, el poder de la mente para sanarse uno mismo. Son muchas líneas temáticas las que destellan en la obra, que con mejor o peor estilo literario dejan un mundo complejo y atractivo por explorar. Rescato algunas citas interesantes:
“El misterio de la vida no es un problema que hay que resolver, sino una realidad que hay que experimentar.”
Una cita hermosa que nos recuerda que el camino es lo importante, y no el destino.
“Puesto que has resultado un combatiente tan poco capacitado, es mejor enseñarte un poco de música a fin de que no malgastes completamente tu vida.”
Una cita tierna y alegre, que insiste en el valor intrínseco del arte.
“Soy un frutal bien cuidado, pensó. Lleno de buenos sentimientos y de habilidades y de todas esas hermosas cosas que crecen en mí… para que algún otro pueda recolectarlas.”
Una idea generosa sobre la vida, explicada en el amor.
“Demasiada poca individualidad, y el pueblo se convierte en una turba.”
Una que recuerda la importancia de las personas, de los individuos dentro del colectivo, sin cuya personalidad y voz propia el conjunto se convierte en una masa autodestructiva.
El hallazgo poético más bonito que rescato de la obra, poético en el sentido de arte literario, es cuando el protagonista le explica a su amada cómo es el planeta del que viene, retratando el nuestro. En Dune, solo hay desierto, nunca llueve. La ausencia de agua no es ya el problema, sino la ausencia misma de humedad. Apenas hay animales, ni plantas. Vivir así resulta imposible, rebuscando entre los muertos la poca humedad que destilan sus cadáveres. Ella no ha conocido otro lugar. Él le explica que en el planeta de donde viene hay prados verdes y océanos de agua, se bañan en ella, y es tan abundante que incluso cae del cielo.
En la introducción citamos a Tolkien junto a Frank Herbert, por la similitud en el éxito y difusión de sus mundos fantásticos, aunque con estilos tan diferentes. Me despido con una frase de Tolkien que dejó escrita en una carta a John Bush, en la que respondía acerca de su opinión sobre la obra del estadounidense: «De hecho me desagrada Dune con cierta intensidad, y en este desafortunado caso, es mucho mejor y más justo para el otro autor mantenerse en silencio y rehusar cualquier comentario.” A Frank Herbert no creo que le importe ya lo que digamos de su obra.
Resumen.
Dejo anexo para el final un resumen de la obra, por si te pudiera ser de alguna utilidad. En él se revela la trama y el desenlace. Así que si no te interesa, nos despedimos aquí. En caso contrario…
Parte 1: Dune.
Presentación del protagonista, Paul Atreides, de su madre Jessica y de una vieja bruja, ambas Bene Gesserit. La vieja somete al joven de quince años a una prueba para comprobar si es quien parece ser.
Presentación de los malos, encabezados por el barón Harkonnen, físicamente asqueroso, y sus planes de engaño y traición a los Atreides.
Presentación de Gurney Halleck, fiel maestro de combate de Paul, y alusión al viaje a Arrakis, el planeta Dune, lleno de peligros.
Presentación de Yueh, una especie de sanador y futuro traidor. Se citan los fremen, los gusanos y otros detalles de Arrakis.
Presentación de su padre, el Duque Leto. Se introduce la melange, la especia, y los retos que presenta el viaje.
Ya en Arrakis, se presentan los fremen a través del ama de llaves de Jessica, envueltos de misticismo y profecías. Se introduce el tema del agua en Arrakis y la especia.
Intento de asesinato a Paul. Jessica descubre una nota que la advierte de la posible traición de uno de los suyos. El Duque piensa que los fremen pueden ser sus aliados.
Se enreda la sospecha de que la traidora sea Jessica y se descubre la posibilidad de que Paul sea el mesías.
Se vislumbra la posibilidad de que el Duque muera y Paul herede.
Presentación de los gusanos y demostración de que el Duque es muy protector de sus hombres.
Se insiste en la importancia del agua y se atisba la posibilidad de promover un cambio climático.
Yueh ejecuta la traición de forma ambigua, pues el objetivo final es que, entregando al Duque, este mate al barón Harkonnen mediante un engaño venenoso.
El barón toma el planeta, ejecuta al traidor y muere el Duque, pero Jessica y Paul escapan al desierto.
Paul tiene visiones de futuro, revela a su madre que es hija del barón Harkonnen y sugiere refugiarse con los fremen.
Parte 2: Muad’Dib.
Jessica está embarazada de una niña. Paul se postula como futuro emperador. Viven aventuras de transición en el desierto y empiezan a conocer a los fremen.
Paul se revela como un guerrero asombroso. Toma el nombre de Muad’Dib y se enamora de una fremen.
Se deja ver una tensa alianza entre Emperador y Barón, cada vez más cruel.
Jessica se somete a un ritual que le otorga un gran poder.
Parte 3: El profeta.
Han pasado dos años, Paul ha tenido un hijo y una hermana.
Paul cabalga un gusano y se revela como un líder majestuoso que pretende asaltar todo el planeta.
De manera asombrosa, Paul se convierte en ese superhombre mesiánico, con el don de la ubicuidad y la clarividencia. Descubre que el Emperador está en Dune.
Los fremen, dirigidos por Paul, atacan y toman el palacio. En la batalla muere su hijo, matan al Barón y capturan al Emperador.
Tras vencer en un duelo ritual al heredero Harkonnen, Paul propone al Emperador un acuerdo de paz: casarse con su hija y postularse como futuro Emperador.
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