Riqueza y desigualdad, según T. Sowell

«Al final, la única cosa que puede curar la pobreza es la riqueza.»

T. Sowell – Basics Economics, 2000
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A menudo se entremezclan los conceptos de riqueza y pobreza con el de desigualdad. Sin embargo, por lo general se le atribuye al concepto de desigualdad unas connotaciones negativas relacionadas con la cualidad de pobre que no son necesariamente correctas. De hecho, en el ámbito del discurso político están íntimamente relacionadas las ideas de pobreza y desigualdad, de tal suerte que quienes construyen un discurso más preocupado por la pobreza, o por los pobres, suelen hacerlo también por la desigualdad entre capas sociales. Pero no obstante, existen unas diferencias semánticas y prácticas que no conviene pasar por alto, para no caer en el engaño de que son las mismas soluciones efectivas las que alivian la pobreza y las que resuelven los problemas de desigualdad. Thomas Sowell dedica una parte interesante de su libro Economía básica a tratar este asunto, y vamos a dedicarle nosotros este breve comentario para desgranar su tesis, que puede parecer muy obvia cuando se enuncia en un papel, pero que habida cuenta de la costumbre con la que se tergiversa en la propaganda política, no parece que esté tan clara. Es la siguiente: la pobreza disminuye cuando aumenta la riqueza, y en este proceso aumenta la desigualdad.

La confusión quizá parta de la reinterpretación del significado de pobre. De acuerdo con la RAE, pobre es el necesitado, es decir, el que no tiene lo necesario para vivir. Así, en el ámbito semántico de pobre está el desamparado, el indigente, el menesteroso y hasta el mendigo. De ahí deriva la voz pobreza, como cualidad de pobre. Sin embargo, por asociación con otras acepciones de pobre que no aluden a esta cualidad humana, también se utiliza el término pobreza para significar escasez e insuficiencia, como la pobreza de vocabulario en un texto, la pobreza musical en una canción o la de nutrientes en un suelo de cultivo. Por extensión y metonimia, se usa también para lo humano: escasez e insuficiencia de recursos para vivir. Es aquí donde interviene el juicio subjetivo y coyuntural para asignar el calificativo de pobre a una persona en una sociedad, pues primero hay que definir de forma objetiva qué es lo “necesario para vivir”, o de otro modo no podremos definir qué es ser pobre con ningún rigor. Como tal cosa no se puede determinar de forma categórica, es decir, no podemos determinar con nitidez qué es lo “necesario para vivir”, el concepto de pobre ha de quedar definido en términos relativos por oposición a su antónimo: rico o abundante. En el caso que nos ocupa, pobreza y riqueza se utilizan así como términos relativos y relacionados entre sí, cuyas características han de concretarse forzosamente en un contexto determinado, una época, una sociedad, unas circunstancias. Podemos decir pobre hoy a un ciudadano de España que vive con menos de 600€ mensuales, pero tal cosa sería absurda si la trasladamos a Venezuela o a la España de hace cincuenta años. La analogía funciona con otros recursos: el WIFI, el teléfono móvil o el microondas, serán lujosos en un contexto e imprescindibles en otro, propios de ricos o de pobres según las circunstancias. En definitiva, salvo que partamos de definiciones precisas de qué es lo necesario para vivir, la pobreza se define forzosamente en términos relativos por oposición a la riqueza, de forma que no se puede ser pobre o rico de manera absoluta, sino en relación al contexto social. Y es entonces cuando surge la confusión de asociar desigualdad y pobreza. La confusión y el drama, pues es un error que puede provocar funestas consecuencias cuando se aplican las mismas recetas para resolver lo uno y lo otro. Pongamos un ejemplo esquemático para ilustrar la idea que lleva al error. Supongamos un escenario en el que viven dos personas, una vive con 100€ y otra con 1000€. En ese mínimo ecosistema, abusando del lenguaje algunos dirían que el de 100 es el pobre y el de 1000 es el rico, y que hay una notable desigualdad entre ellos. Y digo abusando del lenguaje porque no sabemos si esos 100€ son suficientes para vivir o no lo son, que es lo que determinaría si se es pobre, es decir, si se tiene escasez e insuficiencia o no. Podría darse el caso de que 1000€ fuesen insuficientes para vivir y el que hemos llamado rico sea en realidad un pobre, o al contrario, que pueda vivirse la mar de bien con 10€ y ambos vivan en la abundancia. Pero esa no es la cuestión, aunque ya podemos intuir hasta qué punto se confunden los términos y se malinterpreta la realidad. Sigamos. Ahora supongamos que las circunstancias mejoran en ese escenario que hemos definido y ambos doblan sus recursos vitales, de forma que el llamado pobre vive con 200€ y el llamado rico vive con 2000€. Abusando del lenguaje nuevamente se diría que uno sigue siendo el pobre y otro sigue siendo el rico, pero con una notable diferencia, ahora la desigualdad es muy superior, pues también se ha doblado, antes era de 900€ y ahora es de 1800€. Resulta obvio que ese al que hemos llamado pobre vive con el doble de recursos, y en términos objetivos, ahora sí objetivos, deberíamos decir que es la mitad de pobre que antes, para no ser deshonestos con la evidencia. Seguro que diríamos que el rico es el doble de rico, ¿verdad? Pues bien, aun siendo la mitad de pobre en términos absolutos y cuantificables, habrá quien piense que es todavía más pobre que antes, pues la desigualdad con respecto al rico de ese hipotético escenario es aún mayor. Esa confusión que se produce al llamar pobre al que menos tiene en relación a la desigualdad económica existente por comparación con los que tienen más que él no tiene en cuenta la sustancia objetiva que define la pobreza, que es la suficiencia de recursos para vivir, de acuerdo con el significado del término. Y tal confusión puede provocar, además del malcontento social azuzado por la demagogia política, la asunción de políticas públicas encaminadas a reducir la desigualdad sin reducir la pobreza, por asociación equivocada de esas dos ideas que en el fondo no tienen relación. O, lo que sería peor, reducir la desigualdad aumentando la pobreza de forma involuntaria, que es lo que frecuentemente sucede. Y conviene prestar atención al significado de las palabras, en su sentido estrictamente semántico, y también al uso práctico que se hace de ellas, para no caer en consecuencias indeseadas de ese tipo, derivadas de una mala interpretación de los conceptos pobreza y riqueza, y una errónea asociación con la desigualdad. Dicho de otro modo, si el pobre de nuestro ejemplo estuviese aislado, es decir, no existiese el rico de nuestro ejemplo, diríamos que su riqueza aumenta de 100€ a 200€ sin plantearnos ninguna duda. Y esa persona estaría muy conforme y satisfecha con ese aumento de sus recursos para vivir. Plantearle cualquier medida que ponga en riesgo sus 200€ con el objetivo de reducir la desigualdad que tiene con respecto a alguien que no conoce o está fuera de su escenario le parecería una temeridad. De hecho, tal cosa nadie imaginaría siquiera plantearla. 

El caso es que combatir la pobreza, para erradicarla, con las armas que combaten la desigualdad no es una buena estrategia. Ahí radica el argumento central de Thomas Sowell: “Al final, la única cosa que puede curar la pobreza es la riqueza.” Aunque parece obvio, recordarlo resulta deslumbrante a veces. La pobreza de nuestro diccionario, la que duele y no deja vivir, se cura cuando aumentan los recursos hasta el punto de que abunden tanto como para satisfacer las necesidades vitales. Aun cuando no sepamos definir cuáles son tales necesidades, la mayor abundancia de bienes materiales y recursos económicos disminuye la cualidad de pobre de manera incontrovertible. Y es, dice Sowell, la única cosa que consigue aliviar ese dolor. Modificar el escenario para conseguir que las desigualdades sean menores no conduce necesariamente a reducir la pobreza. Es más, con frecuencia las políticas orientadas a reducir la desigualdad suelen reducir también la abundancia de recursos de forma involuntaria. Cosa distinta es que se prefiera una sociedad más pobre y más igualitaria, lo cual es defendible y pudiera ser un objetivo noble, pero eso es harina de un costal muy otro y conviene no confundir el nervio de la discusión. Si se prefiere, se prefiere, se dice que se prefiere y se convence a la gente para que sea feliz con menos recursos materiales, pero con los mismos que sus vecinos, todos igual. Pero no digamos que vamos a combatir la desigualdad para reducir la pobreza, o eslóganes por el estilo, porque tal cosa es un desatino. Sucede que la desigualdad entra en conflicto con el alivio de la pobreza. Cuando una sociedad se desarrolla y prospera genera más recursos, más bienes y servicios disponibles para vivir mejor, y durante ese desarrollo las desigualdades entre unos y otros aumentan en términos absolutos irremediablemente. El ejemplo esquemático que hemos puesto más arriba, donde los dos individuos de esa mínima sociedad doblan sus recursos, y a la vez doblan la desigualdad que hay entre ellos, no es un caso absurdo, sino el patrón que rige en las sociedades reales. Cualquier sociedad a la que miremos nos descubrirá ese patrón. Quizá un ejemplo notable y universal pueda ser el de China e India en las últimas décadas. El desarrollo que han experimentado ha conseguido mayor riqueza total, es algo evidente, mejores estándares de vida medios, son datos objetivos, y, sin remedio, mayores desigualdades, pues la recompensa por el esfuerzo y el éxito es inexorablemente desigual. Soy consciente de que muchas personas imaginan un mundo ideal igualitario, pero es imposible de conseguir. En todo escenario, con independencia del empeño que se ponga en evitarlo, unas personas prosperan más que otras debido a muchos factores, inteligencia, fuerza, belleza, voluntad, suerte… Sin contar con que muchos preferimos no malgastar nuestro tiempo persiguiendo la prosperidad económica, y preferimos matar las horas rimando endecasílabos o tocándole sonatas a la luna. Es imposible por tanto, y poco ético también, que tenga uno los mismos recursos que aquel que se despelleja los dedos en el campo segando trigo o aquel que se funde las meninges en un despacho prestando dinero y calculando riesgos y tasas de interés. El desarrollo social y el progreso conllevan un aumento de recursos y una dispersión desigual de los mismos entre la población. Los chinos y los indios son mucho más ricos que hace veinte años, y tal riqueza está mucho más desigualmente repartida, lo cual no evita que el número de pobres se haya reducido de forma asombrosa. Y pregúntale tú a un chino que hace veinte años vivía con 1$ al día, igual que su vecino, si prefiere el contexto actual, en el que vive con 7$ diarios, aunque alguno de sus amigos de la infancia se haya comprado un yate. Y es en este punto donde cabe tener en cuenta una de las ideas principales de Sowell en relación a la desigualdad, que desgraciadamente nos afecta a todos: los mercados libres, como mecanismo de asignación de recursos escasos, son más efectivos que la intervención estatal para conseguir progreso y desarrollo económico. Y es ese desarrollo el que genera riqueza, es decir, el único mecanismo efectivo que alivia la pobreza. De esta suerte, luchar contra la desigualdad quizá tenga una buena intención, pero tiene un propósito que no está relacionado con la pobreza necesariamente, entendida en su sentido literal, el de no tener lo suficiente para vivir. Ahora en China hay muchos más pobres que antes en relación a los ricos, si abusamos del lenguaje, porque hay muchos ricos en comparación, con una enorme desigualdad de recursos, pero esos mal llamados pobres viven mucho mejor que antes, y no son tan pobres como lo eran antes. La lucha contra la desigualdad, desde las instancias políticas, se orienta siempre mediante la redistribución de la riqueza existente, pero ese método no es efectivo para reducir la pobreza en general. El único camino, según Sowell, es generar más riqueza para todos.

Resulta que las posibilidades de prosperar de una de esas personas que se llaman pobres, en medio de campos de cultivo capitalistas, repletos de empresarios, fertilizantes, herramientas avanzadas, maquinaria de última tecnología, marcas comerciales, empresas de logística y distribución, tiendas y portales publicitarios, son mayores en ese vergel productivo que en un desierto igualitario, si me permites la metáfora. Y esto es así aun cuando el pobre no posea nada de todo lo mencionado, aun cuando no participe de ninguna de las etapas productivas. Incluso aquel que viviera de la limosna tendría más oportunidades de sobrevivir con mejor calidad de vida en ese entorno desarrollado y abundante de recursos. Los mercados libres de intervención estatal permiten que los emprendedores, inversores y trabajadores, los tres elementos principales de la cadena productiva, contribuyan a la creación de riqueza para todos, aunque los resultados no sean iguales. Las mejores ideas de los emprendedores obtendrán mejores resultados, los inversores con mejor intuición sacarán mayor rendimiento y los trabajadores más cualificados y esforzados recibirán mayores emolumentos. El esfuerzo por redistribuir esos frutos para equilibrar los recursos materiales de todo el mundo en pro de la igualdad no se orienta a la creación de más riqueza, y por tanto no conlleva necesariamente la reducción de la pobreza. Más bien al contrario, la imposición de normativas e impuestos que graven la generación de riqueza con miras a la redistribución crearán incentivos no deseados para el abandono de determinadas actividades productivas en las que el balance riesgo-beneficio no se estime equilibrado: los emprendedores descartarán algunos proyectos, los inversores no arriesgarán su patrimonio en algunas empresas y los trabajadores no podrán ofrecer su valor humano para generar más riqueza en determinados entornos. La visión simplista de que es injusto que existan tantos ricos mientras haya tantos pobres tiene una perspectiva contaminada por la mala interpretación de lo que significa rico y pobre y, aun siendo bienintencionada, corre el riesgo de producir consecuencias muy perjudiciales en manos de políticos demagogos. 

Existe un hecho recurrente en la historia que nos recuerda que la riqueza se crea constantemente: la expulsión de los ricos de ciertos lugares, como la de los judíos en la España de los Reyes Católicos y en tantos otros lugares, o los libaneses del África occidental. Fueron expulsados, entre otras cosas, por acumular grandes cantidades de riqueza. La mentalidad que opera en esos casos está en el ámbito de lo que venimos contando: si hay personas que acumulan riqueza y las eliminamos, tendremos más riqueza que repartir, más recursos naturales, más medios productivos, más puestos de trabajo… Si eliminamos a los emprendedores exitosos podremos emprender nosotros en su lugar y sin tanta competencia, si eliminamos a los inversores más acaudalados podremos invertir nosotros en su lugar y recibir los márgenes de utilidad, y si eliminamos a los trabajadores más cualificados que copan las actividades mejor remuneradas podremos ocuparlas nosotros mejorando nuestra calidad de vida. Sin embargo, esta mentalidad ignora que eran ellos, los que acumulaban riqueza, quienes la creaban constantemente con su conocimiento. El resultado siempre fue el mismo: prosperaron los países a los que emigraban y que se empobrecieron los que les expulsaron. La lección histórica que no se termina de aprender es la siguiente: la riqueza no es un recurso finito, sino que se crea constantemente mediante el conocimiento y la acción emprendedora. Esforzarse por luchar contra la desigualdad que genera el desarrollo conlleva siempre menor generación de riqueza, es inevitable, y en consecuencia menor capacidad para acabar con la pobreza, pues, como ya hemos repetido varias veces, la única manera de aliviar ese dolor es generando más riqueza. Así pues, poner el foco en la generación de riqueza debería ser una prioridad si se quiere reducir el número de personas que no tienen lo bastante para vivir, si se quiere que las condiciones de vida medias mejoren para todos en general. Habrá casos extremos en los que la sociedad quiera intervenir para aliviar el dolor de aquellas personas que no son capaces de ganarse la vida por sus propios medios, no cabe duda de ello, pero eso es una discusión ética que, si bien es necesario abordar en una sociedad desarrollada, es ajena al motor de la prosperidad: generar más riqueza para todos.

Aun así, conociendo de sobra estos hechos, que la generación de riqueza es el único camino para reducir la pobreza, que el desarrollo conlleva desigualdades de resultados, que la riqueza no es un recurso finito, sino que se genera continuamente, que ahuyentar a las personas exitosas conlleva necesariamente a generar menos riqueza y a peores estándares de vida en general, aun conociendo todo ello, es frecuente el discurso de acoso a los ricos en nuestras sociedades. Se les desprecia, se les insulta, se les culpa de las desigualdades, de la pobreza, se proponen leyes para esquilmarlos con impuestos y regulaciones y se les hace la vida empresarial imposible hasta el punto de que muchos terminan marchándose. Y tal discurso se acepta en buena parte de la población como síntoma de ser “buena persona”. De algún modo se asocia este desprecio a los ricos con la preocupación por los pobres, como el que se pone del lado del débil en una batalla. Y este sentimiento humano es noble, pero yerra en el caso que nos ocupa: no hay ninguna batalla en el desarrollo de la humanidad. La dicotomía de la lucha de clases, si alguna vez tuvo sentido, no lo tiene ya. El empresario exitoso, el inversor inteligente y audaz y el trabajador mejor cualificado y más laborioso son la materia prima armónica que en un mercado libre genera riqueza y desarrollo para mejorar la vida de todo el mundo. Amancio Ortega o Juan Roig son muy conocidos en España por tener empresas exitosas y ser el blanco de la demagogia política. Sin embargo, su riqueza nació de la nada, se construyó poco a poco a base de esfuerzo, inteligencia, inversión y suerte, y ha traído cientos de miles de puestos de trabajo, cientos de millones en impuestos, y bienes y servicios de la mejor calidad que son muy demandados por la sociedad sin ningún tipo de obligación, simplemente porque les hace la vida más cómoda y agradable. Sin ellos España sería más pobre, y si en lugar de dos fueran doscientos España sería mucho más rica. Lo mismo se puede decir de Elon Musk, Warren Buffet o Bill Gates. Su contribución al desarrollo de nuestras sociedades es abrumador. Castigarlos es una necedad. Lo mejor, si queremos un mundo sin pobres, es facilitar la coyuntura para que podamos contar por millones los Ortegas y los Buffets, y no sean solo casos anecdóticos.

En fin, me despido, que tengo la sensación de que estoy repitiendo obviedades. Leamos bien y atendamos al significado riguroso de las palabras para que no abusen de nuestra inteligencia. La prosperidad es mayor en los mercados libres que en los entornos fuertemente regulados por el Estado. La desigualdad es una consecuencia inevitable de la prosperidad, pero esta constituye el camino más efectivo para generar riqueza, que es el único medio para reducir la pobreza. Queda en nuestra mano fomentar lo uno o lo otro. Fomentar la creación de riqueza como medio para mejorar la calidad de vida de todos, en especial de los más pobres, o despreciar la función positiva que tienen los creadores de riqueza para el bienestar general, prefiriendo la igualdad y renunciando al progreso humano. Cargue cada uno con su conciencia.

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