
Los hombres somos malos, todos. Me refiero a los varones, por oposición a las mujeres, que no lo son. No hace falta explicar que el género determina el carácter, es obvio. Somos malos especialmente los blancos, porque la raza lo es todo. A nadie le sorprende a estas alturas que la cualidad de bondad venga impuesta por el color de piel, está demostrado. Y más concretamente lo somos los heterosexuales, precisamente porque no nos gustan los hombres, pues todo el mundo sabe que la inclinación sexual es causa y consecuencia de los valores éticos. Llevamos toda la vida de la tierra luchando por la igualdad de derechos, con independencia de géneros, razas y orientación sexual, porque pensábamos que esos factores no concluyen nada a priori, pero podemos confirmar ya sin lugar a dudas que ha sido una batalla absurda, porque es evidente que nuestra condición de hombre blanco hetero nos condena indefectiblemente a la maldad. Somos todos iguales, no sé como he tardado tanto en darme cuenta, un colectivo homogéneo, unido y perfectamente organizado para tiranizar a la humanidad.
Los hombres blancos heteros sometemos pincipalmente a las mujeres. Tenemos una estructura patriarcal que se hunde en la memoria de los tiempos. Desde siempre, y hoy más que nunca, las tenemos oprimidas, les negamos la posibilidad de hacer lo que se les antoje, de prosperar, de aprender, de dirigir, de expresarse, de construir, de realizarse. Les negamos directamente su dignidad como persona. No en vano nuestra sociedad, la que hemos construido los hombres blancos, es una dictadura para las mujeres como no hay otra igual en el mundo, donde menos han avanzado en igualdad de derechos, donde menos libertades civiles tienen, donde las leyes son más injustas con ellas y donde menos relevancia tienen en la vida pública. Cualquier otra sociedad que no haya sido edificada por hombres blancos es preferible para una mujer, los ejemplos son de sobra conocidos.
Pero lo peor no es eso. Somos tan malos que, no satisfechos con esclavizarlas, también las maltratamos, las conducimos a puntapiés, a veces sin metáfora, incluso las violamos cuando están a tiro y las matamos si es necesario. Lo hacemos todos, no solamente los psicópatas y los gilipollas, sino todos, con el menor de los remordimientos, porque somos así. Y lo hacemos simplemente por el mero hecho de que son mujeres, sin más.
En justa recompensa, la naturaleza nos tiene preparado un terrible castigo. Oprimimos a las mujeres con crueldad, es cierto, las reducimos a la pobreza y nos guardamos la gloria para nosotros. En venganza el setenta y cinco por ciento de los mendigos son hombres. Las menospreciamos, las maltratamos, las violamos, y por ello somos castigados con la pena de la amargura: el ochenta por ciento de los suicidios son de hombres. Matamos a tantas mujeres que en consecuencia estamos señalados con la ley del Talión, y así el ochenta por cien de los muertos en homicidios son hombres. Nuestra crueldad con ellas ha sido tan grande en suma que sufrimos la condena eterna de la guerra. La sangre de los hombres ha empapado la tierra con una abundancia asombrosa en comparación con la de las mujeres durante las guerras. Irónicamente, muchos fuimos a la batalla a morir por las mujeres y por sus hijos, porque nuestros nunca fueron.
Esa es nuestra tragedia, la cicatriz que nos cruza el rostro y nos delata, el estigma de la maldad. No deberíamos existir, porque nunca tuvimos sensibilidad, nunca lloramos, nunca sufrimos ni conocimos el dolor. Nunca nos movió la compasión, ni la ternura, y mucho menos el amor. Nunca fuimos el poeta que dibujó a Aquiles quemando las naves, a los príncipes de Grecia y Troya muriendo por Helena, no. Nunca fuimos Dante, cruzando siete infiernos para redimir su alma por el amor de Beatriz, no. Nunca perdimos la cabeza por Dulcinea, nunca salimos a la calle y nos apalearon por defender su honor, nunca nos derrotaron una y otra vez por estar ingenuamente enamorados, no. Nunca quisimos ser Romeo, porque los hombres no amamos a las mujeres, no tenemos corazón, ni perdemos la vida por ellas. Claro que no.
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