¿Porqué no pueden ir los de izquierda a los restaurantes caros?

Esta semana ha reaparecido la controversia, Monedero y Rufián fotografiados en restaurantes caros, las redes y los medios echando humo. Unos utilizan la imagen para burlarse de ellos, otros los critican por hacerlo, algunos los defienden por lo mismo y los hay que lo ven inmoral, aunque fueran otros los de la foto. No será en vano reflexionar sobre si pueden ir los de izquierda a restaurantes caros, o cualquier otra persona, y por qué discute la gente sobre un hecho que no admite controversia.

Los restaurantes caros son un resultado del progreso de la civilización. Darle valor a una esferificación, a un atún con apellidos, al vino de una parcela diminuta o al servicio detallista, es propio de culturas muy avanzadas, ricas en recursos, que han superado con creces la economía de subsistencia. Nadie se preocupa de esas cosas cuando tiene que cazar un ciervo para comer, o pasarse la mañana recogiendo raíces y bayas por la selva. Del mismo modo que no se pueden leer los sonetos de Quevedo, ya no digo hacerlos, si la vida se te va en buscártela. Los habrá que piensen que viviríamos más felices como nuestros ancestros salvajes, pero esa no es la cuestión. El hecho es que solo en culturas avanzadas aparecen los restaurantes caros, un ligero vistazo lo hace evidente. Quienes defiendan la vida salvaje pueden argumentar lo que quieran contra los logros de la civilización, razones tienen y bien fundadas. Pero los demás, los que preferimos leer a Quevedo, podemos seguir indagando en la cuestión.

Este mundo de progreso y civilización nos ha traído sinsabores y dilemas morales, pero también una esperanza de vida muy larga, calor en invierno, comida en abundancia, pianos, pinceles y libros en los que pensar. La especialización en el trabajo y el comercio libre fueron dos agentes cruciales. Antes, la miseria era la norma. Los restaurantes caros son consecuencia de todos esos avances y a veces, con ignorancia todas ellas, se identifican con el lujo y se desprecian. El Bulli, por ejemplo, daba cenas de más de trescientos euros, y ya hace años. Algunos ven esto inmoral. Pero olvidan que que allí trabajaban cincuenta personas, camareros, cocineros, sumilleres, administradores y hasta un jardinero y una costurera. Que no se me malinterprete, digo jardinero porque jardinera es un objeto, y costurero también. Además, para que un atún con apellidos llegara a la mesa, se empleaban pescadores, manipuladores, comerciales, transportistas y gentes de oficina. Una copa de Gosset de cien euros podía parecer un disparate, pero detrás estaban los sopladores de vidrio austriacos, la imprenta de París, una corchera portuguesa, una vidriera española, veinticinco viticultores de Champagne, mil vendimiadores de todas partes, enólogos, envasadores, administrativos, comerciales, transportistas, diseñadores, publicistas y hasta cobradores de impuestos de dos gobiernos distintos. Podría seguir hasta agotar el menú y todo el servicio. No hay que ser economista para darse cuenta de que detrás de algo así había trabajo para una legión romana. Desde esa perspectiva, juzgar de imnoral al que pone el dinero para comer en un restaurante caro es una estupidez. Duele ver que en el mismo planeta haya Bullis y muertos de hambre, pero es harina de otro costal y no podemos abarcarlo todo sin perder el hilo.

Por tanto, ¿pueden ir los de izquierda a un restaurante caro? Izquierda es una palabra que puede significar cualquier cosa, pero yo diría que sí, que deben, siempre que lo deseen, como todo el mundo. Entonces, ¿por qué se critica a Monedero y a Rufián? Pues depende, hay dos críticas diferentes. Una genuina, la de las personas que se sienten identificadas con su ideología, y otra irónica, la de sus opositores. En cuanto a personas, tanto da lo que hagan con sus vidas, pero en cuanto a políticos no. Ambos desean el comunismo y desprecian el capitalismo. En el comunismo, si se aplica, desaparece el comercio libre, no existe el dinero y, en consecuencia, no hay restaurantes caros. No hace falta explicar esto. Aun si solo gustasen del socialismo, también estarían apoyando una idea bajo la que no cabe el libre comercio ni los restaurantes caros, por definición. Obviamente, las palabras comunismo y socialismo no las utilizan, porque saben que están asociadas a miseria, dictadura, hambre y asesinatos, y no por casualidad. Pero las bases de su pensamiento nacen de ahí. Y, en tanto que son políticos, dicen representar a la gente que les vota. Ambas cosas juntas dan pie a los dos tipos de críticas.

La genuina, la de las personas que sienten en sus carnes la ideología comunista o socialista, es legítima. Están de acuerdo con sus presupuestos y no aceptan que haya restaurantes diferentes para unos y otros, nada que no puedan disfrutar todos los ciudadanos con igualdad. Para que haya restaurantes caros tiene que haber baratos, y eso no puede ser: todos iguales, accesibles para cualquiera, planificados por el Estado o por comunidades cooperativas. Por tanto, desconfían de los políticos que no defienden sus ideas con el ejemplo, y los critican. Sospechan que no sienten sus valores con el corazón y que aprovechan su riqueza para vivir holgadamente, sin importarles «los de abajo.»

La otra, la irónica, es la de aquellos que pensamos que su ideología es contraria al progreso y al bienestar de los ciudadanos. Sospechamos desde el principio que los políticos que la defienden son actores de una farsa con la que alimentan las esperanzas de la gente con menos recursos, de cuya ingenuidad y buena fe abusan para adquirir poder y riqueza. Cuando vemos un gesto como este que lo pone en evidencia nos sonreímos y hacemos chanza. Se descuidan, de tanta vida holgada, y se les cae la mascarilla. Se les ve la sonrisa llena de mentiras, manchada del vino caro que costean los impuestos de los trabajadores.

Los políticos son lo que son, no hay que darle vueltas. Deberían ser… Ya, pero son lo que son: personas que prometen cosas para conseguir votos con los que vivir del trabajo ajeno. Los peores son los que fingen unas ideas que no tienen y mienten a la gente en la cara. Monedero y Rufián son solamente dos ejemplos insignificantes y despreciables.

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