
Querido amigo, como sabes, yo siempre me he considerado de izquierda. Entendía, a grandes rasgos, que el gobierno de los pueblos deben ejercerlo todos los ciudadanos, en lugar de una casta especial, que las libertades personales están por encima de las coacciones violentas, que la riqueza debe repartirse de una forma justa, que el dinero no es condición de clase, sino la cultura, y que el progreso de la civilización es deseable sobre las tradiciones arcaicas que resulten obsoletas. Por ejemplo, tú y yo tenemos claro que es mejor que en un pueblo se dicten las leyes por consenso entre las gentes que por decisión de una sola persona elegida por Dios, por una familia, o por un grupo exclusivo de burócratas. También estamos de acuerdo en que una persona debe ser libre de vestir como quiera, de hablar el idioma que su madre le enseñó, de pensar como le diga su pecho y de amar a quien le conmueva el corazón. Será siempre eso mejor que obedecer las reglas de buena conducta que impongan otros. Creemos los dos que la riqueza debe repartirse con justicia, y justo es que un fontanero que trabaja honradamente pueda ahorrar lo que no gasta sin miedo a que nadie se lo quite, que la cosecha de un agricultor no la diezmen los impuestos, que en libre competencia uno pueda ofrecer su trabajo en lo que más le guste hacer y, si tiene suerte y talento, consiga vivir dignamente. Creemos que eso es bueno, y no que los monopolios de las elites coarten la libertad profesional, que los impuestos asfixien a los trabajadores para alimentar a los burócratas ociosos, o que le quiten los ahorros al fontanero para dárselos a otra persona. En cualquier caso, sabemos ambos que el dinero no debe marcar el estatus social, sino que es la cultura, la honradez, los buenos modales, la simpatía, las letras, la ciencia, el talento, la naturalidad, el buen humor, la amabilidad, y ese tipo de virtudes y conocimientos lo que hace a las personas dignas de elogio y prestigio. Lo que impide que dos personas se sienten en la misma mesa a conversar no es su diferencia de renta, sino que uno de ellos sea imbécil o malvado. Y también estamos de acuerdo en el progreso, en que es mejor la Rumba que fregar el suelo arrodillado, en que es mejor la Wikipedia en el móvil que perseguir manuscritos por los conventos, en que todos los humanos somos iguales en derechos naturales por más que Aristóteles no rechazara el esclavismo de algunos pueblos. Conservar los hábitos obsoletos por mera tradición nos llevaría, en última instancia, a rechazar el fuego, la ropa y el hacha, si nos remontamos lo bastante. Sin embargo, me voy dando cuenta de que lo que hoy se llama izquierda no es nada de esto. Incluso es todo lo contrario en algunos aspectos.
No obstante, más allá de la izquierda y la derecha, antes incluso que los conceptos de república, democracia, parlamento, sufragio, etc., está el eje de libertad versus esclavitud. Estarás de acuerdo conmigo en que ser libre es preferible a ser esclavo, y también necesario antes de formar un sistema de gobierno y de separarlo en dos bandos políticos. De poco servirá una república democrática si hay esclavos en ella. Aquí el liberalismo tiene algo que aportar. La izquierda rechaza de plano las ideas liberales, y por ello se asocian con frecuencia a la derecha, aunque nada tienen que ver. Los políticos de izquierda engañan a sus fieles asociando el liberalismo, o el neoliberalismo, como les gusta decir, a una suerte de ideología reaccionaria, propia del sálvese quien pueda, del capitalismo voraz, donde solo los muy ricos, las grandes empresas y los poderes fácticos pueden ser felices, y donde el ciudadano corriente es esclavo de una elite económica inalcanzable. Pero el liberalismo no es ni siquiera una ideología, es tan solo una corriente filosófica basada en un único principio: salvaguardar la libertad natural de las personas. Tú y yo, querido amigo, y la izquierda en la que confiábamos, deberíamos estar a muerte con ello, con la libertad, o bien estar a favor de lo contrario, que se llama esclavitud, como la izquierda de hoy. Me explico, pero déjame que antes insista en la idea central. El liberalismo defiende que todos los humanos tenemos libertad natural, y por tanto debemos tener igualdad de derechos para ejercerla, y en consecuencia nadie, ni nada, debe reprimirla con violencia. Libertad natural no es libertad para hacer lo que a uno le dé la gana, como dicen los embusteros, sino libertad para hacer lo que es debido, para honrar la libertad de los demás y tratarlos con el mismo respeto que a uno mismo. Requiere pues mucha responsabilidad, y las leyes, convenidas de mutuo acuerdo, deben salvaguardar que nadie lesione la libertad de otro. Sospecho que pensarás que esto es mucho más importante que la izquierda y la derecha. Así pues, el sistema de gobierno de un pueblo debería proteger la libertad de los individuos con firmeza, ante una persona que detente el poder, como un rey, o ante un grupo, como una familia o una casta. También ante un Estado, con sus burócratas y políticos, o incluso ante una mayoría de población que vota democráticamente, para que no se pisoteen los derechos naturales de las minorías, ni de los individuos a fin de cuentas. Esto es fundamental antes de elegir el sistema de gobierno, y mucho antes de colorearlo de azul o de rojo.
¿Y cómo podemos salvaguardar la libertad? ¿Cómo garantizamos que nadie imponga su criterio a los demás? ¿Cómo conseguimos que las minorías, los individuos, puedan seguir siendo libres, que no les roben, que puedan besar a quienes amen, que puedan leer los libros que les gustan, que puedan hablar su lengua sin miedo, que puedan rezarle a Dios o cagarse en él, que puedan preservar sus costumbres o cambiarlas, salir del país, volver, dedicarse a la música o a la albañilería, que no les metan en la cárcel injustamente, que puedan decir lo que piensan sin temor a represalias ni censura? Pues no es con la monarquía, ni con la democracia, ni con la república, ni con la aristocracia, sino con el equilibrio de poderes separados. En la actualidad, los estados tienen el poder coactivo de legislar, ejecutar las leyes y enjuiciar su cumplimiento. Es deseable limitar este poder tanto como se pueda, buscando un equilibrio entre la libertad y el desorden, que dependerá de muchas circunstancias. Pero en todo caso, es imprescindible separar los poderes y equilibrarlos. Aquel Estado con poderes más limitados, mejor repartidos y más equilibrados por las instituciones será el más libre. Por el contrario, aquel Estado con poderes más absolutos, más concentrados y menos supervisado por las instituciones será el más totalitario. Lo primero nos conduce a una sociedad libre, lo segundo a una tiranía. Supongo que tú y yo, y cualquier persona honrada, tenemos clara la preferencia.
Ahora puedo explicar la tiranía de la izquierda actual, con la que no consigo identificarme. Pondré el caso de España, pero es fácil ver el mismo esquema en otros países con gobiernos de ideología fuertemente socialista. La soberanía parte de una democracia por sufragio universal que elige al poder legislativo y se lo reparten los políticos en lo que llamamos parlamento. La ley electoral ya es más que cuestionable: con los mismos votos puedes tener diez diputados si eres un partido regional secesionista o ninguno si eres un partido nacional por la defensa de los animales. En todo caso, una elite política ostenta el parlamento, es muy difícil llegar a él de forma independiente, sino imposible. A su criterio, legislan. No estaría del todo mal si las instituciones moderaran el abuso de las leyes que proponen. Sin embargo, es esa camarilla legislativa la que elige al poder ejecutivo, con autoridad para dirigir la marcha de las leyes, imprimir decretos, controlar servicios de inteligencia y de seguridad, elegir ministros y secretarios de estado, y manipular en suma todas las esferas de acción. Me cuesta encontrar la diferencia existente entre el poder legislativo y el ejecutivo, son las mismas personas, sus parejas, sus familiares y sus amigos. De esta infamia se han aprovechado los políticos de todo color, unos con más disimulo y otros con más descaro, ostentando la vicepresidencia, metiendo las narices en el CNI, poniendo a su mujer de ministra, a su amigo de secretario de estado y a su primo al frente de la Guardia Civil. La izquierda política que nos toca vivir tampoco ha tenido escrúpulos en comprar la prensa, acordémonos de los titulares de todos los periódicos pagados por el gobierno con el lema de «salimos mas fuertes,» pura propaganda gubernamental. Paradójicamente, se inflaman hablando de los poderosos que monopolizan la prensa, pero a poco que miremos no vemos ninguna televisión ni radio de relevancia que les saque las vergüenzas, y el periódico con más lectores es de izquierda, por no decir de partido, a mucha distancia del siguiente. Hay un cinismo espantoso a este respecto. Y cabe recordar que este poder es un contrapeso muy saludable para salvaguardar la libertad y prevenir de abusos totalitarios, y está a sus pies.
Pero los socialistas de ahora pretenden ir un paso más allá. El poder judicial, el último baluarte para salvaguardar que las leyes se cumplen con justicia, está a punto de perder su independencia. Ni tú ni yo, querido amigo, queremos jueces de parte, sino independientes, nobles, que no se vendan por dinero ni por ideología, que nos traten a todos con igualdad de derechos. Pero el Gobierno de España, dueño ya del poder ejecutivo y legislativo, controla también la Abogacía del Estado y la Fiscalía, recordemos que una ministra del PSOE fue elegida Fiscal General. Ahora, con la nueva propuesta de ley pretenden controlar también el gobierno de los jueces. Si sale adelante, que saldrá por más que la Constitución no lo permita, el Consejo General del Poder Judicial pasará a ser elegido por los mismos políticos que ostentan el Gobierno del Estado, la Fiscalía, la Abogacía, el poder ejecutivo y el legislativo. Y lo malo de todo esto es que el CGPJ es el organismo que gobierna a los jueces y el encargado de velar por su independencia, además de presidir el Tribunal Supremo. Hasta ahora, el sistema de elección ya estaba muy politizado, pero al menos debían tener el apoyo de tres quintos de la cámara para validarlo, es decir, contar con el visto bueno de la oposición. Pronto, el partido que gane las elecciones, o la coalición que forme mayoría, elegirá a los diputados que harán las leyes, a los gobernantes que las ejecutarán y a los jueces que dictarán justicia. Con todos esos poderes unidos en una misma mano y sin otros contrapesos, se pueden cambiar cuantas leyes sean necesarias para modificar el marco jurídico, la constitución y el régimen de gobierno. Un sistema de Estado así constituido se llamará república, o dictadura, o democracia, o como se quiera, pero será una tiranía por definición.
Ahora dime tú, amigo mío de izquierda, para qué nos preocupamos del aborto, del salario mínimo, de la inmigración, de la legislación laboral, de la violencia machista, del libre mercado, del colectivo LGTBIQ+, de los impuestos a los ricos, de la memoria histórica, de la brecha salarial, del racismo, de la ultraderecha… ¿Para qué? Serán ellos quienes digan lo que está bien y lo que está mal, sin dejar espacio a nuestra libertad, ni siquiera de pensamiento. ¿Prefieres tú la tiranía? ¿Para esto éramos de izquierda? No habrá sostén para sus abusos, no habrá fiscal que les incrimine ni juez que les haga pagar por sus delitos. No habrá prensa que nos lo cuente, porque prohibirán aquella que les sea contraria. No habrá oposición política, porque ilegalizarán a los partidos molestos con cualquier excusa. Ayer oí decir a Sánchez que el PP había dejado de ser un partido de Estado, que abrazaba la ultraderecha. Es la primera piedra para su ilegalización, obviando con un cinismo sublime que el PP es un partido socialdemócrata muy similar al PSOE de hace diez años. No habrá elecciones libres, pues solo habrá un color al que votar, ni nadie que condene un sufragio fraudulento llegado el caso. Hace unos días, Pablo Iglesias, en el Congreso, le comunicó a la oposición que nunca más iban a gobernar España. Puede que tenga razón, estaba muy convencido.
Esto ya no va de izquierda o derecha, sino de libertad o tiranía. Y no vale eso de que los otros son aún peores, porque no hay nada peor que la tiranía, el abuso y la imposición del poder. ¿De verdad, amigo de izquierda, estás dispuesto a que perdamos la libertad? Yo sé que no, porque tienes buen corazón, lo que pasa es que nos han engañado. Tanto tú como yo queremos ser libres, ayudar a los débiles, condenar a los corruptos y limitar el poder de las castas y los monopolios. Estos políticos que dicen ser de izquierda, en el fondo, no lo son.
Me despido y te deseo lo mejor. En el futuro, cuando me llamen facha, apelo a tu defensa. Sabes que yo no quiero mal a nadie, que no voto a ningún partido, que no juzgo a las personas, que ayudo a todo el que lo necesita y que solo le pido al mundo que me deje vivir en paz. Sé que es mucho pedir, pero confío en ti.
Por todo esto y por más, algunos hemos decidido crear «micro mundos». Después de un montón de tiempo, casi lo toco con los dedos,y cuanto más cerca, más prisa me entra.
Nos vemos el domingo.
Genial el artículo. Gracias Julia G. Romeo
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Nada mejor que un micromundo donde resguardarse. Espero que no nos lo quiten también. Gracias a ti.
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Genial el artículo. He aquí una de pensamiento liberal que en ocasiones llaman facha.
Elegí ser libre, salí de mi país de origen por discursos como los que estoy escuchando..
Ojalá no tenga que volver a hacer maletas. Gracias. Un saludo
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Ojalá. Aunque mucho tendrán que cambiar las cosas para que te puedas quedar. Gracias, Tat.
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