
Llevo cuatro pulseras. Claro que no es por estética, son mágicas. Que no te engañe la sangre y el hollín que cubre estas manos, son las de un alquimista. La más ancha es una cinta de cuero de buey almizclero, con la parte interna del animal vista, y la cara lanuda tundida para abrazar la muñeca con suavidad. El broche es una pareja de botones de plata remachados en caliente, son eternos. Cuenta la leyenda que un arquero teucro la perdió en el mar Tirreno cuando navegaba rumbo a Italia. Me la dio un domador de fieras circense, a cambio de treinta damajuanas de vino tinto. Me dijo que, puesta en la derecha, amansa a las leonas con solo tocarles la frente, quien lo probó lo sabe. Dentro puede leerse una inscripción: «Contra mi voluntad, reina, dejé tus playas.»
Otra de cuero ancho es en realidad un reloj. Lo llevaba un teniente de la Luftwaffe que cayó en Normandía durante la operación Bodenplatte, cuando fue abatido su Messerschmitt Bf 109. Era un joven simpático, según dicen, que apuntaba a los presos franceses con el dedo como si fuese una pistola y con la boca hacía el ruido de disparar. Luego se reía. Me la regaló Muriel cuando dejó de traficar con metales preciosos. Tiene la virtud de estar siempre parado, a las 11:56, no sé por qué. A veces lo ajusto y lo pongo en marcha, pero al día siguiente vuelve a marcar la misma hora. Cuando besas, si acompañas el beso con la mano del reloj, el tiempo se detiene, esa es su magia.
La más fina es un cordón de escalador de tres colores, con dos cilindros de arrayán, cuatro cuentas aplanadas de muérdago, dos cubos de bronce, alternos todos con simetría, arropando un motivo central en espiral que simboliza la creación, cincelado en Edoras, herencia de eorlingas. Se anuda con dos correderos sellados con la pavesa de la rama dorada. Fue prenda de un rohirrim superviviente de Helm, así me dijo la bruja que me lo vendió. No caerán tus fuerzas, me susurraba, cuando montes ni cuando escribas, si ambas cosas las haces por amor. Tenía las manos agrietadas y la voz dulce, huella de tantas horas de dolor. Nadie sabe cómo la consiguió.
La cuarta es una banda retesada de cuero castellano de res. Está muy gastada. Se cierra con una hebilla de acero damasquinado de un cuchillo que se rompió sin matar a nadie. En sus tiempos fue el cierre de un zurrón donde Quevedo guardaba sus poemas manuscritos. Un guarnicionero de Villanueva de los Infantes la rescató de su tumba y la reforjó para iluminar nuevas manos. Dicen los que saben que pronunciando las palabras adecuadas puede abrir las puertas del Parnaso. Su portador, si es digno, cabalgará a lomos de Pegaso y su plectro relumbrará con la luz de la pluma de sus alas. Por desgracia, no he conseguido descifrar todavía el sortilegio.
Con las cuatro pulseras sujeto la poción mágica de Eulogio Pomares, capaz de revivir el ánimo abatido y convertir los ojos, de nuevo, en luceros. Recito el conjuro de las octavas reales de quien tú ya sabes, invocando a Pan. Con llama fría revelo las runas arcanas de un palimpsesto, donde duermen los secretos que no contó Ovidio sobre el arte de amar. En un himeneo con la música, reproduzco el ritual sagrado, rimando los acordes del piano, por el cual las almas se enternecen. Y sin con eso no fuera suficiente para impetrar la gracia de tu pecho, entonces a la caricia de mis manos, armadas de los cuatro artefactos mágicos, confío todo para hechizarte.
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