La Elisa de Beethoven

Manuscrito de Beethoven

La primera vez que escuché Para Elisa me enamoré. Creo que de la pieza y de todo lo que pasaba a mi alrededor. Era yo pequeño, propenso a grandes emociones. Aunque, para ser sincero, sigo siendo igual de tonto para esas cosas. Pensé que la tal Elisa debió tener unas caderas preciosas para que Beethoven le compusiera algo tan bonito. Qué suerte la del músico, haberlas visto. Me pregunto si hay algo más hermoso que enamorarse de unas caderas, y yo solo me respondo.

Sin embargo, parece ser que Elisa no existió, ni tampoco la pieza musical. Beethoven creo que sí. Según cuentan los que saben mucho de paleografía de partituras, debió trabajar alrededor de 1810 en esa composición, pero no la terminó. Cuando Beethoven murió en Viena en 1827 nadie sabía nada de Para Elisa. Bueno, quizá alguien sí, la tal Elisa que nunca fue.

Por fortuna, apareció en 1867 una publicación de Ludwig Nohl titulada así, Für Elise, obra sin número 59, transcrita de un manuscrito de Beethoven. Cuentan que algo puso Nohl de su ingenio para rematar la bagatela inconclusa, pero poco importa ahora, nadie duda de la paternidad de Beethoven. Lo curioso es que no existe rastro del manuscrito. Se dice que terminaba así, «Para Elisa,» y de ahí su nombre. Habida cuenta de la dulzura de la pieza, no necesitamos más para imaginarnos una historia de amor. No se me olvidaban las caderas, pero… cuando lo descubrí pensé que en realidad la que había tenido suerte era Elisa: Beethoven había compuesto una pieza inmortal para ella y llevaba su nombre, una de esas piezas que todo el mundo de todos los tiempos iba a conocer, eternamente, de esas que, cuando las escuchas, te acarician las fibras del pecho con una emoción inefable y ya nunca se te olvida.

Aunque hay varias teorías que tratan de encontrar una Elisa para la pieza, la que más me gusta es la de que en la firma no se lee Elise, sino Therese, y que la caligrafía horrible de los genios indujo al error de transcripción de Nohl. Pudiera ser, porque Teresa Malfatti fue alumna de Beethoven en 1810, buena amiga suya, y sabemos que le tenía un profundo afecto. La joven tenía dieciocho años, él cuarenta, y dicen que estaba tan enamorado que le pidió la mano. Con la de confusiones y mentiras que cuenta la crónica rosa de hoy, ningún caso podemos hacer de los rumores de 1810, pero me gusta pensar que fue así. Un hecho me ayuda a imaginarlo: Teresa murió en 1851, y Dahl encontró entre sus pertenencias, junto a muchos otros, el manuscrito perdido. «Guárdame en tu memoria, nadie puede desearte una vida más brillante, más feliz que yo.» Eso le decía el músico en una carta que sí conservamos. Cuando supe eso pensé que la persona con más suerte había sido Beethoven, que viendo aquellas caderas quizá tuvo el privilegio de tocarlas y de enamorarse de ellas, henchido de un sentimiento tan hermoso como para que brotasen de su plectro notas de tal ternura, fruto de un amor cuyos arpegios siguen sonando todavía, inmortales.

Sin embargo, ahora que he aprendido a tocar la pieza yo mismo al piano lo siento de otra manera. No puedo explicar por qué, es muy difícil razonar con la música, su esencia es de otra naturaleza. Creo que los más afortunados del mundo han sido los ojos de Teresa. Me imagino que vieron al genio ensayar la obra. Tuvieron la suerte de contemplar a Beethoven tocando enamorado, cómo nace la belleza y la música al unísono, consecuencia del amor que florecía a un mismo tiempo por sus caderas. Allí estaban sus ojos para verlo, ya me entiendes, esos ojos invisibles que algunos tenemos dentro del corazón.

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Jan Fekkes, Retrato de Beethoven, 1918.

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