Madre

“Agradece a la llama su luz, pero no olvides el pie del candil que, constante y paciente, la sostiene en la sombra.”

R. Tagore, 1861-1941.
Madre e hijo, foto del autor.

Quien ha visto a una perra recién parida amamantando a sus crías ha entendido todo lo que había que entender. Eligió un rincón muy especial de la casa para dar a luz, con un criterio que todos desconocemos, un instinto que las madres tienen encriptado en el código genético, y solo las madres saben. Dolorida y exhausta, les proporciona alimento que brota de su propio cansancio. Y las crías se acurrucan y se hartan de beber y sudar al calor de su vientre, con los ojos cerrados, confiadas en que, pase lo que pase, la mamá les cuidará. Y así gruñe cuando se acerca un desconocido, y así se dejaría la vida si fuera necesario por protegerlas, fuese cual fuese el enemigo, como algunas veces llega a suceder. Las relame para limpiarlas, las mueve entre las fauces con una ternura inefable, con los mismos dientes que podrían desgarrar la mano de un insensato, los mismos que matarán en el futuro para darles de comer si no hay más remedio. Entre tanto, el padre, simplemente, no está.

Ante los grandes enigmas, un vistazo a la naturaleza nos riega con un baño de realidad reconfortante. Sí, la madre naturaleza. Sin embargo, no son pocas las personas que se afanan en igualar la madre al padre, la mujer al hombre, a mi juicio con enorme desatino. Quizá con buena intención, pero envenenadas por un complejo de inferioridad disparatado, se empeñan en enfatizar lo que nos hace iguales, a veces incluso lo que debería hacernos iguales, olvidando que lo más valioso son nuestras diferencias. En lugar de destacar las cualidades únicas de una madre en cuanto a tal, el poder inmenso que la hace amorosa e invulnerable, se pierden en el camino de las reivindicaciones absurdas y terminan por rebajar el mérito de sus virtudes naturales, pintando de gris todo el arcoíris de sus excelencias. Luego, las mismas personas, el día señalado para la madre, se desgañitan con felicitaciones inertes en las redes sociales, con memes vulgares vacíos de sentido y de amor sincero, poniendo flores al trono que hacía diez minutos le habían negado a las madres.

No habría Eneas sin Venus, ni Aquiles sin Tetis, ni Zeus sin Rea. Nada existiría sin Gea, la diosa primordial, engendradora de todo lo que existe, la Madre Tierra. La mujer que ha concebido una criatura es la madre, todo el mundo lo sabe. También lo es cualquier animal hembra con crías, o la mujer que está al cuidado de una institución de buena fe, de un hospital, o de un convento. Madre es la matriz procreadora, es el cauce por donde discurren las aguas de los ríos, tan dulces que a su paso nace la vida. Es, en definitiva, la causa original de las cosas, la raíz de la que todo proviene, incluso nuestros pensamientos. Madre es el soporte principal en el que se apoyan las armazones de una nave, sin el cual no se puede llegar a ningún sitio. Reina madre es aquella que reinó y cuya descendencia sigue engendrando reyes. Llamamos madre de las células a la que es capaz por sí sola de generar un organismo completo. Aquellas primeras palabras que aprendemos al nacer, que condicionarán para siempre nuestro modo de pensar, conformarán nuestra lengua materna. Y esa lengua de la que proviene la nuestra y tantas otras es, en conclusión, la lengua madre. Así pues, quien sostenga que la madre es igual que el padre se puede meter la Historia natural de Plinio por el conjunto de las dos nalgas, los treintaisiete libros.

La lengua, de hecho, ayuda a entender muchas cosas que el paso del tiempo ha dejado ocultas. La palabra madre nos alumbra la importancia capital que tiene su significado para la humanidad, un mérito que conviene apreciar sin prejuicios y ennoblecerlo por su singularidad. A nadie se le escapa que en todas las lenguas cercanas a la nuestra se nombra a la madre de forma muy parecida: madre, mare, mère, mãe, mother, mutter, moeder, moder, mor, mathair, mamm, matka, maika, motina… y sea ya bastante. Con esa semilla que parece brotar de todas ellas, algunos lingüistas bien experimentados sospecharon que quizá todas esas lenguas tuvieran un ancestro común. A tal supuesto idioma lo llamaron proto indoeuropeo. Hoy en día existe consenso en que las lenguas itálicas, germánicas, helénicas, eslavas, célticas, bálticas e indo-iranias tienen un origen común, las llamamos lenguas indoeuropeas. La mitad del mundo las habla. La raíz proto indoeuropea mater es una de las pocas palabras enteras que los lingüistas parecen haber reconstruido con relativa seguridad, y en cuyos mimbres se soporta la corriente filológica que une a todos esos pueblos históricos. No parece poca cosa que sea mater el eslabón primordial, que sea esa palabra la que, al parecer sin duda, ayuda a entender la genealogía de estas lenguas. Es como si pudiéramos tener muchas diferencias, pero una manera única y común de referirnos a la madre, como si no hubiera otra cosa más importante en la vida y nos hubiéramos puesto de acuerdo en ello.

No puedo despedirme sin reconocer que la raíz pater goza del mismo imperio, por otros motivos, diferentes y también apasionantes. Pero fíjate en cómo grita «mamá» el niño cuando se hace daño, como si solo ella fuera capaz de consolarle, fíjate en el bebé y el cachorro, que solo en el pecho de su madre se calma y deja de llorar. Fíjate en el asno, símbolo de la terquedad y la estulticia: con qué dulzura el burrito sigue los pasos de su madre, fía su destino al de ella, seguro de que anda por buen camino. Quien ha visto esa estampa ha entendido todo lo que había que entender.

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